Curvona de Sotres-Bulnes-Canal del Texu-Poncebos (Picos de Europa)

Textos:
-Los hombres y el paisaje.


Ruta: Salida de la curvona de Sotres, para subir por la pista hasta la collada de Pandébano, desde aquí seguiremos el sendero hasta llegar a Bulnes. Desde Bulnes hay dos opciones, o bien se baja caminando hasta Poncebos por el Canal del Texu, o bien se va en el funicular.


Los hombres y el paisaje

    Cuando penetres en la primera calleja de una aldea, pronto verás que las cosas no son tal y como las ha cantado el poeta; ¡qué impresión de sobriedad grabarán en tu alma estas casucas  bajas y oscuras, apretadas las unas a las otras para mejor protegerse del frío y los vendavales  invernizos! Más sobrios te parecerán aún estos severos montaraces, cuya expresión de fatigados luchadores no suele desaparecer con frecuencia bajo el relámpago de una sonrisa.  No te extrañe su  hermetismo, que ellos llevan una existencia dura, de combate constante,como todo lo que vive y vegeta a estas alturas; que el destino de estos hombres no difiere  en mucho del de estas hayas, aferradas con sólidas raigambres a la roqueda para alimentarse de esta tierra pobre y misérrima.  Como ellas, viven unidos, fuertemente unidos; a veces, formando cada aldea con una sola familia; y viven también como ellas: con la robustez necesaria para soportar el peso de tanta nieve, y viven, viven….. hasta que una tempestad las tronza o una avalancha las sepulta. A veces, unos y otras mueren en la vejez, lentamente, cuando se apaga la débil llamarada de su vida.. y nadie se apercibe que hay un árbol menos en el bosque o una cruz más en el cementerio.

Aquí,  en las alturas, el estío es breve; el resto del año es invierno. El montaraz que no ha emigrado, aguarda con resignación, encerrado entre los débiles muros de su vivienda, a que el padre Sol derrita en la estiada las nieves que le bloquearon, y en ese brevísimo tiempo habrá de hacer recolección de su cosecha, sin que entre ellos resplandezca la alegría que en la llanada produce el momento en que el hombre  que en el campo trabaja recoge el fruto con que la madre Tierra le recompensa.

Entre las misérrimas viviendas se alza la iglesia. Poco difiere de aquéllas en humildad y en pobreza la casa de Dios; sólo las supera en altura, la del mezquino campanario, que pregona las tristezas o las alegrías de estos seres olvidados del resto de la Humanidad. Si entras en la reducida iglesia, verás a hombres y mujeres escuchar con el fervor de una fe bien arraigada las palabras con que un ministro del Señor anatematiza a los humanos, amenazándoles con el castigo implacable de los Cielos en pago de sus pecados... 
Y tal vez, en el entretanto, llegará desde afuera el horrísono estampido de la avalancha o la bárbara música de la tormenta... y el anciano sacerdote exhortará a estos resignados al menosprecio de las riquezas de la tierra y de las pompas mundanales... ¡a los míseros que jamás lograron gustar de una gran alegría y que sólo poseen un palmo de pradera o un menguado rebaño de ovejas o de cabras!... Forzoso es recordar el menosprecio con que algunos viajeros han hablado en sus escritos de estos humildes montaraces. Uno hay, sobre todo, que merecía una enérgica réplica, si no creyéramos que basta el desprecio de ni aun mencionar su nombre en las páginas de este libro. Sabe, lector, para tu orgullo, que no nació al amparo de nuestro cielo. Tierra de brumas y de fríos la suya, no es de extrañar que el corazón se petrifique y no sea la serenidad de juicio, ya que no la indulgencia por estos seres abandonados, lo que resplandezca en sus presuntuosos recuerdos de viaje. En otros tiempos, cuando la avalancha de viajeros curiosos cayó sobre los Alpes, apenas descubiertos, hubo un hombre de genio y de ingenio que combatió a otros también menospreciadores y difamadores de aquellos entonces desconocidos montaraces. Esperemos nosotros a que pase por nuestras montañas otro Ruskin (i), y que, como él, de alma sana, sienta intensamente el contraste entre la gloria de la naturaleza alpestre y la oscura pobreza de los hombres que en medio de ella viven. Y, sin embargo, hemos de comprender que estos seres no son mucho más desdichados que otros hombres que, como ellos, trabajan oscuramente la tierra; para ellos, como para el poeta, también florecen las margaritas de las praderas, y también se despliega ante sus ojos el portento luminoso de las auroras y los ocasos. La fatiga de su labor les prepara un sueño libre de pesadillas y visiones extrañas. 
Una religión adaptada a la simplicidad de sus costumbres, les permite esperar y resignarse. Poca cosa basta para hacer feliz a quien no tiene ambiciones. Su pobreza no es deshonrosa, no es la miseria del mendigo, ni aun la de muchos obreros de las grandes ciudades. Viven de un cambio de productos, como los pueblos antiguos, sin que la moneda sea precisa para sus transacciones. La más absoluta sobriedad guía todos sus actos, porque un cielo riguroso y un sol mezquino les aseguran lo necesario, pero no lo superfluo. Y , a pesar de lo ingrata que es la Naturaleza con ellos, aman de todo corazón este pedazo de tierra que los vio nacer y el estrecho horizonte que circunscriben las altas cumbres, y, bajo aquel breve trozo de cielo y en la entraña de aquella tierra, ellos quieren que su carne se pudra cuando el último sueño cierre sus párpados... Y si el ansia de otra vida más amplia les arrastra a la emigración, ni un sólo instante dejan de añorar sus montañas queridas, y la nostalgia, la morriña, muerde en su corazón con los acerados dientes del recuerdo. ¡Patria, hermosa patria! ¡Qué ingrata eres a veces, y, sin embargo, cómo al recordarte en nuestros soliloquios, el alma vuela a encontrarte, y el corazón acelera su latido y en los ojos asoman las amargas lágrimas que tu ausencia hace brotar! ¡Qué emoción, indefinible para quien no la haya experimentado, la de escuchar, al azar, una canción, unas notas musicales que despierten tu recuerdo! ¡Parece como si la voz de la madre nos llamara quedamente, y como si en nuestra frente sintiéramos el calor del último beso!... Comprendemos por qué los jóvenes suizos que servían como soldados mercenarios en las milicias extranjeras, cuando escuchaban algunas de las melodías pastoriles de los Alpes, sufrían este intenso dolor de la nostalgia, hasta tal punto que hubo de prohibirse estos cánticos en sus batallones, porque aquellos sones hacíanles llorar, y, a veces, desertar y aun morir (i). Viviendo en plena Naturaleza, en lo más arisco y salvaje del territorio español, bloqueado por la nieve durante seis o siete meses, y en plena montaña, cuidando de sus ganados o haciendo acopio de hierba en el resto del año, las gentes de los Picos de Europa encuentran en la caza, en esta caza heroica del oso y del rebeco, el deleite mayor para su espíritu aventurero y audaz. En cualquiera de vuestros viajes por estas aldeas perdidas en la montaña, encontraréis fornidos montañeses, a quienes la admiración popular ha rodeado de una aureola de héroes por sus proezas en la caza del oso o algún episodio de su vida montaraz, en que revelaron su valentía y su serenidad ante el peligro.En las comarcas de Caín y Cabrales tienen fama de contar entre sus hijos los mejores trepadores de rocas y los más decididos cazadores de rebecos. Los de Caín, sobre todo, gozan en todos los Picos de Europa de esta merecida reputación. Alejandro Pidal, gran conocedor que fue de estas montañas, entre cuyas rocas buscaba el descanso a que su labor de político y escritor se hacía acreedora, refiere uno de estos episodios, que retratan el valor de los cainejos y su osadía casi temeridad en la caza del rebeco. -Ahí, sólo esos demonios de cainejos pueden cazar, que se pegan como moscas en las peñas-. Son de Caín, de un pueblo colgado ahí abajo, adonde no se puede entrar ni salir, y donde todos viven de la caza… Ahi los tenéis -añadió, señalándome las más tajadas aristas de un insondable precipicio. Seguí con los ojos el tosco cayado del pastor, y se me heló la sangre en las venas. Un ser, con figura humana, acababa de aparecer en medio de la arista de una encumbradísima peña cortada en pico, sin que pudiera comprender cómo humanamente podía sostenerse allí, en aquella luciente y bruñida vertical, colgando sobre el abismo. Un grito salvaje, ronco, resonó en las concavidades del joo (hoyo). Un peñasco ciclópeo, sacado de su secular equilibrio por el brazo poderoso del cainejo, cayó, no rodó, por la pendiente, y chocando contra la punta de las peñas ensordeció el valle entero. Los rebecos, que se refrescaban, acostados, en las grandes manchas de nieve, se pusieron en pie, irguieron las cabezas, adornadas por los airosos cuernecillos, y el poderoso macho que los capitaneaba, lanzando un penetrante grito, se lanzó al galope, seguido de toda la manada. 
No tardamos en oír una detonación, y entre el humo producido por el disparo, vimos levantarse de una peña, suspendida en el borde del desfiladero, a otro cainejo, que, corriendo tras el rebeco despeñado, le alcanzó, le remató y le degolló, y aplicando sus labios a la herida, bebió largamente y con delicia la caliente sangre del gallardo habitante de los precipicios. Desde entonces, en todas mis expediciones a la montaña, me he hecho acompañar por los cainejos. Al poderoso brazo de uno de ellos debo el poder contar lo que ahora escribo. 
Picos de Europa. Contribución al estudio de las montañas Españolas por Pedro Pidal (Marqués de Villaviciosa de Asturias y José F. Zabala).- 
Madrid 1918.-


Viviendo en plena Naturaleza, en lo más arisco y salvaje del territorio español, bloqueado por la nieve durante seis o siete meses, y en plena montaña, cuidando de sus ganados o haciendo acopio de hierba en el resto del año, las gentes de los Picos de Europa encuentran en la caza, el deleite mayor para su espíritu aventurero y audaz. Las Comarcas de Caín y Cabrales tienen fama de contar entre sus hijos los mejores trepadores de rocas y los más decididos cazadores de rebecos. Los de Caín, sobre todo, gozan en todos los Picos de Europa de esta merecida reputación. D. Alejandro Pidal, gran conocedor que fué  de estas montañas, entre cuyas rocas buscaba el descanso a que su formidable labor de político y escritor se hacía acreedora, refiere uno de estos episodios, que retratan el valor de los cainejos y su osadía y casi temeridad en la caza del rebeco.

-Ahí, sólo esos demonios de cainejos pueden cazar, que se pegan como moscas a las peñas. Son de Caín, de un pueblo colgado ahí abajo, adonde no se puede entrar ni salir, y  donde todos viven de la caza…. Ahí los tenéis-añadió, señalándome las más tajadas aristas de un  insondable precipicio. Seguí con los ojos el tosco cayado del pastor,  y se me heló la sangre en las venas. Un  ser,  con figura humana, acababa de aparecer en medio de la arista de una encumbradísima peña cortada en pico, sin que se pudiera comprender cómo humanamente podía sostenerse allí, en aquella luciente y bruñida vertical, colgada sobre el abismo. Un grito salvaje, ronco, sonó en las concavidades del joo (hoyo). Un peñasco ciclópeo, sacado de su secular equilibrio por el brazo poderoso del cainejo, cayó, no rodó, por la pendiente, y chocando    contra la punta de las peñas ensordeció el valle entero. Los rebecos,  que se refrescaban, acostados, en las grandes masas de nieve, se pusieron en pie, irguieron sus cabezas, adornadas con los airosos cuernecillos, y el poderoso macho que los capitaneaba, lanzando un penetrante grito, se lanzó al galope, seguido de toda una manada,por las escabrosidades de las peñas.

No tardamos en oír una detonación, y entre el humo producido por el disparo, vimos levantarse de una peña, suspendida en el borde de un desfiladero, a otro cainejo, que, corriendo tras el rebeco despeñado, le alcanzó, le remató y le degolló, y aplicando sus labios a la herida, bebió largamente y   con delicia la caliente sangre del gallardo habitante de los precipicios.

Desde entonces, en todas mis expediciones a la  montaña, me he hecho acompañar por los cainejos. Al poderoso brazo de uno de ellos debo el poder contar lo que ahora escribo; no hubiese sido posible, sin su ayuda, aquella vertiginosa bajada desde el más alto de los Picos de Cornión emprendimos, huyendo de la tormenta que amenazaba envolvernos en lo más peligroso de las montañas, hasta vislumbrar a media noche la luz que arde perpetuamente en la sagrada cueva de Nuestra Señora de Covadonga.

Acompañábanme en aquella expedición el célebre canónigo de Covadonga y Roberto Frassinelli. Aun me estoy viendo, después de seis mortales horas de bajada a plomo, primero por las peñas y luego arrastrándonos  por las nunca pacidas ni segadas hierbas de la Cabritera, y, por último, suspendidos  de los árboles que brotan en aquellas paredes, paralelos al suelo, agotar el pequeño depósito de una fuente, alimentado por un tenue hilillo de agua.

¡Terrible momento! Uno de nuestros compañeros, el guía Ruperto, de Caín, suspendido a muchos cientos de metros de altura del cañón de su carabina, que había  introducido  en el agujero de una lisa e interminable pared de peña, para alcanzar con los pies una imperceptible cornisa, convencido de la inutilidad de sus esfuerzos, luchaba en vano por retroceder.

¡Qué instante de angustia!….. Mientras nosotros, más seguros sobre nuestros pies destrozados, contemplábamos, aterrados, aquella escena, oíamos a don Máximo pronunciar las sagradas palabras de la absolución in articulo mortis, mientras su mano, abandonando la escopeta, trazaba el signo redentor en los aires. Como si Dios hubiese  reanimado sus fuerzas, Ruperto  hizo un esfuerzo desesperado y supremo, y consiguió izarse nuevamente sobre los pies en la cornisa abandonada…. Momentos después corría  como si tal cosa por las asperezas apenas salientes de la tajada peña,  estimulado por nuestros aplausos y nuestras voces de alegría.”

Picos de Europa. Contribución al estudio de las montañas Españolas por Pedro Pidal (Marqués de Villaviciosa de Asturias y José F. Zabala).- 
Madrid 1918.





































































































































































 

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