Ruta de las Peregrinaciones: Cangas de Onís-Covadonga. Etapa VI.






Textos:
-La gruta de la Virgen.
-Dibujo de Luis Luarca Navia.
-Un camino a Covadonga.
-Covadonga.
-Don Roberto Frassinelli.



Covadonga hace cien años 

La gruta de la Virgen
La bóveda se acaba en seguida; el techo de la escalera se convierte de improviso en roqueño; es un trozo de peña viva, lo cual le tiene sin cuidado al sacristán que sube escalón por escalón y como si llevara una tonelada en cada zapatilla de orillo. Espoleado por la impaciencia me trago  en dos saltos todos los tramos. He aquí la cueva. Por querer ver mucho, no distingo de pronto nada. El simbolismo del lugar es tan grande, que nunca ha sentido emoción más intensa ni ante los monumentos artísticos de mayor hermosura. Misteriosas influencias del medio ambiente, que hacen que un grito de independencia lanzado siglos atrás en esta cueva repercuta aun en el pecho de los viajeros que la visitan.
El interior de la histórica gruta es fácilmente abarcable de una ojeada. La cueva parece abierta á un tercio de altura de la enorme peña en que se enclava, en el monte Auseva, como á unos 30 metros sobre el nivel del suelo, y descansando en los salientes picos de sus fauces inferiores se ha tendido un pavimento de tablas, limitado por una barandilla que defiende a los flojos de cabeza de la atracción del vértigo; esta barandilla engárzase por un lado en la roca y por otro en una capillita de madera que sirve de albergue á la Virgen, y que debiera de proscribirse del lugar por atentatoria al buen gusto. La imagen estuvo en tiempos sobre una mesa con sabanilla entre dos velas, sin más hornacina que la labrada por la misma naturaleza, y así resultaría llena de majestad en su suprema sencillez. En fecha reciente la piedad ha instalado a la milagrosa efigie en un casetón de mal gusto y de extravagantes colorines la bizantina vivienda actual de la dulce Señora. 
Lo primero que atrae en cuanto se penetra en la cueva, es el panorama que desde el balcón se disfruta. ¡Qué encanto!La distancia no es tan remota que resulte el paisaje un plano topográfico, ni tan próxima que se eche encima. Al pie de la peña hay un rellano de meseta donde termina el camino de subida, que se pierde culebreando hacia la izquierda, en la misma dirección que un riachuelo gijoso que baja  saltando desde la cima de un monte por una tortuosa cañada.
Otra ruta con pretensiones de carretera, en construcción todavía, y  que pronto se convierte en pedregosa senda, asciende por la derecha también, al lado aunque en sentido opuesto de la corriente; por ahí se va al lago Enol, inabordable hoy por el  temporal. Observo que casi todas las rutas del valle tienden a juntarse con el agua bulliciosa; me explico la sugestión, porque jamás he visto hilos de espuma ni burbujas más cristalinas. Aquí y allá salvan el lecho rústicos puentecillos y un puente ya “persona mayor” con barandilla de hierro, inmediato a un pueblecito reclinado en un ribazo.  Multitud de casitas que se comunican por veredas, blanquean desperdigadas por lomas y collados, y cierra, por último, el término una cadena de montañas altísimas que tocan en las nubes y se dan la mano, convirtiendo el sitio en un gran hoyo.
Imagínese ahora el lector todas estas laderas y vertientes, contempladas  desde un punto alto, cubiertas de una bravía vegetación que alterna sus tones oscuros con los claros de los musgos y céspedes, cruzado de arroyuelos y torrenteras, desierto el lugar y tamizado por las hiladas de la lluvia que cae en diagonal, formando un espeso velo de agua y confundiendo su rumor de aguacero con el de los saltos de las cascadas, y se comprenderá que no acierte uno á separarse del mágico balcón.
Fascinado por la grandiosidad natural é histórica de este sitio, Carlos III, quiso perpetuar su recuerdo levantando una basílica que dejase dentro de su recinto la simbólica cueva, y á tal fin construyó, adosado á la roca, un petril de mampostería de 90 pies de alto, soberbia construcción que permanece inalterable aunque tapizada, por los años, de yedra, de la misma yedra de la peña. 
Un viaje a Asturias pasando por León. Alfonso Pérez Nieva. Madrid 1895.- 

Invierno. Luis Luarca Navia. 

La última etapa del Camino a Covadonga, o ruta de las peregrinaciones.  Salimos de Cangas de Onís en fuerte ascenso hasta alcanzar el área recreativa de El Llano del Cura.  Antes de una hora llegamos a la portilla de acceso a La Valleya, desde donde seguiremos ascendiendo hasta Següenco.
 Atravesaremos el pueblo de Següenco, donde podemos desviarnos a su mirador, y caminaremos por pista  ancha hasta entrar en el Parque Nacional de los Picos de Europa.  
Aquí la pista se transforma en un camino carretero con piedras salpicadas y que asciende ligeramente hasta llegar a la majada de Najuentes, donde existen unas cabañas.  Un poco más adelante iniciamos el descenso  hacia Covadonga y ésta es la parte más complicada  de la etapa  por el suelo resbaladizo y por la ausencia de marcas en el  camino. Pasaremos por una  zona embarrada antes de entrar en un pequeño bosquecillo, pasar una portilla y entrar en las praderías de Peñalba y ver sus cabañas.  Allí enfilaremos un camino entre muros de piedra para tomar la senda que ya nos va a llevar hasta el Santuario, fin de esta ruta. 

Un camino a Covadonga
   El camino, que no era más que un sendero de mulas, se elevaba bastantes miles de pies, zigzagueando  hacia arriba  a través de un inmenso barranco, que de hecho estaba intacto y a salvo de inmensas rocas salientes y cavernas donde mineros emprendedores habían dejado rastro de su osada subida al pico más alto. Con nuestro ánimo reconfortado y disfrutando  de buen tiempo, el primer ascenso fue rápido, y tan rápidamente y a tanta altura subíamos  que durante mucho tiempo pudimos ver a lo lejos la casa de nuestro amigo.
Al fin alcanzamos la nieve, que con el sol  se estaba derritiendo y dejando  húmedo y resbaladizo  el suelo, tan desagradable para los caminantes. A medida que el camino iba siendo  gradualmente cubierto por la nieve, podíamos orientarnos mediante las indicaciones y nuestra experiencia de montañeros. Llevando siempre la iniciativa, ya que mi amigo estaba menos acostumbrado que yo a la nieve, yo marchaba delante y hacia arriba cuando, al echar un vistazo, me di cuenta con horror  de que había perdido su alta figura, pero al cabo de un instante escuché un grito de socorro, y mirando en todas direcciones, al final descubrí una bota en el aire: mi amigo había caído en una cavidad cubierta de nieve en polvo. Le grité que permaneciera  quieto, salté  hacia abajo y tomando una posición más baja de donde él había caído y a costa de denodados esfuerzos, lo saqué,  más asustado afortunadamente que herido,  aunque a juzgar por la oscuridad, la cavidad era  probablemente  muy profunda y él quedó  cabeza abajo  y colgando de las piernas. Más tarde, ya riéndonos  del percance,  continuamos  la marcha con más prudencia que antes hasta que, de pronto,  encontrándonos frente a un enorme y singular precipicio bajo las rocas, un eco me golpeó.
La nieve estaba blanda y resbaladiza;  todo eran  rocas aglomeradas, ahora invisibles, y nosotros procedimos, guiándonos  solamente por el instinto  de montañeros. De pronto oí a mi amigo decir: “Mira esas pisadas en la nieve”. Allí estaban,  bien marcadas y recién pisadas, las huellas  del paso de un oso, probablemente de una familia  de tres -padre, madre e hijo- en su paseo de invierno. De todas maneras  no avistamos tales osos,  pero desde aquel momento me arrepentí de no llevar conmigo una pistola, un revólver  u otra arma, y pensé con preocupación en las raciones de carne  de vaca que portábamos para nuestra supervivencia, y en la probabilidad de que algún lobo hambriento las localizara  a través del olfato. Apenas habían pasado por mi mente  estos pensamientos cuando, unas cien yardas por encima de nosotros,  en un largo camino  cubierto por la nieve que al principio estaba  oculto por una roca perpendicular, una tropa compuesta por unos quince corpulentos lobos  marchaba en fila delante de nosotros. Doce meses antes  había leído en el Daily  Telegaph  una curiosa  y sensacional historia de los Picos de Europa, algo así: “En un pequeño y aislado pueblo de uno de los valles menos conocidos de las regiones más altas, por Nochebuena, se oficiaba la misa  en una pequeña iglesia parroquial, y el pueblo se hallaba medio enterrado en la nieve.  Apenas iniciado el servicio litúrgico, una manada de lobos atacó por sorpresa al templo  y sus ocupantes, y los animales  entablaron  una fiera pelea con los fieles  aterrorizados….. Nadie supo  del lugar hacia donde escapó el sacerdote,  pero el sacristán,  haciendo alarde de muy buenos reflejos, subió rápidamente al púlpito y comenzó a ladrar como un perro: los lobos huyeron  atemorizados  y las cosas se calmaron”
Teniendo esta improbable historia en mente realicé la misma operación  con la manada que mi amigo y yo teníamos delante: imité el sonido más parecido y más alto  del ladrido de un can que yo pudiera lograr.  El efecto seguido  resultó ser muy curioso: al principio,  la larga hilera de lobos nos devolvió su sonido, y como si de una compañía de soldados se tratase  y obedeciese la orden de “¡Adelante!”,  los animales comenzaron a rechinar los dientes del modo más desagradable.  Pero al seguir yo con mis “ladridos”, para nuestro alivio vimos como era dada la orden de retirada  por parte del cabecilla  de aquellos mamíferos carniceros; y no con desgana, sino de muy buenas maneras, el enemigo desapareció  de nuestra vista.
El ascenso era ahora enteramente sobre la nieve, que afortunadamente, debido a la región fría a la que nos estábamos aproximando, se hallaba  bastante congelada. Y a excepción  de otra manada de lobos que divisamos a cierta distancia, y de las huellas  de un oso grande seguido evidentemente por su descendencia, nada importante nos ocurrió hasta que alcanzamos la cima, a unos 8.000 pies sobre el nivel del mar. Durante las dos últimas horas las cumbres habían  sido gradualmente cubiertas de nubes,  y  una ventisca de nieve y de aire frío del Norte nos azotó la cara. 
Descansando durante algunos minutos  protegidos por unas rocas, nos enfrentamos a las ráfagas e iniciamos el descenso de la pendiente norte,  aunque no podíamos  distinguir muchas yardas de camino seguro ante nosotros. El camino al principio estaba bien definido  en aquellas zonas donde el viento lo había desnudado de nieve, pero las grandes ráfagas de viento nos obligaban a realizar pronunciados giros, ocasionalmente peligrosos  en  las inmediaciones de terribles precipicios. Eran casi las tres de la tarde cuando llegamos a un lugar donde se había acumulado una montaña de nieve haciendo  desaparecer todo rastro de camino. 
 Habíamos caminado durante algún tiempo con la nieve hasta las rodillas, estábamos empapados, nuestra barba era  un bloque de hielo, el tabaco se nos había humedecido y las cerillas eran ya inservibles…. Pero entonces pensé que era preciso hacer cálculos: la primera pregunta  fue si mi compañero conocía el camino. Si, lo conocía si no hubiera habido nieve, ni una cegadora aguanieve, ni una oscuridad como la que se estaba aproximando. Fui consciente  del peligro de movernos, ya que estábamos rodeados de precipicios, y propuse tres maneras de actuar:  la primera consistía  en seguir adelante  a pesar de los peligros; la segunda, volver por el camino que habíamos  recorrido; y  la tercera  cavar una casa de nieve en uno de aquellos terrenos y permanecer allí hasta que la tormenta pasara.   Antes de decidir, mi amigo dijo que haría otra exploración,  y la intentó durante  unas cincuenta yardas,  pero volvió dejando claro que no podía  ver más que peligro  en cualquier dirección. Así que abandonamos la idea de seguir adelante, de modo que sólo quedaban dos de las propuestas, que rápidamente convertimos en una, ya que nos acordamos de los lobos y los osos y de su nada agradable compañía  en aquellas noches de invierno. Habiendo optado por regresar, pusimos el mejor empeño posible en el asunto, y debo decir  que durante el esfuerzo físico de tener que subir nuevamente, nuestras fuerzas flaquearon y nos reímos  francamente por  nuestros numerosos tropezones y caídas en la blandura de la nieve, que casi nos llegaba a la cintura. Nunca olvidaré  el cansancio de las piernas, ya que a cada paso debíamos  desenterrarlas  y pisar tan lejos como fuera posible. Eran casi las cuatro y media cuando, jadeando y bastante más calientes por nuestro esfuerzo pero medio famélicos y casi a punto de comer la carne de vaca cruda que llevábamos, volvimos a alcanzar  la cima o col,  y, a cubierta de una roca, respiramos dando gracias por lo pasado y  confiando en el futuro. La pendiente sur  que ahora descendíamos presentaba un aspecto diferente  al de hacía unas horas: habían caído copos  blandos y  grandes, y a excepción de las rocas que sobresalían, se habían cubierto  todas las marcas del camino, aunque, guiados sólo por la dirección, logramos bajar. Tan fríos y miserables como nos sentíamos nos confortamos  el uno al otro  dándonos ánimos y relatando anécdotas ocasionales, e incluso  recurriendo a una canción alegre  cuyas notas morían al hacer eco  ante los Picos. Solo  en un tramo, nuestro rápido descenso fue impedido: tuvimos  que saltar de una roca que sobresalía, ahora tan resbaladiza  como el cristal al caer  la helada de la tarde, hasta una pendiente de quinientas yardas de anchura cubierta totalmente de nieve  que terminaba en una hondonada de muchos cientos de pies de profundidad, a donde nos precipitaríamos  si el pie resbalara o se moviera.  Con mi experiencia  de los Alpes y el Himalaya dejé la roca y  salté resueltamente, posando los pies con precaución  y con una serie de rápidos botes, pero a salvo en una roca del lado opuesto. Al darme la vuelta vi que mi compañero no estaba contento y se encontraba todavía aferrado a la roca resbaladiza  y pidiendo ayuda. Cuanto más le decía que saltara, el más protestaba  de que no podía  y al final probablemente perdería el control; llegó a pedirme que siguiera y le dejara morir allí… Me reí  y le prometí acudir en su ayuda, lo que hice dando marcha atrás; y brindándole mis hombros para que se apoyara, le bajé poco a poco, siguiendo mis huellas y dejando atrás  el peligro.  Cuando dejamos la nieve, la tormenta de lluvia fría  cambió gradualmente: primero aguanieve,  empapándonos, y después un verdadero aguacero  que se mantuvo hasta el amanecer. De todas las maneras estábamos llevando bastante bien ya que nuestro camino, aunque muy escabroso, aparecía ahora bastante definido  a medida que llegábamos al valle, que sólo puedo definir  como un humo denso y oscuro. Se trataba de  niebla o de nubes, pero aparecía  ante nosotros como el humo de la chimenea de un barco a vapor. Le pregunté a mi amigo si sabía de qué se trataba, pero no me lo pudo decir. Sin embargo, en menos  tiempo de lo que escribo, se tornó  oscuro como boca de lobo, hasta tal punto que mi acompañante  y yo, tan próximos  uno del otro, éramos invisibles para nosotros mismos. 
A fuerza de nuestros palos  sobre las rocas y de llamarnos constantemente, evitamos  separarnos  mientras seguíamos el descenso.  Habíamos bajado a tientas durante media hora cuando nuestras varas indicaron que no había continuación  del camino,  e incluso arrodillándonos sólo pudimos comprobar con el tacto  el vacío en todas las direcciones.
  Vacilantes, escuchábamos  atentamente cualquier sonido que nos orientara, ya que éramos conscientes  de que no podíamos encontrarnos muy lejos de la casa de nuestro amigo inglés. Y a los pocos minutos  nuestra alegría fue inmensa al escuchar  el cencerro de una vaca de su rebaño, justo bajo nosotros. Gritamos tan alto como pudimos, y las frías colinas parecían burlarse de nosotros, en la todavía tierra de nubes.  Escuchamos al fin una voz, y pronto fuimos descubiertos por los sirvientes, quienes guiados por nuestras voces, llegaron a nosotros con una linterna y nos sacaron de lo que por la mañana vimos que  era un precipicio muy peligroso,  casi  un barranco de quinientos pies. 
Mars Ross y H. Stonewhewer-Cooper.  (s.XV- XX)-Asturias vista por viajeros. Volumen  III.-


Covadonga.

Covadonga no es ni un pueblo ni una ciudad, sino un lugar lleno de edificios religiosos, con una fonda u hospicio, colindante para acomodar a los peregrinos. La fonda, un lugar modesto, dispone de un gran comedor y una docena de pequeñas habitaciones con establos en la parte de abajo, organizados de tal manera que los olores del piso inferior entran irremediablemente por las ventanas de las habitaciones. La comida es buena; los precios son moderados, ya que los fija el Gobierno, que es propietario del lugar.
La fama de Covadonga viene del año 718, cuando don Pelayo detuvo el avance de los árabes y los derrotó, victoria que tuvo como consecuencia inmediata la retirada de Gijón del general árabe Munuza, y posteriormente de toda Asturias. Esta victoria ha sido  naturalmente alabada y exagerada  hasta límites insospechados. Según  contaban, las fuerzas de don Pelayo habían quedado  reducidas a un simple puñado  de hombres, mientras que los moros juntaban un ejército de varios cientos y miles; los caídos en batalla sumaban por sí misma una cifra imposible  de imaginar… En cualquier caso aquí tuvo lugar la primera escaramuza, y la victoria se decantó a favor de los fieles godos que formaron una piña alrededor de Pelayo, aceptándole como líder; gradualmente fueron ganando confianza en sí mismos, hasta el punto de que esta victoria cambió las tornas: la Reconquista había comenzado.
Es absurdo imaginar que la cueva situada en la ladera de la montaña, por la que ahora se asciende a través de unas escaleras de madera,  ocultara  un día a las huestes de don Pelayo para caer sobre el enemigo a su paso por la zona: Pelayo tenía que contar por lo menos con unos cuantos centenares de hombres, y en la parte superior de la cueva no hay sitio  ni para esconder a cien. Los españoles que no conozcan el lugar afirmarán que “la cueva puede albergar a un batallón”.
Varios artículos baratos se encuentran  expuestos encima de unas mesas: rosarios, dedales, agujas para el pelo, broches, etc…, que son comprados por la gente con avidez. Durante todo el día puede verse a una multitud  procedente de todos los puntos del norte de España aglomerada  frente al santuario. Es un lugar  de los más frecuentados por los peregrinos; allí nos encontramos nuevamente con el anciano y el “bulldog” de su acompañante. Las mujeres deben llevar un vestido largo marrón y el pelo suelto sobre la espalda, caminar descalzas y llevar un rosario  en las manos. No puedo recordar cuántas indulgencias se ganaban con cada visita.
No nos resultó sencillo salir de Covadonga. El coche de línea sale a unas horas inconvenientes, y sólo lo hace en caso de que se llene,  mientras que otros vehículos regresan vacíos, y sabiendo que los visitantes no tienen otro medio de transporte ponen un precio totalmente abusivo. Nos subimos como pudimos  al minúsculo coche del panadero y descendimos por el valle. El panadero, disfrutando de la novedad y animado por la promesa de una buena recompensa, consiguió llegar justo a tiempo  para que pudiéramos coger la diligencia en Cangas.  Naturalmente, nosotros ocupábamos los asientos delanteros por la parte de arriba, los que nadie quería. Además, el coche iba hasta los topes, incluida la baca detrás de nosotros, que aparte de estar repleta de equipaje y mercancías de todo tipo, albergaba varios hombres, muchachos e incluso un ternerillo vivo”.
Hans Gadow. (1855-1928) Asturias vista por viajeros. Siglos XV al XX. Volumen primero. - leyenda

En el interior de la histórica gruta es fácilmente abarcable de una ojeada. La cueva parece abierta a un tercio de altura de la enorme peña en que se enclava, en el monte Auseva, como a unos 30 metros sobre el nivel del suelo, y descansando en los salientes picos de sus fauces inferiores se ha tendido un pavimento de tablas, limitado por una barandilla que defiende a los flojos de cabeza de la atracción del vértigo; esta barandilla engárzase por un lado en la roca y por otro en una capilla de madera que sirve de albergue a la Virgen, y que debiera de proscribirse del lugar por atentatoria al buen gusto. La imagen estuvo en tiempos sobre una mesa con sabanilla entre dos velas, sin más hornacina que la labrada por la misma naturaleza, y así resultaría llena de majestad en su suprema sencillez. En fecha reciente la piedad ha instalado a la milagrosa efigie en un casetón de mal gusto y de extravagantes colorines la bizantina vivienda actual de la dulce Señora….. 

Alfonso Pérez Nieva (1859-1931). Asturias vista por viajeros (s. XV al XX). Volumen segundo. -

Don Roberto Frassinelli
Murió en Corao, entre los vestigios  de la antigua colonia romana; cerca de Santa Eulalia de Abamia, donde estuvo el sepulcro del Rey Pelayo; a corta distancia  de Covadonga, donde dejará recuerdo imperecedero; a la vista de las Peñas de Europa, teatro de su vida salvaje y aventurera, y objeto de la pasión que le hizo olvidar todas las comodidades de la civilización y todas las aspiraciones de la vida.
Alemán  por todos cuatro costados, vino a España  en aquella época feliz  para anticuarios y bibliófilos, en que los tesoros de la desamortización se malbarataban en las ferias y baratillos en nombre del progreso y de las luces, y sus conocimientos literarios y artísticos, superiores a los de la generalidad de sus contemporáneos españoles, le produjeron  rica cosecha de adquisiciones arqueológicas. Su minucioso y exactísimo modo de dibujar le permitió conservar en verdaderas fotografías  de lápiz el recuerdo de monumentos arquitectónicos  que la piqueta revolucionaria  ha convertido en miserables ruinas. Carderera y Férnandez-Guerra decían que las inscripciones  copiadas por Frassinelli eran más fáciles de descifrar que los originales  esculpidos  en las antiguas piedras, y las carteras del arqueólogo alemán  conservan los restos de monasterios y castillos que descubrió en sus largas correrías  a pie, en los más apartados valles, de las más remotas montañas, y de los que ya no existe  ni la más lejana memoria.
Pero si el arqueólogo y el artista eran en su tiempo una notabilidad, arqueología y arte palidecían   en él ante  el culto ardiente  que profesaba a la naturaleza. Covadonga le enamoró la primera vez que, deslizándose por el angosto y tortuoso camino que desembocaba  frente a la cueva, se le apareció en toda la salvaje  majestad é histórica grandeza de aquel lugar, cuya extrañeza, según el cronista  de Felipe II, “no se podía dar bien a entender del todo con palabras”.




Don Roberto Frassinelli
Allí sentó sus reales, creando en la pintoresca aldea de Corao aquella casa modesta,  con su jardín primorosamente cultivado y su cueva  aquella cueva habitada, según la tradición, por el Cuélebre  fantástico y sanguinario, y de la que salía al obscurecer para vagar por su jardín la gigantesca lechuza domesticada por el sabio alemán, para reflejar  en sus anchas alas los plateados rayos de la luna.
Pero su verdadero teatro eran los Picos de Europa, Peña Santa, la Canal de Trea, los gigantescos Urrieles asturianos.
En ellos se perdía  meses enteros, llevando por todo ajuar un zurrón con harina de maíz y una lata  para tostarlo al fuego  de la yerba seca,  su carabina y sus cartuchos. Vino no lo bebía: bebía agua en la palma de la mano; carne, sólo la del robeco que abatía el certero disparo de su escopeta, y cuya asadura tostaba sobre la misma lata  al mismo fuego. Dormía sobre las últimas matas del enebro que avecinan la región  de las peñas  y de las nieves; se bañaba  al amanecer en los solitarios  lagos de la montaña, y al recogerse,  después de la penosa ascensión a los altos picos,  se refrescaba  revolcándose  desnudo sobre la nieve. En las noches de luna  trasladaba  a su cartera  los fantásticos picachos  de la caliza, los girones  desgarados de la niebla, los ventisqueros olvidados  entre las rocas,  el águila erguida  sobre la peña colosal,  el robeco trasponiendo la cortante arista  de la cumbre.
Yo cazé con él en aquella agreste y sobre toda ponderación salvaje comarca. Subí con él a las enriscadas majadas de Ario, le acompañé en la peligrosa ascensión de Peña Santa, descendimos juntos a los abismos por donde corre el espumoso Cares, y le vi atravesar impávido los ventisqueros, arrastrándose tranquilo sobre los imponentes argayos, y arrastrarse tranquilo por las verticales pendientes de las simas, agarrándose a las rugosidades de las peñas, a la grama que entre sus grietas reverdece, a la endurecida nieve petrificada en las umbrías por la indefinida acción del tiempo y del frío.


Don Roberto Frassinelli       
De noche nos guarecíamos  en una miserable cabaña sin más abrigo y poco más espacio que el de una hoguera, a cuyo alrededor nos agrupábamos; sin víveres apenas, pues no consentía mucha carga el género de nuestra expedición investigadora; acompañados, es verdad,  de los célebres  cainejos, los hombres-gamuzas  de aquella región, los ribereños de aquel mar de piedra, en cuyos inmensos  joos encuentran  de padres en hijos  el sustento de su miserable vida, y por fin el sepulcro para su trágica muerte.
Nunca podré olvidar la impresión  que me causaron  la primera vez  que los divisé  en compañía de Frassinelli.
Sentado en la más alta  cumbre de la majada, reponíame  apenas del  asombro  que me acababa de causar  la súbita aparición de las caladas agujas  y de las gigantescas torres de los Urrieles, a través  del tupido  manto de niebla desgarrado por las brisas del mar, y disipado y deshecho por los rayos del sol, y pidiendo noticias al más rústico de los cabreros que, apoyado en su cayada, me contestaba, sumido en la misma contemplación a pesar de su rudeza y de la costumbre, le preguntaba el modo mejor de verificar la ascensión a aquellos verticales picos.
-Ahí, sólo esos demonios de cainejos  pueden cazar….. que se pegan como moscas a las peñas,- me contestó.
—¿De dónde son esos  Cainejos? -le pregunté.
-¿De dónde han de ser? De Caín. Un pueblo colgado ahí abajo, a donde no se puede entrar ni salir, y donde viven todos de la caza…. ¡Allí los tenéis! -añadió  con el tradicional  tratamiento de su antiquísimo lenguaje, señalándome  las más tajadas aristas de un insondable precipicio. Seguí con los ojos el tosco cayado del pastor, y se me heló  la sangre en las venas. Como una mosca imperceptible  en el cuello de una botella, para seguir la comparación del pastor,  un ser con figura humana acaba de aparecer  en medio de la arista de una encumbradisima peña cortada a pico, sin que se pudiera comprender  cómo humanamente podía sostenerse allí, en aquella  luciente y bruñida vertical, colgada sobre un abismo. Un grito gutural, salvaje, ronco, resonó  en las concavidades  del joo. Un peñasco ciclópeo, sacado de su secular equilibrio por el brazo poderoso del cainejo, cayó,  que no rodó; por la pendiente, y chocando contra las puntas de las peñas, asordó el valle todo entero.  Las gamuzas  que se refrescaban acostadas en las grandes  manchas de nieve,  se pusieron en pie, irguieron  sus cabezas adornadas con los airosos cuernecillos, y el poderoso macho que las capitaneaba lanzando su penetrante silbido, se lanzó al galope,  seguido de todos los demás, por las escabrosidades de las peñas.
No tardamos  en oír una detonación, y entre el humo  producido por el disparo, vimos levantarse de una peña suspendida al borde de un desfiladero a otro cainejo que, corriendo  tras de su pieza   despeñada, la alcanzó, la remató y degolló,  y aplicando sus labios a la herida,  bebió largamente y con delicia la caliente sangre del gallardo habitante de los abismos.
Desde entonces no me separé de los cainejos todo lo que duró la expedición. Quizás debí al brazo de alguno poder contar lo que ahora escribo, y no hubiera sido posible, sin su ayuda, aquella vertiginosa bajada que desde los más altos picos de Cornion  emprendimos, huyendo de  las nieblas que amenazaban  envolvernos en lo mas peligroso de la montaña, hasta avistar  a media noche la luz  que arde perpetuamente  en la sagrada cueva, delante de la imagen de Nuestra Señora,  en los históricos lugares de Covadonga.


Don Roberto Frassinelli
Y sin embargo, durante aquella penosa  expedición, el anciano alemán apenas  probó otra  cosa que leche y agua; se mantuvo constantemente a la cabeza de la partida,  y desafiaba el extremado rigor del frío   en las noches claras para enriquecer las páginas de su álbum de dibujante.
Aún le estoy viendo, después de seis horas mortales  de bajada a plomo,  primero por las peñas, luego deslizándose por las nunca pacidas ni segadas  yerbas de la Cabritera, y por último, suspendidos de los árboles que brotan de aquellas paredes, paralelos al suelo, agotar el rústico depósito de una fuente con su fanática pasión por el agua de las montañas. Era el momento en que uno de nuestros compañeros, el ágil Ruperto, de Caín, suspendido a muchos cientos  de metros de altura del cañón de su carabina que había introducido en el agujero de una lisa é interminable pared de peña para alcanzar  con los pies un imperceptible fragmento de cornisa, convencido de la impotencia de sus esfuerzos,  luchaba en vano por retroceder. ¡Terrible instante!….Mientras más  seguros, sobre nuestros pies destrozados, contemplábamos aterrados aquella escena, oíamos a nuestro compañero de expedición, el célebre  canónigo de Covadonga D. Máximo, pronunciar las sagradas palabras  de la absolución en artículo mortis, mientras su mano, abandonando la escopeta, trazaba el signo redentor en los aires.  Como si Dios hubiera reanimado sus fuerzas, el cainejo hizo un esfuerzo desesperado y supremo, y consiguió izarse nuevamente sobre los pies en la cornisa abandonada…. Momentos 
después corría como si tal cosa  por las asperezas apenas salientes de la tajada peña, estimulado por nuestros aplausos y las voces del sabio alemán, impaciente porque llegara a tiempo a cortar la retirada de los robecos.
Era, en efecto,  un hombre muy original el Alemán de Corao, como lo llamaban los montañeses, y su originalidad lo mismo se prestaba a la admiración que al ridículo.  Covadonga ha perdido una de sus personalidades mas características; un extranjero, arqueólogo y artista, que enamorado de la grandiosa naturaleza asturiana, renunció a todas las ventajas de la vida, para sumir su alma en la contemplación  de aquellas bellezas sublimes, que solo se pueden comprender en todo el encanto de sus misterios internándose  y como perdiéndose allá en los laberintos sin término de aquellas torres de piedra, de aquellos bosques impenetrables, de aquellos lagos solitarios, de aquellas cuevas gigantescas que pueblan aquella región inaccesible a todo ánimo temeroso, a toda planta insegura, a todo espíritu, en fin, menos tocado del amor irresistible a lo infinito que embargaba  al ilustre alemán que acaba de bajar al sepulcro.
Covadonga lo recordará, y serían ingratos  sus hijos si entre las lápidas que visten las paredes de los claustros del Monasterio no se leyera  en una el nombre  del extranjero alemán  hijo adoptivo de aquellas montañas, arqueólogo, dibujante,  arquitecto, bibliófilo, literato, botánico, médico,  que reconcentró todo su amor en aquellos  lugares donde  solía vivir constantemente y a donde quiso volver pocos días antes de su muerte, como si misterioso aviso le indicase su próximo fin, y como si quisiera que sus huesos reposaran a la vista de aquellas agujas de piedra que tantas veces  conquistó con la firmeza y la tenacidad de su lápiz y de su planta,  a la sombra del venerable santuario que tuvo durante cerca de medio siglo en él uno de sus más devotos  admiradores y fervientes panegiristas. 
Alejandro Pidal y Mon. Almanaque asturiano el Carbayón. (1896).-



























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