Caranga

Textos:
-La regenta.
-Vejeces.
-Tigre Juan.
Caranga  - Pueblo del concejo de Proaza. Presenta un rico patrimonio rural tradicional, como casas abaldonadas, hórreos y paneras, muchos de ellos están en ruinas. Destaca la ermita de San Mamías, construida en 1763.



La Regenta 

En una ciudad de provincias, Vetusta, vive Ana Ozores, de familia noble venida a menos, casada con Don Víctor Quintanar, regente de la Audiencia, del cual le venía el nombre, la Regenta. Ana se casó con Don Víctor en un matrimonio de conveniencia. Bastante más joven que su marido, al que le une más un sentimiento de amistad y agradecimiento que de amor conyugal, su vida transcurre entre la soledad y el aburrimiento. Es una mujer retraída, frustrada por no ser madre y que anhela algo mejor y desconocido. En esta situación, la religión es la única válvula de escape dentro de la ciudad. Conoce a Don Fermín de Pas, Magistral de la catedral, el cual se convierte en su confesor. Ana siente una gran atracción y admiración por él. Pero la religión no le basta. 
Conoce a Don Álvaro Misael Don Juan de Vetusta, el cual está enamorado de la Regenta. Ésta, desde que lo conoce ya no se siente tan triste. El Magistral está celoso. 
Ana y Álvaro se hacen amantes. El Magistral se acuesta con Petra, la criada de Ana, a la que le dice que espíe a Ana y a  cambio la convertirá en su nueva criada. Petra, un día, le cuenta que ha visto cómo Ana se acuesta con Don Álvaro, el cual trepa por el balcón de la habitación de la Regenta. El Magistral urde un plan. Le pide a Petra que adelante una hora el reloj de  Don Víctor, el marido de Ana. Éste ve a Don Álvaro saltar del balcón de su mujer. Lo reta a duelo y, en el mismo, Don Álvaro mata a Don Víctor y huye. Ana se entera de todo cuando Álvaro le escribe una carta contándole lo ocurrido. Cae enferma durante un mes. Al cabo de un largo tiempo se decide a salir para dirigirse a la catedral para ver si de nuevo encontraba el consuelo en la religión. El Magistral la observa con cara de asesino. Ana siente miedo y cae desmayada. El Magistral se marcha dejándola tirada en el suelo. Celedonio, al encontrarse a la Regenta desmayada, la besó en los labios y ésta sintió que la  besaba un frío y asqueroso sapo. 


La Regenta, la Regenta! dicen que es una señora incapaz de pecar, pero, ¿quién sabe?. Algo había oído de lo que se murmuraba. Era amiga de algunas beatas de las que tienen un pie en la iglesia y otro en el mundo; estas señoras son las que lo saben todo, a veces aunque no haya nada. Le habían dicho; sobre poco más o menos, y sin estilo flamenco, lo mismo que Orgaz contaba en el Casino dos días antes: que don Alvaro estaba enamorado de la Regenta, o por lo menos quería enamorarla, como a tantas otras. Fragmento de la Regenta. 
Mientres Tuxa la de Antona,    Paraxismera i melgada
E na fuente del lugar    Llenaba la so ferrada.
Antonin el de Pachona,     Que ciegu la enquillotraba.
De sos desdenes quexosu       I prendadu de su cara
Estes plátiques i dixo        Con voz aquexodumbrada:
Penosina de la Peña,      Rosa de la mió quintana.
La de les rises melgueres,     La de la voz regalada.
Mas cuca que por San Xuan      La cereza colorada,
Y mas que la flor de mayu      Coida pe l´alborada:
Que non me mires por Dios,       Tan gayaspera i lliviana.
Que maten les tos mirades       Como tos enoxos matan.
Desque te ví aquella noche    A la lluz de la lumbrada.
Embelesu de los mozos       I la flor de la esfoyaza,
Co les sartes de corales,   Co la melena rizada
I la cintura ceñida        De la cotilla floriada.
Tuviérate de la fuente    Por la misteriosa Xana
Para guardar los tesoros         D´algún moru allí encantada.
Si non supiera que fuiste    Para miós cuites criada.
La moza más desdeñosa.   Como yes la mas galana.
Tu cantes, riste i treveyes,    Vas i vienes de la danza.
Sin date pe les miós penes,    Nin siquiera una corbata.
¿Por quién pienses que yo pongo    La mió  montera rizada.
Y medides de Candás     Cuelgo de la botonada,
Y traigo medies azules     I la faxa colorada.
I escapularios de seda      So la camisa abrochada.
I el ramu de siemprevives      E na montera terciada?
¡Ay Anton! non soy de piedra,    Ni el to cariñu m´enfada.
Si supieres ... (non lo digo)     Lo q´acá dientro me pasa,
De otra manera falares      D´otru modu me trataras
Que si sé querete bien,      So vergonzosa y rapaza
I bien sabes que estó      Al galanteu avezada.
Toma, toma esos ferretes     I esa cinta colorada.
Ye de abrochar la cotilla     Para dir á la esfoyaza
I á nadie la diera yo         Que non quixera de gana.
Cuélgala del to chalecu        I si quiciaves topara
Otra neña to cariñu         Q´el que me debes robara.
Mírala en tientes i dí:       Esta cinta colorada.
Diómela Tuxa d´Antona      Vergonzosa i amoriada
En pagu del mió cariñu         I en prueba d´enamorada. 









En la provincia de Burgos hay un pueblo que se llama Espinoso de los Montes nombrado por toda España.
Muy cerca de esta ciudad y en una aldea cercana habitaba un matrimonio de familia muy honrada. El se llamaba Francisco y su esposa doña Sara,  La cual falleció de parto al quinto año de casada, quedando solo Francisco con tres hijitos pequeños, trabajando escasamente para darles alimento, y a cabo de algunos meses Francisco empezó a pensar que él solo con los chicos no se podía arreglar y para bien de sus hijos al momento se casó con una mujer villana, la cual fue su perdición.
Al casarse, el pobre hombre a su esposa le dijo: Desde hoy serás la madre de mis desgraciados hijos. Como madre les darás educación y cariño, pues ya sabes que los pobres se encuentran huerfainitos. Yo, si Dios me da salud, con afán trabajaré para que en nuestra casa no nos falte de comer.- Poco tiempo se pasó de amor y tranquilidad, pronto empezaron las guerras, los celos y la maldad.Cuando aquel honrado padre de su trabajo venía, aquella mujer ingrata a su esposo le decía: Son tan traviesos tus hijos que no les puedo aguantar. Aunque me duela en el alma les tengo que castigar. Me hacen mil travesuras, no me quieren respetar; hoy me han roto un plato y una jarra de cristal. Pero entonces el marido, creyendo que era verdad, a sus inocentes hijos empezó a castigar. Un día el niño mayor de rodillas se postraba ante su padre llorando, diciendo estas palabras: Padre de mi corazón, no crea usted en nuestra tía, que todo cuanto le dice  es una pura mentira. Desque usted se va al trabajo  más que pan seco y agua, con una vara que tiene siempre nos está pegando y dice que poco a poco así  nos irá matando. Si no mira por nosotros yo me voy con mis hermanos a pedir una limosna donde los buenos cristianos.  Pero entonces el marido, lleno de ira y furor, a la ingrata de su esposa seriamente reprendió. Pero la gran criminal no le contesta palabra, guardando en su corazón la más terrible venganza. Y al otro día siguiente, cuando  el marido marchaba, se levanta la traidora para cometer su infamia. Se dirige al aposento donde los niños estaban, cogiéndoles por el pelo los arrastra hasta la cuadra, y una vez allí encerrados, sin piedad ni compasión, como si fueran corderos el pescuezo les cortó, dejando sus cuerpecitos  que al verlos daba dolor. Pero aquel día Francisco, en lugar de ir a trabajar, dio la vuelta del camino y se volvió a su hogar: Quiero saber lo que pasa con mis desgraciados hijos, Y cuando entra en su casa y en un rincón de la cuadra los encuentra hechos pedazos los hijos de sus entrañas, sin amor y sin sentido  aquel hombre se quedó. Pero mas cuando aquel hombre el sentido recobró se lanza sobre su esposa lleno de ira y furor y con el mismo cuchillo que a los tres hijos mató hasta nueve puñaladas sin vacilar le pegó. Viendo su cuerpo cadáver a la autoridad se entrega, dando cuenta a la justicia de esta desgraciada tragedia. Y aquí termina la historia de esta terrible desgracia que tanto dolor causó en toda aquella comarca. 

Vejeces
Al llegar a mi edad, la primavera se parece al otoño a su manera. Pensando en el amor, que ya no siento, aprendo a despreciar el pensamiento. Cursa la ciencia del vivir y admite que el grado de doctor lo da la muerte. Fueron, en otra edad, los ruiseñores, para mí los teólogos mejores. Por mujer, bella y joven, te deseo que creas al leerme que chocheo. 
Era en el obscuro; sobre mi pecho sentí una mano;  en las tristezas del pobre lecho me visitaba Dios soberano. Era la mano de luz; caricia de lo Infinito, callado premio, misterio - madre- Lloro en espíritu por la delicia que al miserable dulce bohemio le otorga el Padre.
Nunca oirás de mis labios que mi vida no tiene para mí más atractivo  que atizar esta llama que, escondida, es el solo alimento de que vivo. 
Leopoldo Alas Clarín.-

Tigre Juan.
La Plaza del Mercado, en Pilares, está formado por un ruedo de caducas corcovadas, caducas, seniles. Vencidas ya de la edad, buscan una apoyatura sobre las columnas de los porches. La Plaza es como una tertulia de viejas tullidas que se apuntalan en sus muletas y muletillas y hacen corrillo de la maledicencia.  En este corrillo de viejas chismosas se vierten todas las murmuraciones y cuentos de la ciudad. La Plaza del Mercado es el archivo histórico de Pilares. La historia íntima de las familias se conoce allí al pormenor; así los sucesos del día, apenas consumados, y aun en vías de gestación, como la suma innúmera de hechos que pertenecen al antaño. El caudal histórico, embalsado  en este pequeño recinto, es historia viva, narración oral, que va circulando de boca en boca y de una en otra generación. No hay, en la ciudad, hogar tan arcano cuyas interioridades no sean averiguadas, referidas  y glosadas en este corrillo de viejas fisgonas. El secreto, aun el más púdico, de cada hogar  se escapa por la cocina  en derechura al mercado. Una caduca con dos ventanas, tuerta de una de ellas, que se la cubre, como parche de tafetán, una persiana verde, y la otra chispeando la malicia alegre, a causa de un rayo de sol crepuscular, y con la boca del único balcón torcida en mueca cazurra, parece que acaba de dar alguna nueva noticia sabrosa. Todo en redor de la Plaza del Mercado al fondo de los soportales, hay tiendecillas angostas y profundas: la mayor parte, establecimientos de tejidos catalanes; luego, abacerías, carnicerías, talabarterías, alguna cerería, comercios de paquetería al detalle. Lo más del tiempo, estas tiendecillas permanecen sumergidas en reposo y mudez, huecas, negras, como nichos, vacíos aún, en un muro de cementerio, salvo jueves y domingos, días de mercado, que desde la hora prima de la mañana la Plaza comienza a borbollar con espumosa muchedumbre de puestos del aire, con toldos de lona agarbanzada, al modo de un campamento o una flota de galeones a toda vela. El puesto de Tigre Juan se distinguía de los demás por varias particularidades. No estaba situado en el hueco central de la Plaza, sino en un ángulo, entre dos columnas cuadradas de granito; mitad bajo los porches, mitad en abertal. Era un puesto permanente: todas las horas del día y todos los días del año. En vez de toldillo de lona, como los demás, poseía a manera de un caparazón, acoplado con tres enormes paraguas e varillas de ballena, regatón de bronce y puño de asta; uno morado, color del estandarte de Castilla; otros dos, rojo y gualda, los tonos del pabellón nacional. No se sabe si la selección de colores era obra del acaso o alar de patriotismo. Por fuera del paraguas se alineaban, con zigzag de baluarte, unos cestos formidables o maconas, abarrotados con diversidad de leguminosas y granos; garbanzos de Fuentesaúco, lentejas y titos mejicanos, judías del Barco, maíz argentino y de la tierra, guisantes, castañas pilongas, avellanas. Algún barril, además, con sardinas arenques prensadas, que se desplegaban adherida unas a otras. Había también unos cajones, convertidos en estantería, con libros usados; y un comodín de muchos bajoncillos, rematado en pupitre, donde campeaban dos plumas verdes de ganso, espetadas en un tintero fraulino de loza azul. Por último, de uno de los paraguas colgaba un cartelón, con este anuncio: Tigre Juan Memoralista, Amanuense y Sangrador. Tigre Juan- Ramón Pérez de Ayala. 

Era Tigre Juan un hombre alto y sobremanera enjuto. Siempre se le veía en su puesto del aire. Apenas dormía. Levantábase con el alba y salía al campo a recoger hierbas de virtud medicinal.  De vuelta a las siete de la mañana, erguía en la plaza su tinglado y no se retiraba de allí hasta las siete de la tarde, que se encerraba  en casa a elaborar menjurjes y pildorillas. Al posar en la vecina iglesia de San Isidoro  el Angelus meridiano, una criada viejísima,  tuerta y con jeta de bruja, la Güeya de apodo, le traía al puesto un humeante pote de barro vidriado, que Tigre Juan colocaba entre las rodillas y de él comía despaciosamente, con cuchara de boj. A las nueve de la noche solía tomar, en pie, un refrigerio frugal, y en concluyendo, luego que el sobrino le leía por encima un diario de Madrid, iba a jugar naipes, no más de dos horas, a la tienda de una señora conocida. Tigre Juan. Ramón Pérez de Ayala.
























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