Roberto Frassinelli y Burnitz
Nació en Ludivisburg, Wurtemberg en el año 1811. Emigró a España y recorrió, estudiándolas, muchas comarcas. En Corao se estableció en 1854, donde falleció en 1887. Fué académico correspondiente de las Reales de la Historia y Nobles Artes de San Fernando, y estaba condecorado con la Cruz de Francisco José de Austria y con la encomienda de Isabel la Católica. Era hombre de vasta y variada erudición; arqueólogo y consumado dibujante. Colaboró en diferentes publicaciones alemanas, francesas y españolas, y dejó inéditos importantes estudios y muchas carteras de preciosos dibujos de monumentos, inscripciones, paisajes, etc.
“Alemán por todos cuatro costados -dice de él Alejandro Pidal-, vino a España en aquella época feliz para anticuarios y bibliófilos en que los tesoros de la desamortización se malbarataban en ferias y baratillos… Su municioso y exactísimo modo de dibujar le permitió conservar en verdaderas fotografías a lápiz el recuerdo de monumentos arquittectónicos que la piqueta revolucionaria ha convertido en miserables ruinas. Carderera y Fernández Guerra decían que las inscripciones copiadas por Frassinelli, eran más fáciles de descifrar que los originales esculpidos en las antiguas piedras, y las carteras del arqueólogo alemán conservan los restos de monasterios y castillos que descubrió en sus largas correrías a pie, en los más apartados valles de las más remotas montañas y de los que ya no existe ni la más lejana memoria.
“La generación desaparecida ya en los abismos de la muerte-sigue diciendo Pidal-; aquella generación de eruditos literarios, en la que descollaban Gallardo, Estébanez, Calderón, Durán, Pidal, Morante y tantos otros, estimaban en todo lo que valía a Frassinelli. Pero si el arqueólogo y el artista eran una notabilidad en su tiempo, arqueología y arte palidecían en él ante el culto ardiente que profesaba a la Naturaleza. Covadonga le enamoró la primera vez que, deslizándose por el angosto y tortuoso sendero que desemboca frente a la cueva, se le apareció en toda su salvaje majestad e histórica grandeza aquel lugar que, según el cronista de Felipe II, “no se podía dar bien a entender con palabras. Allí sentó sus reales, creando en la pintoresca aldea de Corao aquella casa modesta con su jardín primorosamente cultivado y su cueva, aquella cueva habitada según la tradición por el Cuélebre fantástico y sanguinario, y de la que salía al obscurecer, para vagar por su jardín la gigantesca lechuza domesticada por el sabio alemán para reflejar en sus anchas alas los plateados rayos de la Luna.
“Pero su verdadero teatro eran los Picos de Europa, Peña Santa, Peña Mea, la Canal de Trea y los gigantescos Urrieles asturianos. En ellos se perdía meses enteros llevando por todo ajuar un zurrón con harina de maíz y una lata para tostarlo al fuego de la hierba seca, su carabina y los cartuchos. Vino, no bebía; bebía agua en la palma de la mano; no comía carne a no ser la del robeco que abatía con el certero disparo de su escopeta y cuya asadura tostaba sobre la misma lata al mismo fuego. Dormía sobre las últimas matas del enebro que avecinan la región de las peñas y de las nieves; se bañaba al amanecer en los solitarios lagos de la montaña, y al recogerse, después de penosa ascensión a los altos picos, se refrescaba revolcándose desnudo sobre la nieve. En las noches de luna trasladaba a su cartera los fantásticos picachos de la caliza, los jirones desgarrados de la niebla, los ventisqueros olvidados entre las rocas, el águila erguida en la peña colosal, el robeco trasponiendo la cortante arista de la cumbre…….
“Era, en efecto, un hombre muy original el Alemán de Corao, como le llamaban los montañeses, y su originalidad lo mismo se prestaba a la admiración que al ridículo. El respeto a la muerte e veda tratar aquí la parte cómica de sus extraordinarias teorías y aventuras; de sus inverosímiles narraciones; pero sea de ello lo que quiera, siempre será cierto que Covadonga ha perdido una de sus personalidades más características; un extranjero arqueólogo y artista que, enamorado de la grandiosa naturaleza asturiana, renunció a todas las ventajas de la vida para sumir su alma en la contemplación de aquellas bellezas sublimes, que sólo se pueden comprender en todo el encanto de sus misterios internándose y como perdiéndose, allá en los laberintos sin término de aquellos lagos solitarios, de aquellas cuevas gigantescas que pueblan aquella región inaccesible a todo ánimo temeroso, a toda planta insegura, a todo espíritu, en fin, menos tocado del amor irresistible al infinito que embargaba al ilustre alemán que acababa de bajar al sepulcro….”
-El pasaje es bien curioso-dije al terminar-; pero, ¿qué diablos hay con todo esto?
-¡Una friolera!-respondió mi huésped- Que este dichoso Alemán de Corao, muerto ya y todo, está a punto de volverme loco. ¡Ved si hay razón o no para ello!
-Cuando hace años, recién publicada Asturias, leía yo este pasaje, no pudieron menos de intrigarme en autor tan grave, tan frío y tan ortodoxo como el señor Pidal, las frases que veis subrayadas con lápiz rojo, tales como las que dicen: “descubrió Frassinelli en sus largas correrías durante cincuenta y tres años, a pie y en los más escondidos valles, ruinas y antiguas piedras de las que no queda ya memoria…”; “… todo palidecía en él ante el culto que profesaba a la Naturaleza”d; “… allí, an aquella casita de Corao con su jardín primorosamente cultivado-como el de los Adeptos de la quinta invisible de las cercanías de Bombay de que nos habla Olcott en su historia teosófica- y en su cueva, aquella cueva habitada por el cuélebre fantástico y sanguinario y de la que salía al obscurecer la gigantesca lechuza por el alemán domesticada…. “, y sobre todo las palabras finales relativas a “sus extraordinarias aventuras y teorías, sus narraciones inverosímiles y su originalidad que lo mismo se prestaban a a admiración que al ridículo”, parecieron revelarme que, en efecto, el alemán en cuestión era bastante más que un mero sabio académico al uso, y que aquel hombre que de tal modo supo renunciar a su patria y al comercio humano, para vivir nada menos que medio siglo al habla con las entidades astrales y etéreas y domesticadas lechuzas, habían podido determinar muy bien la iniciación ocultista de aquel héroe de las investigaciones astures, dándole, con la posesión de la visión trascendente, los secretos de la Magia, a los que alude Proclo el gnóstico cuando dice en su libro primero de Alcyone que “las almas grandes se inician por sí mismas: estas almas se salvan, reza el Oráculo”. De aquí lógicamente las extraordinarias teorías y no menos extrañas aventuras y narraciones a las que el bueno de Pidal, en su inocente ortodoxia alude.
¡Ah! -Prometí en mi fuero interno, como buen astur y mejor teósofo, hacer cuanto de mi dependiese para completar lo que llamar pudiéramos la segunda parte del panegírico pidalino: la biografía ocultista del germano-astur. Al principio me fue imposible enriquecer con nuevos datos las noticias dadas por el católico escritor. Tal cual referencia suelta; algún raro y magistral dibujo de Frassinelli, perdido aquí y allá entre los papeles de algún canónigo ovetense o algún académico cortesano; dibujos en los que no supe qué admirar más, si la exactitud y belleza de los perfiles o el extraño misterio que envolvía a sus conjuntos. Todo esto, como comprenderéis, no es lo que creía tener derecho a esperar: un hombre así no pudo desaparecer de la región dejando tan cortas huellas….
-Fuí varias veces a Corao-continúo-. visité, no ya la célebre casita profanada, sino todos los rincones, cuevas, valles y monumentos que hay desde el lago Enol, hasta la confluencia del Güeña y el Sella, y desde Aller hasta Santillana; pero ni en la sagrada ruta de Covadonga, ni en las profanas de Corao y Contraquil, ni en los dólmenes de Doviena, bajo el templo de Astemio y Fafeila, hoy iglesia de Santa Cruz, cuya exploración dolménica por poco le cuesta el ir a la cárcel al abogado Cortés y Llano, ni, en fin, en toda Vadinia hasta los Picos de Europa, tantas veces por el alemán escalados, hallar pude nada que mereciese la pena, desde el punto de vista ocultista de mis pesquisas, se entiende. Doquiera, sí, que tropezase con alguien que el extraño alemán hubiese tratado de cerca, obtenía compasivas sonrisas, reticencias mal disimuladas, por la mojigatería religiosa, vaguedades sin cuento, veladas alusiones, en fin, a unas rarezas estupendas y a unas teorías fuera de lo trillado, en religión como en ciencia; pero nada más, sobre todo de los hombres de posición oficial de Madrid, con lo que, según Pidal, se relacionase. Ni siquiera pude encontrar en la para otras cosas tan bien conservada biblioteca del Palacio Real, ni rastro siquiera del Album Monumental Astur que Frassinelli regalase en persona al propio Don Alfonso doce, y que no hay para qué decir si sería cosa de mérito. ¿Estaría, pues, siendo víctima de un espejismo ocultista? ¿Sería Frassinelli, aquel austriaco-alemán, de apellido italiano de alerce, abeto o fresno-apellido tan mágico como el de los Fir-bolgs irlandeses-atlantes-, un sabio más tan sólo entre los cientos que escriben bien y dibujan mejor, pero que son verdaderas nulidades en punto a serios e integrales ocultismos? No podía creerlo y, sin embargo, tampoco podía apoyar en nada real las sospechas, por los párrafos en cuestión, sugeridas. Pasaron años y, para omitir detalles, os diré tan sólo que ya casi había renunciado a saber nada más de mi Adepto de los Montes Herbáceos, como yo había dado en llamarle, cuando hallándome, dos años va a hacer, tomando baños de mar en la playa de Cudillero, hete aquí que tropiezo con unos legajos manuscritos, denegridos y comenzados a roer por polillas y ratones en casa de la tía de mi gran amigo Don José Narcés de Soto de los Infantes: Don Pepitón, como en una mezcla de diminutivo con aumentativo suelen llamar en el país a aquel temible compañero de la infancia, y de quien, para más adelante, os debo una detallada biografía.
-Los legajos en cuestión, aquí los tenéis-añadió Miranda, depositando un grueso paquete sobre la mesa-. Unos están en alemán, otros en italiano y español, alguno hay en latín, y aquí y allá saltan de vez en cuando algunas palabras y párrafos enteros de otras lenguas sabias, sobre todo del sánscrito, ¡del excelso devanagari o lenguaje de los dioses! Juzgad por vos mismo del alcance e importancia del hallazgo, que estuvo a punto de perderse, envolviendo los dulces de alguna romería. Estaba atónito. Me arrojé sobre los papeles, la mayor parte en folio y de preciosa letra, con todo el detenimiento que mi ansiosa curiosidad permitía.
-No os molestéis demasiado por el momento-dijo Miranda-. Tiempo tendréis después de examinar. Ahora, oídme. Os diré tan sólo que, devorado, hasta la última tilde, el contenido de los papeles que veis, la conclusión deducida es la de que, entre las mil cosas estupendas de que habla el formidable alemán, figura la de un tesoro considerable, inaudito, tesoro que, a lo que juzgo por el apunte que voy a mostraros, yace enterrado en una cueva vecina a los Lagos de Saliencia en las Montañas de Somiedo.
-Sois, en verdad paradójico- objeté con noble franqueza-. Si no se tratase de un hombre como vos, no acertaría a explicarme el cómo os permitís hablar con tanta tranquilidad del tesoro en cuestión en vez de haber partido veloz en su busca y para su captura.
-Esa es precisamente la causa de mi perplejidad y de la emoción que poco ha sorprendisteis en mi. Yo soy rico por mi y por mis mayores; yo, como el filósofo, nada deseo ya, ni nada necesito-continuaba Miranda-. Por otra parte, en tales circunstancias y con arreglo a los cánones de ocultismo, que usted no ignora, la posesión de un tal tesoro podría hasta serme funesta, a mi espíritu como a mi vida física. Sin embargo, no os oculto que si se si hago bien en ello, y que desde poco hace ha comenzado a germinar en mi pecho cierto remordimiento y, ¡vive Dios!, que no es en modo alguno por egoísmo ni codicia.
-¡Claro; el remordimiento de que otro, menos noble que vos, pueda llegar a descubrir el tesoro y emplearle en manos fines, dañándose y dañando también al mundo!
-No sólo eso, sino asimismo el que, en trance de muerte, tendría que destruir estos papeles, precisamente para no legar tal tentación peligrosa a mi propio hijo….
-Y, además, el menosprecio de la ocasión propicia, que na puesto en sus manos el Destino, de hacer con el tesoro, no la propia felicidad de usted, puesto que ya tiene cuanto puede apetecer en el mundo, sino la felicidad de otros muchos desvalidos.
-Precisamente habéis puesto el dedo en la llaga; pero no sé hasta qué punto…
-Permitidme, amigo mío, que os lo diga sin ambages. Nada tan terrible como el pecado de omisión. En la acción más equivocada y funesta hay siempre algo de grande, de épico a veces, mientras que en la inacción todo es mezquino, razón por la cual Krishna decía a Arjuma en el Bhagavad -Gita, que la acción es mejor que la inacción.
-Juzgáis, pues que….
-Que pecáis más gravemente de lo que creéis prolongado vuestra inacción y vuestra reserva.
-Entonces, yo debo….
-Proceder inmediatamente a la busca y extracción del tesoro ese.
-Y si lo demorase.
-Seríais, así como suena, un criminal ante vuestros propios ojos.
-No obstante, el karma del tesoro.
-El Karma bien claro lo dice cuál sea el mero hecho de haber venido a vuestras manos unos papeles que bien pudieran desaparecer o ir a otras manos más peligrosas.
-De modo que…
-Que hay precisión de obrar con rapidez y que desinteresadamente me pongo a vuestras órdenes para la tarea de incautarnos del tesoro, si es que lo creéis factible.
-¡Oh! En cuanto a eso no abrigo duda alguna, como vos no la abrigaréis cuando veáis los antecedentes. No así en cuanto al ulterior empleo del mismo, que es el verdadero caballo de batalla.
-¡Descansad, pues, de esa tarea en mi! Antes de quince días yo os diré el empleo altruista que pueda y deba darse a ese cuantioso oro- dije, iluminado repentinamente por una idea feliz.
-¿En la virtud y en la ciencia?
-En la ciencia y en la virtud.
-¿Para muchos?
-Para pocos; mas para buenos.
-¿De veras?
-¡Como caballero, os lo juro!
-¡Venid, pues, a mis brazos, generoso amigo! El Cielo os trajo, sin duda, al eclipse del Bierzo. Tal vez sin vos, el sol de mi conciencia interior habría sufrido un eclipse más duradero que el que acabamos de observar: ¡un eclipse eterno!
-¡El Cielo, El Cielo!¿Quien dudó nunca que del cielo nos viene todo a los hombres, desde la luz y la alegría, hasta el fuego de la inspiración y las normas para nuestra conducta?….
Y nos abrazamos, fuertemente emoncionados.
Amanecía.
El Tesoro de los Lagos de Somiedo. Mario Roso de Luna.
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