Ruta Covadonga-Cruz de Priena-Corao. (Salida con grupo de montaña Íbice Covadonga)

Textos:
-Roberto Frassinelli.


Cuélebre (Roberto Frassinelli)

Dice Jovellanos:
  “Un horrible incendio consumió  en 1777 aquel humilde templo, que sostenía el brazo omnipotente, donde la respetable antigüedad hacía  excusada la magnificencia,  y donde la devoción corría desolada de todas partes á derramar su ternura y sus lágrimas.  Este triste suceso llena de luto al pueblo asturiano,  se difunde por toda la nación, penetra hasta el trono del piadoso Carlos III, y conmovido su real ánimo, resuelve la erección  de un nuevo y magnífico templo, concede libre curso á la generosa piedad de sus vasallos, y les da, con sus hijos, el primer ejemplo  de la liberalidad. 
   “Rodríguez, nombrado para esta empresa, vuela á Asturias, penetra hasta las faldas del monte Auseva, y á vista de una de aquellas grandes escenas  en que la Naturaleza ostenta toda su majestad, se inflama con el deseo de gloria y se prepara á luchar   con la Naturaleza misma. ¡Cuántos  estorbos, cuántas y cuán arduas dificultades no tuvo que vencer en esta lucha! ¡Una montaña  que escondiendo su cima entre las nubes  embarga con su  horridez y su altura la vista del asombrado espectador; un río  caudaloso, que taladrando el cimiento, brota de repente al pie del mismo monte;  dos brazos de su falta que se avanzan á ceñir  el río, formando una profunda  y estrechísima garganta; enormes peñascos, suspendidos sobre la cumbre,  que anuncian el progreso de su descomposición; sudaderos y manantiales perennes, indicios  del abismo de aguas cobijado en su centro; árboles robustísimos que le minan poderosamente con sus raíces; ruinas, cavernas, precipicios….. ¿qué imaginación no desmayaría  á vista de tan insuperables obstáculos?
   “Mas la de Rodríguez no desmaya, antes su genio, empeñado de una parte por los estorbos, y de otra más y más aguijado por el deseo de gloria, se muestra superior á sí mismo, y hace un alto esfuerzo para vencer todos los obstáculos. Retira primero el monte, usurpando á una y otra falda todo el terreno necesario  para su invención;  levanta en él una ancha y majestuosa plaza, accesible por medio de bellas y cómodas escalinatas, y en su centro esconde un puente que da paso al caudaloso río y sujeta sus márgenes; coloca sobre esta plaza un robusto panteón  cuadrado con graciosa portada, y en su interior consagra el primero y más digno monumento á la memoria del gran Pelayo; y elevado por estos dos cuerpos á una considerable altura, alza sobre ella el majestuoso templo, de forma rotunda, con gracioso  vestíbulo y cúpula apoyada  sobre columnas aisladas; le enriquece con un bellísimo tabernáculo y le adorna con toda la gala del más rico y elegante de los órdenes griegos.
“¡Oh, que maravilloso contraste no ofrecerá á la vista tan bello y magnífico objeto, en medio de una escena tan hórrida y extraña! Día vendrá en que estos prodigios del Arte y la Naturaleza atraigan de nuevo allí la admiración  de los pueblos y en que disfrazada en devoción la curiosidad, resucite el muerto gusto de las antiguas peregrinaciones, y engendre  una nueva especie de superstición, menos contraria á la ilustración de nuestros venideros.
     “Pero á Rodriguez no le fue dado gozar de tan sabrosa consolación. Condenado, como todos los grandes genios, á no gustar anticipadamente, en sus días, los dulces premios de la posteridad, iba caminando á su término, siempre perseguido de la envidia y la desgracia. Varios estorbos  retardaron  el principio de esta obra,  que era la primera en su estimación, por su grandeza y singularidad, y esta tardanza dió tiempo á la envidia para minar con ella.”
De esta suerte pinta el inmortal Jovino lo que debió ser la suntuosa, á la par que sencilla, traza de D. Ventura Rodríguez, tal como aparece en sus proyectos y láminas, que reproducimos de sus originales, que tan generosamente me han facilitado los señores Cónsul, á quienes desee aquí manifiesto mi mayor gratitud. De Covadonga (Contribución al XII centenario)

Fermín Canella y Secades. -


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Roberto Frassinelli y Burnitz 
Nació en Ludivisburg, Wurtemberg en el año 1811. Emigró a  España y recorrió, estudiándolas, muchas comarcas.  En Corao se estableció en 1854, donde falleció en  1887. Fué académico correspondiente de las Reales de la Historia y Nobles Artes de San Fernando, y estaba condecorado con la Cruz de Francisco José  de Austria y con la encomienda de Isabel la Católica. Era hombre de vasta y variada erudición; arqueólogo y consumado dibujante. Colaboró en diferentes publicaciones alemanas, francesas y españolas, y dejó inéditos importantes estudios y muchas carteras de preciosos dibujos de monumentos, inscripciones, paisajes, etc. 
“Alemán por todos cuatro costados -dice de él Alejandro Pidal-, vino a España en aquella época  feliz para anticuarios y bibliófilos en que los tesoros de la desamortización se malbarataban en ferias y baratillos… Su municioso y exactísimo modo de dibujar le permitió conservar en verdaderas fotografías a lápiz el recuerdo de monumentos arquittectónicos que la piqueta  revolucionaria ha convertido en miserables ruinas.  Carderera y Fernández Guerra decían que las inscripciones  copiadas por Frassinelli, eran más fáciles de descifrar que los originales esculpidos en las antiguas piedras, y las carteras del arqueólogo alemán conservan los restos de monasterios y castillos  que descubrió en sus largas correrías a pie,  en los más apartados valles de las más remotas  montañas   y de los que ya no existe ni la más lejana memoria.
“La generación  desaparecida ya en los abismos de la muerte-sigue diciendo Pidal-; aquella generación de eruditos literarios, en la que descollaban Gallardo, Estébanez, Calderón, Durán, Pidal, Morante y tantos otros, estimaban en todo lo que valía  a Frassinelli. Pero si el arqueólogo y el artista eran una notabilidad en su tiempo, arqueología y arte palidecían en él ante el culto ardiente que profesaba a la Naturaleza. Covadonga le enamoró la primera vez que, deslizándose por el angosto y tortuoso sendero que desemboca frente a la cueva,  se le apareció en toda su salvaje majestad e histórica grandeza aquel lugar que, según el cronista de Felipe II, “no se podía dar bien a entender con palabras. Allí  sentó sus reales,  creando en la pintoresca aldea de Corao aquella casa modesta con su jardín primorosamente cultivado  y su cueva, aquella cueva habitada según la tradición por el Cuélebre fantástico y sanguinario, y de la que salía al obscurecer, para vagar por su jardín  la gigantesca lechuza domesticada por el sabio alemán para reflejar en sus anchas alas los plateados rayos de la Luna. 
“Pero su verdadero teatro eran los Picos de Europa, Peña Santa, Peña Mea, la Canal de Trea y los gigantescos Urrieles asturianos.  En ellos se perdía meses enteros llevando por todo ajuar un zurrón con harina de maíz y una lata  para tostarlo al fuego de la hierba seca, su carabina y los cartuchos. Vino, no bebía; bebía agua en la palma de la mano; no comía carne a no ser la del  robeco que abatía con el certero disparo de su escopeta y cuya asadura tostaba sobre la misma lata  al mismo fuego. Dormía sobre las últimas matas del enebro que avecinan la región de las peñas  y de las nieves; se bañaba al amanecer en los solitarios lagos de la montaña, y al recogerse, después de penosa ascensión a los altos picos, se refrescaba revolcándose desnudo sobre la nieve.  En las noches de luna trasladaba a su cartera los fantásticos picachos de la caliza, los jirones desgarrados de la niebla, los ventisqueros olvidados entre las rocas, el águila  erguida  en la peña colosal, el robeco trasponiendo  la cortante arista de la cumbre…….
“Era, en efecto, un hombre muy original  el Alemán de Corao, como le llamaban los montañeses, y su originalidad  lo mismo se prestaba a la admiración que al ridículo. El respeto a la muerte e veda tratar aquí la parte cómica  de sus extraordinarias teorías y aventuras; de sus inverosímiles narraciones; pero sea de ello lo  que quiera,  siempre será cierto que Covadonga ha perdido una de sus personalidades más características; un extranjero arqueólogo y artista que, enamorado de la grandiosa naturaleza asturiana, renunció a todas las ventajas  de la vida para sumir su alma en la contemplación de aquellas bellezas sublimes, que sólo  se pueden comprender en todo el encanto  de sus misterios internándose y como perdiéndose, allá en los laberintos sin término de aquellos lagos solitarios, de aquellas cuevas gigantescas que pueblan aquella región inaccesible a todo ánimo temeroso, a toda planta insegura, a todo espíritu, en fin, menos tocado del amor irresistible al infinito que embargaba al ilustre alemán que acababa de bajar al sepulcro….”
-El pasaje es bien curioso-dije al terminar-; pero, ¿qué diablos hay con todo esto? 
-¡Una friolera!-respondió mi huésped- Que este dichoso Alemán de Corao, muerto ya y todo, está a punto de volverme loco. ¡Ved si hay razón o no  para ello!
-Cuando hace años,  recién publicada Asturias, leía yo este pasaje, no pudieron menos de intrigarme en autor tan grave, tan frío y tan ortodoxo  como el señor Pidal, las frases que veis subrayadas  con lápiz rojo, tales  como las que dicen: “descubrió Frassinelli en sus largas  correrías durante cincuenta y tres años,  a pie y en  los más escondidos valles, ruinas  y antiguas piedras  de las que no queda ya memoria…”; “… todo palidecía en él ante el culto que profesaba a la Naturaleza”d;   “… allí, an aquella  casita de Corao con su jardín  primorosamente cultivado-como el de los Adeptos de la quinta invisible de las cercanías de Bombay de que nos habla Olcott en su  historia teosófica- y en su cueva, aquella cueva  habitada  por el cuélebre fantástico y sanguinario y de la que salía al obscurecer la gigantesca lechuza por el alemán domesticada…. “,  y sobre todo las palabras finales  relativas a “sus  extraordinarias aventuras  y teorías, sus narraciones  inverosímiles  y su originalidad que lo mismo se prestaban a a admiración  que al ridículo”,  parecieron revelarme  que, en efecto,  el alemán en cuestión era bastante  más que un mero sabio  académico al uso, y que aquel hombre que de tal modo  supo renunciar a su patria y al comercio  humano, para vivir nada menos que medio siglo al habla con las entidades  astrales y etéreas y domesticadas lechuzas, habían podido determinar  muy bien la iniciación ocultista  de aquel héroe  de las investigaciones astures, dándole, con la posesión de la visión trascendente, los secretos de la Magia, a los que alude Proclo el gnóstico cuando dice en su libro primero de Alcyone que “las almas grandes se inician por sí mismas: estas almas se salvan, reza el Oráculo”. De aquí  lógicamente las extraordinarias teorías y no menos extrañas aventuras y narraciones a las que el bueno de Pidal, en su inocente ortodoxia alude.
¡Ah! -Prometí en mi fuero interno, como buen astur y mejor teósofo, hacer cuanto de mi dependiese para completar  lo que llamar pudiéramos la segunda parte del  panegírico pidalino: la biografía ocultista del germano-astur. Al principio me fue imposible  enriquecer  con nuevos datos  las noticias dadas por el católico escritor. Tal cual referencia suelta; algún raro y magistral dibujo de Frassinelli, perdido aquí y allá  entre los papeles de algún canónigo ovetense o algún académico cortesano; dibujos  en los que no supe qué admirar más, si la exactitud y belleza de los perfiles o el extraño misterio que envolvía a sus conjuntos. Todo esto, como comprenderéis, no es lo que creía tener derecho a esperar: un hombre así no pudo desaparecer de la región dejando tan cortas huellas….
-Fuí  varias veces a Corao-continúo-. visité, no ya la célebre casita  profanada, sino todos los rincones, cuevas, valles y monumentos que hay desde el lago Enol,  hasta la confluencia del Güeña  y el Sella,  y desde Aller hasta Santillana; pero ni en la  sagrada ruta de Covadonga, ni en las profanas de Corao y  Contraquil,  ni en los dólmenes  de Doviena, bajo el templo  de Astemio y Fafeila, hoy iglesia de Santa Cruz, cuya exploración  dolménica  por poco le cuesta  el ir a la cárcel al abogado  Cortés y Llano, ni, en fin, en toda Vadinia hasta los Picos de Europa, tantas veces  por el alemán escalados, hallar pude  nada que mereciese  la pena, desde el punto de vista ocultista de mis pesquisas,  se entiende.  Doquiera, sí, que tropezase con alguien que el extraño alemán  hubiese tratado de cerca, obtenía compasivas sonrisas, reticencias mal disimuladas, por la mojigatería religiosa, vaguedades sin cuento, veladas alusiones, en fin,  a unas rarezas  estupendas  y a unas teorías  fuera de lo trillado,  en religión  como en ciencia; pero nada más, sobre todo de los hombres de posición oficial de Madrid, con lo que, según Pidal,  se relacionase. Ni siquiera pude encontrar  en la para otras cosas  tan bien conservada biblioteca del Palacio Real, ni rastro siquiera del Album Monumental Astur que Frassinelli regalase en persona al propio Don Alfonso doce,  y que no hay para qué decir  si sería cosa de mérito. ¿Estaría, pues,  siendo víctima de un espejismo ocultista? ¿Sería Frassinelli, aquel austriaco-alemán, de apellido italiano  de alerce, abeto o fresno-apellido tan mágico como el de los Fir-bolgs irlandeses-atlantes-,  un sabio más tan sólo entre  los cientos que escriben bien y dibujan mejor, pero que son verdaderas  nulidades en punto a serios e integrales ocultismos? No podía creerlo y, sin embargo, tampoco podía apoyar  en nada real las sospechas, por los párrafos en cuestión, sugeridas. Pasaron años y, para omitir detalles, os diré  tan sólo que ya casi había renunciado a saber nada más de mi  Adepto de los Montes Herbáceos, como yo había dado en llamarle, cuando hallándome, dos años va a hacer, tomando baños  de mar en la playa de Cudillero, hete aquí que tropiezo con unos legajos manuscritos, denegridos y comenzados  a roer por polillas y ratones en casa de la tía de mi gran amigo Don José   Narcés  de Soto de los Infantes: Don Pepitón, como en una mezcla de diminutivo con aumentativo  suelen llamar en el país  a aquel temible compañero de la infancia, y de quien, para más adelante, os debo una detallada biografía. 
-Los legajos en cuestión, aquí los tenéis-añadió Miranda,  depositando un grueso paquete sobre la mesa-. Unos están en alemán, otros en italiano y español, alguno hay en latín, y aquí y allá  saltan de vez en cuando  algunas palabras  y párrafos enteros de otras lenguas sabias, sobre todo del sánscrito, ¡del excelso devanagari o lenguaje de los dioses! Juzgad  por vos mismo del alcance e importancia  del hallazgo, que estuvo a punto de perderse, envolviendo los dulces de alguna romería. Estaba atónito.  Me arrojé sobre los papeles, la mayor parte en folio y de preciosa letra, con todo el  detenimiento que mi ansiosa curiosidad permitía. 
-No os molestéis demasiado por el momento-dijo Miranda-. Tiempo tendréis después de examinar. Ahora, oídme. Os diré tan sólo que, devorado, hasta la última tilde, el contenido de los papeles que veis,  la  conclusión  deducida es la de que,  entre las mil cosas estupendas de que habla el formidable alemán, figura la de un tesoro considerable, inaudito, tesoro que, a lo que juzgo por el apunte que voy a mostraros, yace enterrado en una cueva vecina a los Lagos de Saliencia en las Montañas de Somiedo.
-Sois, en verdad paradójico- objeté con noble franqueza-. Si no se tratase  de un hombre como vos, no acertaría a explicarme el cómo  os permitís hablar con tanta tranquilidad  del tesoro en cuestión  en vez de haber partido veloz en su busca y para su captura.
-Esa es precisamente la causa de mi perplejidad y de la emoción  que poco ha sorprendisteis en mi. Yo soy rico por mi y por mis mayores; yo, como el filósofo, nada deseo ya, ni nada necesito-continuaba Miranda-. Por otra parte, en tales circunstancias  y con arreglo a los cánones  de ocultismo, que usted no ignora,  la posesión  de un tal tesoro podría hasta serme funesta, a mi espíritu como a mi vida física. Sin embargo, no os oculto que si se si hago bien en ello, y que desde poco hace ha comenzado a germinar en mi pecho cierto remordimiento y, ¡vive Dios!, que no es en modo alguno por egoísmo  ni codicia.
-¡Claro; el remordimiento de que otro, menos noble que vos, pueda  llegar a descubrir el tesoro y emplearle en manos fines, dañándose y dañando también al mundo!
-No sólo eso, sino asimismo el que, en trance de muerte, tendría que destruir estos papeles, precisamente para no legar tal tentación peligrosa a mi propio hijo….
-Y, además, el menosprecio de la ocasión propicia, que na puesto en sus manos el Destino, de hacer con el tesoro, no la propia felicidad  de usted, puesto que ya tiene cuanto  puede apetecer en el mundo, sino la felicidad de otros muchos desvalidos.
-Precisamente habéis puesto el dedo en la llaga; pero no sé hasta qué punto…
-Permitidme, amigo mío,  que os lo diga sin ambages. Nada tan terrible como el pecado de omisión. En la acción más equivocada y funesta hay siempre algo de grande, de épico a veces, mientras  que en la inacción todo es mezquino, razón por la cual Krishna decía a Arjuma en el Bhagavad -Gita, que la acción es mejor que la inacción.
-Juzgáis, pues que…. 
-Que pecáis más gravemente de lo que creéis prolongado vuestra inacción y vuestra reserva.
-Entonces, yo debo….
-Proceder inmediatamente a la busca y extracción del tesoro ese.
-Y si lo demorase.
-Seríais, así como suena,  un criminal ante vuestros propios ojos.
-No obstante, el karma del tesoro.
-El Karma bien claro lo dice cuál sea el mero hecho de haber venido a vuestras manos unos papeles que bien pudieran desaparecer o ir  a otras manos más peligrosas.
-De modo que…
-Que hay precisión de obrar con rapidez y que desinteresadamente me pongo a vuestras órdenes para la tarea de incautarnos del tesoro, si es que lo creéis factible.
-¡Oh! En cuanto a eso no abrigo  duda alguna,  como vos no la abrigaréis cuando veáis los antecedentes. No así en cuanto al ulterior empleo del mismo, que es el verdadero caballo de batalla.
-¡Descansad,  pues,  de esa tarea en mi! Antes de quince días yo os diré el empleo altruista que pueda y deba  darse a ese cuantioso oro- dije,  iluminado repentinamente por una idea feliz.
-¿En la virtud y en la ciencia?
-En la ciencia y  en la virtud.
-¿Para muchos?
-Para pocos; mas para buenos.
-¿De veras?
-¡Como  caballero, os lo juro!
-¡Venid, pues, a mis brazos, generoso amigo! El Cielo os trajo, sin duda, al eclipse del Bierzo.  Tal vez sin vos, el sol de mi conciencia  interior habría  sufrido un eclipse más duradero que el que acabamos de observar: ¡un eclipse eterno!
-¡El Cielo, El Cielo!¿Quien dudó nunca que del cielo  nos viene todo a los hombres,  desde la luz y la alegría, hasta el fuego de la inspiración y las normas para nuestra conducta?….
Y nos abrazamos, fuertemente emoncionados.
Amanecía. 
El Tesoro de los Lagos de Somiedo. Mario Roso de Luna. 


Constantino Cabal describe Covadonga: “Una vez quise yo que un dolor mío se pareciera a las nieblas, se arrastrara  por las cumbres y se hiciera jirones en los cielos…. Y me entré en estas montañas, que parecen anudarse para tragar los caminos, y que parecen levantarse en vuelo, llevando una catedral a manera de custodia.  Estas montañas son garfios, hechos de cantos, de jaras,  de herbazales y de arbustos… la que alza la Catedral, todo se vuelve zarpa que la coge… Frente a ella hay una cueva, y un hotel, y una hilera de casitas… Y el lugar es escenario de belleza majestuosa, soberanamente agreste. Hay vertientes escondidas debajo de los rozos y los árboles; hay cimas  secas y calvas; hay la iglesia gallarda y arrogante,  dominadora de los precipicios… Y en la cueva salta el río, resoplando, marmullando, hinchándose, atropellándose, arrastrando con hervor ronco,que es fragor  y temblor, y tempestad, como si las entrañas de la tierra  por donde el agua se arroja  la apesgaran, la  tundieran, la aplastaran con el peso terrible de las peñas que se arremolinaron  en su dorso. 
Escribió Alfonso Camín:  
Picos de Europa. La nieve
por todo el monte rocoso.
¿Quién a cruzarlos se atreve 
no siendo el pastor y el oso?

El pasado de Frassinelli es oscuro: llega a Asturias cuando ha cumplido  los cuarenta años: es decir, cuando ya tiene un pasado del que se sabe poca cosa.  Se sabe que nació en Ludwigsburg, en el año 1811; que era caballero y que emigró a España, solo, soltero, sin rastros aparentes detrás.  Recorrió muchas comarcas españolas, y finalmente se estableció en Corao, a la sombra de Covadonga y junto a los Picos de Europa. 
Su casa de Corao está en ruinas y se mantiene  en pie gracias  a la lealtad de la piedra; en la “Cueva del cuélebre” ya no hay “cuélebre” germánico que la habite. Solían asistirle en la casa un criado y una mujer vieja, antes de casarse en el país. 
Los Cuadernos de Asturias 
En busca de Frassinelli. José Ignacio Gracia Noriega. 




Don  Roberto Frasinelli
 Murió en Corao, entre los vestigios  de la antigua colonia romana; cerca de Santa Eulalia de Abamia, donde estuvo el sepulcro del Rey Pelayo; a corta distancia de Covadonga, donde dejará recuerdo imperecedero;
a la vista de las Peñas de Europa, teatro de su vida salvaje y aventurera, y objeto de la pasión que le hizo olvidar todas las comodidades de la civilización y todas las aspiraciones de la vida. Alemán  por todos cuatro costados, vino a España  en aquella época feliz  para anticuarios y bibliófilos, en que los tesoros de la desamortización se malbarataban en las ferias y baratillos en nombre del progreso y de las luces, y sus conocimientos literarios y artísticos, superiores a los de la generalidad de sus contemporáneos españoles, le produjeron  rica cosecha de adquisiciones arqueológicas. Su minucioso y exactísimo modo de dibujar le permitió conservar en verdaderas fotografías  de lápiz el recuerdo de monumentos arquitectónicos  que la piqueta revolucionaria  ha convertido en miserables ruinas. Carderera y Férnandez-Guerra decían que las inscripciones  copiadas por Frassinelli eran más fáciles de descifrar  que los originales  esculpidos  en las antiguas piedras, y las carteras del arqueólogo alemán  conservan los restos de monasterios y castillos que descubrió en sus largas correrías  a pie, en los más apartados valles, de las más remotas montañas, y de los que ya no existe  ni la más lejana memoria.
 Pero si el arqueólogo y el artista eran en su tiempo una notabilidad, arqueología y arte palidecían   en él ante  el culto ardiente  que profesaba a la naturaleza. Covadonga le enamoró la primera vez que, deslizándose por el angosto y tortuoso camino que desembocaba  frente a la cueva, se le apareció en toda la salvaje  majestad é histórica grandeza de aquel lugar, cuya extrañeza, según el cronista  de Felipe II, “no se podía dar bien a entender del todo con palabras”.
Allí sentó sus reales, creando en la pintoresca aldea de Corao aquella casa modesta,  con su jardín primorosamente cultivado y su cueva  aquella cueva habitada, según la tradición, por el Cuélebre  fantástico y sanguinario, y de la que salía al obscurecer para vagar por su jardín la gigantesca lechuza domesticada por el sabio alemán, para reflejar  en sus anchas alas los plateados rayos de la luna.
 Pero su verdadero teatro eran los Picos de Europa, Peña Santa, la Canal de Trea, los gigantescos Urrieles asturianos.
 En ellos se perdía  meses enteros, llevando por todo ajuar un zurrón con harina de maíz y una lata  para tostarlo al fuego  de la yerba seca,  su carabina y sus cartuchos. Vino no lo bebía: bebía agua en la palma de la mano; carne, sólo la del robeco que abatía el certero disparo de su escopeta, y cuya asadura tostaba sobre la misma lata  al mismo fuego. Dormía sobre las últimas matas del enebro que avecinan la región  de las peñas  y de las nieves; se bañaba  al amanecer en los solitarios lagos de la montaña, y al recogerse,  después de la penosa ascensión a los altos picos,  se refrescaba  revolcándose  desnudo sobre la nieve. En las noches de luna trasladaba  a su cartera  los fantásticos picachos  de la caliza, los jirones  desgarrados de la niebla, los ventisqueros olvidados  entre las rocas,  el águila erguida  sobre la peña colosal,  el robeco trasponiendo la cortante arista  de la cumbre.
Yo cazé con él en aquella agreste y sobre toda ponderación salvaje comarca. Subí con él a las enriscadas majadas de Ario, le acompañé en la peligrosa ascensión de Peña Santa, descendimos juntos a los abismos por donde corre el espumoso Cares, y le vi atravesar impávido los ventisqueros, arrastrándose tranquilo sobre los imponentes argayos, y arrastrarse tranquilo por las verticales pendientes de las simas, agarrándose a las rugosidades de las peñas, a la grama que entre sus grietas reverdece, a la endurecida nieve petrificada en las umbrías por la indefinida acción del tiempo y del frío. 
De noche nos guarecíamos  en una miserable cabaña sin más abrigo y poco más espacio que el de una hoguera, a cuyo alrededor nos agrupábamos; sin víveres apenas, pues no consentía mucha carga el género de nuestra expedición investigadora; acompañados, es verdad,  de los célebres  cainejos, los hombres-gamuzas  de aquella región, los ribereños de aquel mar de piedra, en cuyos inmensos  joos encuentran  de padres en hijos  el sustento de su miserable vida, y por fin el sepulcro para su trágica muerte.
 Nunca podré olvidar la impresión  que me causaron  la primera vez  que los divisé  en compañía de Frassinelli.
 Sentado en la más alta  cumbre de la majada, reponíame  apenas del  asombro  que me acababa de causar  la súbita aparición de las caladas agujas  y de las gigantescas torres de los Urrieles, a través  del tupido  manto de niebla desgarrado por las brisas del mar, y disipado y deshecho por los rayos del sol, y pidiendo noticias al más rústico de los cabreros que, apoyado en su cayada, me contestaba, sumido en la misma contemplación a pesar de su rudeza y de la costumbre, le preguntaba el modo mejor de verificar la ascensión a aquellos verticales picos.
 -Ahí, sólo esos demonios de cainejos  pueden cazar….. que se pegan como moscas a las peñas,- me contestó.
 —¿De dónde son esos  Cainejos? -le pregunté.
 -¿De dónde han de ser? De Caín. Un pueblo colgado ahí abajo, a donde no se puede entrar ni salir, y donde viven todos de la caza…. ¡Allí los tenéis! -añadió  con el tradicional  tratamiento de su antiquísimo lenguaje, señalándome  las más tajadas aristas de un insondable precipicio. Seguí con los ojos el tosco cayado del pastor, y se me heló  la sangre en las venas. Como una mosca imperceptible  en el cuello de una botella, para seguir la comparación del pastor,  un ser con figura humana acaba de aparecer  en medio de la arista de una encumbradísima peña cortada a pico, sin que se pudiera comprender  cómo humanamente podía sostenerse allí, en aquella luciente y bruñida vertical, colgada sobre un abismo. Un grito gutural, salvaje, ronco, resonó  en las concavidades  del joo. Un peñasco ciclópeo, sacado de su secular equilibrio por el brazo poderoso del cainejo, cayó,  que no rodó; por la pendiente, y chocando contra las puntas de las peñas, asordó el valle todo entero.  Las gamuzas que se refrescaban acostadas en las grandes  manchas de nieve,  se pusieron en pie, irguieron  sus cabezas adornadas con los airosos cuernecillos, y el poderoso macho que las capitaneaba lanzando su penetrante silbido, se lanzó al galope,  seguido de todos los demás, por las escabrosidades de las peñas.
 No tardamos  en oir una detonación, y entre el humo  producido por el disparo, vimos levantarse de una peña suspendida al borde de un desfiladero a otro cainejo que, corriendo  tras de su pieza   despeñada, la alcanzó, la remató y degolló,  y aplicando sus labios a la herida,  bebió largamente y con delicia la caliente sangre del gallardo habitante de los abismos.
 Desde entonces no me separé de los cainejos todo lo que duró la expedición. Quizás debí al brazo de alguno poder contar lo que ahora escribo, y no hubiera sido posible, sin su ayuda, aquella vertiginosa bajada que desde los más altos picos de Cornión  emprendimos, huyendo de  las nieblas que amenazaban  envolvernos en lo mas peligroso de la montaña, hasta avistar  a media noche la luz  que arde perpetuamente  en la sagrada cueva, delante de la imagen de Nuestra Señora,  en los históricos lugares de Covadonga.
Y sin embargo, durante aquella penosa  expedición, el anciano alemán apenas  probó otra  cosa que leche y agua; se mantuvo constantemente a la cabeza de la partida,  y desafiaba el extremado rigor del frío   en las noches claras para enriquecer las páginas de su álbum de dibujante.
 Aún le estoy viendo, después de seis horas mortales  de bajada a plomo,  primero por las peñas, luego deslizándose por las nunca pacidas ni segadas  yerbas de la Cabritera, y por último, suspendidos de los árboles que brotan de aquellas paredes, paralelos al suelo, agotar el rústico depósito de una fuente con su fanática pasión por el agua de las montañas. Era el momento en que uno de nuestros compañeros, el ágil Ruperto, de Caín, suspendido a muchos cientos  de metros de altura del cañón de su carabina que había introducido en el agujero de una lisa é interminable pared de peña para alcanzar  con los pies un imperceptible fragmento de cornisa, convencido de la impotencia de sus esfuerzos,  luchaba en vano por retroceder. ¡Terrible instante!….Mientras más  seguros, sobre nuestros pies destrozados, contemplábamos aterrados aquella escena, oíamos a nuestro compañero de expedición, el célebre  canónigo de Covadonga D. Máximo, pronunciar las sagradas palabras  de la absolución en artículo mortis, mientras su mano, abandonando la escopeta, trazaba el signo redentor en los aires.  Como si Dios hubiera reanimado sus fuerzas, el cainejo hizo un esfuerzo desesperado y supremo, y consiguió izarse nuevamente sobre los pies en la cornisa abandonada…. Momentos 
después corría como si tal cosa  por las asperezas apenas salientes de la tajada peña, estimulado por nuestros aplausos y las voces del sabio alemán, impaciente porque llegara a tiempo a cortar la retirada de los robecos.
 Era, en efecto,  un hombre muy original el Alemán de Corao, como lo llamaban los montañeses, y su originalidad lo mismo se prestaba a la admiración que al ridículo.  Covadonga ha perdido una de sus personalidades mas características; un extranjero, arqueólogo y artista, que enamorado de la grandiosa naturaleza asturiana, renunció a todas las ventajas de la vida, para sumir su alma en la contemplación  de aquellas bellezas sublimes, que solo se pueden comprender en todo el encanto de sus misterios internándose  y como perdiéndose allá en los laberintos sin término de aquellas torres de piedra, de aquellos bosques impenetrables, de aquellos lagos solitarios, de aquellas cuevas gigantescas que pueblan aquella región inaccesible a todo ánimo temeroso, a toda planta insegura, a todo espíritu, en fin, menos tocado del amor irresistible a lo infinito que embargaba  al ilustre alemán que acaba de bajar al sepulcro.
 Covadonga lo recordará, y serían ingratos  sus hijos si entre las lápidas que visten las paredes de los claustros del Monasterio no se leyera  en una el nombre  del extranjero alemán  hijo adoptivo de aquellas montañas, arqueólogo, dibujante,  arquitecto, bibliófilo, literato, botánico, médico,  que reconcentró todo su amor en aquellos  lugares donde  solía vivir constantemente y a donde quiso volver pocos días antes de su muerte, como si misterioso aviso le indicase su próximo fin, y como si quisiera que sus huesos reposaran a la vista de aquellas agujas de piedra que tantas veces  conquistó con la firmeza y la tenacidad de su lápiz y de su planta,  a la sombra del venerable santuario que tuvo durante cerca de medio siglo en él uno de sus más devotos  admiradores y fervientes panegiristas. 
Alejandro Pidal y Mon. Almanaque asturiano el Carbayón. (18969.-


















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