Las Lavanderas.
Es una noche borrascosa; el trueno retumbando por el espacio va á perderse en lontananza; el huracán troncha las delicadas flores y abate la verde y copuda frente de los robustos álamos. Negras y espesas nubes cubren la plateada faz de la luna; la densa oscuridad reina por el orbe.
A la cárdena luz de los relámpagos se divisa á lo lejos, como el genio de la tempestad, un caballero montado sobre un brioso alazán. Sus largas crines azotan el rostro del caballero y sus cascos menudean los golpes con tal ligereza que parece un solo sonido prolongado. Y en su vertiginosa carrera traspasa los montes y los ríos, y corre, corre tan veloz, que las casas, los árboles, los valles le parecen al agitado caballero pequeños puntos negros en medio de la inmensidad. El caballo arroja de su boca hirviente y blanca espuma, y sus ojos centelleantes parecen despedir espesas llamaradas.
Y nada puede acortar tan veloz carrera; y tan pronto se le mira en medio de la llanura, como se le ve en la cima de una montaña, y en tanto el huracán brama con tal ira que pugna al parecer por alcanzarle.
Y el caballero aferrándose á las crines de su caballo tiende en derredor de si una mirada de espanto.
De repente un hondo precipicio se abre bajo sus pies, y todos los esfuerzos humanos nos bastarán para contener el ímpetu de esta carrera; el caballero lleno de terror clava los acicales en el vientre del animal; este hace un esfuerzo, y con las narices abiertas y humeantes y su cuello extendido se arroja en el precipicio… Relincha dolorosamente y los bramidos del viento apagan su último quejido. El jinete se estrella contra las picudas rocas y los dos ruedan al fondo del abismo. Un lago cuyas aguas corrompidas exhalan fétidos olores, les presta su negro fondo por sepultura. El eco repite hasta extinguirse el ruido de su caída.
¿Qué genio animaría al fogoso bruto que sin reparar en nada en vez de caer rendido por el cansancio, acrece mas y mas la fuerza de su carrera?
-¡Las Lavanderas!
¿Y quiénes, preguntarán nuestros lectores, son esos seres misteriosos y crueles que tal influencia ejercen?
-Son unas viejas vestidas con amarillo ropaje de rostros enjutos y arrugados y cabellera mas blanca que la nieve. Su voz es lúgubre, semejante al canto del fatídico búho, y sus ojos despiden con sus miradas un brillo sombrío y aterrador.
No sólo existen en nuestra Asturias, sino que también se las encuentra en los verdes y poblados bosques de la Bretaña; y tanto en una parte como en otra habitan en los huecos de las corpulentas encinas.
Cuando los ríos se desbordan, anegando los deliciosos valles y arrastrando en su rápida corriente los puentes, los árboles y las casas, se las mira columpiarse muellemente encima de las olas espumosas, ondeando al aire sus blanquecinos lienzos y chocando sus resonantes palas contra los árboles ó rocas inmediatas.
Las lavanderas aunque tienen algunos rasgos de ferocidad, no por eso dejan de ser benéficas y humanas; miradlas sino cuando los incendios suceden en algún desmantelado castillo, ó en alguna pobre aldehuela, sofocando sus horrores con sus palas cóncavas y llenas de agua, y penetrando por las llamas arrancar al voraz elemento los débiles niños indefensos y los pobres ancianos paralíticos.
Sin embargo cuando alguno las llega a ver, excitado por la curiosidad, las lavanderas en pago de ella le dan la muerte mas horrorosa, sirva de ejemplo el jinete cuyo fin trágico acabamos de describir.
En una noche oscura y lluviosa, este caballero joven y elegante llegó a un pequeño pueblo de Asturias situado en la falda de una hermosa colina. Entró en una de las mejores casas de aquel pueblo, y en ella alrededor de una rojiza fogata se hallaban conversando algunos habitantes de él. Amables y hospitalarios le ofrecieron un asiento que con grande placer aceptó el caballero. Un anciano de blanca cabellera contaba mil casos que habían sucedido con las lavanderas en distintos sitios y en diferentes lugares. Los aldeanos escuchaban atemorizados en tanto que el fuerte vendaval batía la orgullosa frente de los altos pinos que crecían al pie de la cabaña.
El caballero escuchaba también con atención; pero en lugar del terror, una desdeñosa sonrisa se dibujaba en sus labios. Cuando el anciano calló, todos guardaron un profundo silencio; el forastero le interrumpió diciendo. -¿Y vos creéis eso? -Y por qué no! si es la pura verdad. -La pura verdad! vaya mañana os sacaré de vuestro engaño. -Imposible! cómo? replicó uno de ellos. -En qué parte, repuso el caballero, se esconden vuestras lavanderas?-Las buscaréis acaso con el solo objeto de desengañaros de lo que os he contado? le dijo el venerable anciano. ¡Oh! no hagáis tal cosa repuso después de unos instantes, creedme, os lo suplico; no lo hagáis. Por mas que trataron de disuadirle de su intento, les fue imposible; á la noche siguiente sobre su brioso alazán, solo, se dirigió a un monte espeso en donde le dijeron habitaban estos seres.
Pronto escuchó el ruido extraño que producen las palas al azotar los largos lienzos que lavan; cada vez le oía mas cercano, y su caballo se negaba a continuar su marcha; caminaba a la orilla de un riachuelo cuando a la vuelta de un recodo se encontró frente a frente con las lavanderas, que al verle suspendieron su trabajo. Todas le rodearon. El color de su amarillo ropaje, su lúgubre voz, el brillo aterrador de sus ojos, todo ello fascinó al atrevido caballero…. Las lavanderas alzaron sus palas cóncavas hacia el cielo, y luego señalaron con ellas los cascos del caballo. El animal como impelido por una fuerza irresistible se lanzó a la carrera, y avanzaba, avanzaba al escape con una velocidad inexplicable como ya han visto al principio de este artículo.
Todo por el contrario sucede a los que encuentran por casualidad a estos misteriosos seres; ningún daño reciben de ellas, antes bien algunos han hecho su suerte con estos encuentros.
Las lavanderas pasan todo el día encerradas en los gruesos árboles que el tiempo ha corroído; por la noche salen armadas de sus palas á lavar sus hermosos lienzos. Las lavanderas, como hemos visto, son terribles y benéficas a la par.
Su poder es muy grande, y sin embargo las xanas jóvenes hermosas y débiles al parecer, tienen cierto dominio sobre ellas.
A las orillas del Sella hay una anchurosa gruta, por medio de ella pasa un límpido arroyuelo y en ella se dice que había varias xanas. Vense allí cuatro mujeres de piedra en aptitud de lavar, y se cuenta que entrando cuatro lavanderas á quitar sus madejas á las xanas, estas las convirtieron en piedras.
Nadie hasta ahora sabe el objeto con que se ocupan las lavanderas todas las noches, en blanquear mas y mas sus delgados lienzos; y se ignora asimismo de donde forman su amarillo ropaje. No falta quien diga que aquellos con el tiempo toman este color, mas esta explicación es muy aventurada y nada se sabe de cierto, como se ignora también de dónde las xanas sacan la transparente gasa que cubre sus delicadas formas.
T. C. Agüero.
Album de la juventud.
Oviedo 9 de Octubre de 1853. Nº 19.-
Los Ñuveros.
Figuraos una extensa campiña tapizada de nieve y cuyos arbustos por el peso de esta inclinan hasta el suelo su ramaje, y de las canosas cumbres de las montañas desprendiéndose en inmensa catarata multitud de plateados riachuelos. Y si á esto añadís altos montes cubiertos de cenizas, brotando volcánicas llamaradas de su seno, y sobre la calva frente de estas montañas apilados en montones disformes y desiguales, negros y espesos nubarrones, entonces tendréis una idea mas verdadera aun del sitio donde habitan los Ñuveros….. Esos seres que en las noches silenciosas, cuando el aura murmura débilmente en la enramada y cuando la luna se aduerme tranquila en el fondo de algún lago, de repente ocultan con sus nieblas su disco pálido y hermoso, robando claridad y cubriendo también con su nebuloso cortinaje el fulgor de las oscilantes estrellas.
Los ñuveros son muy pequeños y de facciones enteramente desproporcionadas; su mirar es vago é indiferente sus luengos cabellos caen por su espalda, y sus brazos tan desmesuradamente largos llegan hasta sus grandes pies forrados igualmente que su cabeza con ricas y vistosas pieles.
Aman á los buenos, así como aborrecen á los malos. Bajan montados en las nubes mas rojas que aparecen en las tempestades; ellos son los que mueven la guerra entre los elementos; ellos son los que hacen irritarse y embravecerse el mar, de modo que sus ondas espumosas azoten las descarnadas rocas que se elevan en su orilla; ellos en fin cargan las nubes de granizo y las conducen rugiendo por el espacio hasta el punto que quieren asolar.
Los ñuveros llevan por vestido un largo ropaje de color de la niebla, y colgado del cuello un grande saco, a veces igual que el vestido, mas lo general es que sean de pieles.
Estos seres bajan, á los campos envueltos en las nubes, y corren tanto por las campiñas, que su velocidad impide distinguirlos; con sus largos brazos limpian los campos de los buenos labradores, de los insectos y reptiles que los dañan, y los meten en sus sacos; mas si en aquel pueblo hay alguno que niegue hospitalidad al peregrino, que sin compasión despide de su puerta al infeliz mendigo ó que tiene costumbre de embriagarse, entonces los ñuveros hacen parar sus nubes encima de sus campos, y sacudiéndose fuertemente hacen saltar de ellos todo lo que recogieron.
Aman á las Lavanderas y nunca su rayo penetra el añejo árbol en que alguna de estas acostumbre á guarecerse. Los ñuveros, tal como hasta aquí los hemos visto, son vengativos y solo causan daños y males, pero debemos tener también en cuenta que ellos son los que envían en el caluroso estío la lluvia que refresca y vivifica, ellos son también los que en el ardiente verano, cuando los rayos del sol abrasan las recamadas corolas de las flores, en una nube blanca, cual flotante gasa traspasan el firmamento ocultando por algunos instantes el abrasado disco del sol. -T. C. Agüero.
Album de la juventud.
Oviedo 9 de Octubre de 1853. Nº 19.-
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