Colunga-Villaviciosa (Camino de Santiago, por la costa)
La iglesia de San Salvador se encuentra en la localidad de Priesca, al noreste del concejo de Villaviciosa (Principado de Asturias, España). Constituye uno de los ejemplares de la arquitectura prerrománica asturiana algo tardía. Fue declarada Monumento Nacional el 5 de febrero de 1913.
En 2015, en la aprobación por la Unesco de la ampliación del Camino de Santiago en España a «Caminos de Santiago de Compostela: Camino francés y Caminos del Norte de España», fue incluida como uno de los bienes individuales (n.º ref. 669bis-013) del camino costero.1
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La arquitectura (del latín architectūra, architectūrae, a su vez del griego antiguo ἀρχιτέκτων, architéctōn, ‘arquitecto’ o ‘constructor jefe’, compuesto de ἀρχός, archós ‘jefe’, ‘guía’ y τέκτων, téctōn, ‘constructor’) es el arte y la técnica de proyectar, diseñar y construir edificios,1 modificando el hábitat humano y estudiando, la estética, el buen uso y la función de los espacios, ya sean arquitectónicos o urbanos.2
La arquitectura nació con el hombre de la prehistoria, durante el Neolítico, cuando diversos grupos humanos desarrollaron un estilo de vida sedentario basado en la agricultura. Este nuevo modo de vida conllevó al desarrollo de viviendas estables y recintos ceremoniales,2 los cuales fueron evolucionando estéticamente a partir de elementos simbólicos presentes en el contexto sociocultural donde se desarrollaban. Así surgieron, por ejemplo, los dolmenes y crómlechs en Europa, construidos con enormes bloques de piedra. A medida que las sociedades se hacían más complejas y extensas, surgieron los primeros núcleos urbanos cerrados, con viviendas agrupadas en torno a lugares sagrados. De esta forma nacieron las altas culturas de Medio Oriente: Mesopotamia y Egipto, que legaron numerosas obras arquitectónicas, de las que destacan, por ejemplo, los sistemas de irrigación, los zigurats, los templos y las pirámides.3
Fueron los antiguos griegos y romanos quienes perfeccionaron la arquitectura, sentando las bases de la arquitectura clásica y convirtiéndola en punto de referencia para los siglos venideros. Durante esta etapa se desarrollaron los arcos y columnas estilizadas, se trabajaron la piedra caliza y el mármol, los sistemas de irrigación y acueductos, ciudades saneadas y se dio origen al concreto. Como ejemplos del alto grado de desarrollo arquitectónico durante aquella época, se tienen al Partenón de Atenas y al Coliseo romano.4
Testamentu
Por si acasu Pateta m´apaña
y na so campaña
voi pal socavón,
quiero agora facer testamentu
y, del mio camientu,
dar cuenta y razón.
Nun m´asusta ´l morrer de repente;
topame de frente
col solu “nun ser”;
pero sé que nun tengo ´n concencia
abonda sufriencia
pa veme morrer.
Y si un mal sin remediu tuviere
y acasu quixere
la vida finar
naide cuide que ye por llocura;
más bien ye cordura,
al mio camentar.
Nun-yos dexo nin pufos nin rentes
a los descendientes;
suelo andar a pre.
Pero al dime, dalgún qu´otru fitu
en forma d´escritu
sí que dexaré.
Y en siendo la cosa partible
será dubiatible
qu´al tiempu finar
hebia tema, pleitu o engarradiella
ente la reciella
que quiera heredar.
Yo nun temo dengún Purgatoriu
nin gafu degorriu
que venga por mí;
Tán de sobra tolos sacramentos
y místicos cuentos
qu´usen perequí.
Nun aguardo dengún otru cielu
que ´l cachu de suelu
nel qu´apodrecer
al compás de la sabia ñatura.
¡Meyor sepoltura
nun he de tener!
Mas, quixera afitar, nesti asuntu,
bien fitu esti puntu
pa un lu dexar
al debalu d´una secretaria
de la funeraria
que pueda terciar:
Nun ye cosa de munchu misteriu:
Yo nun cementeriu
nun quiero parar;
quiero más que me tiren a cuerpu,
sin duelu nin güercu,
al fondu del mar.
Mas, tampocu la mar perfondera
ye, pa mio güesera,
lo qu´aprecio más:
Quiero dime desnudu a una poza
alla na mio roza
de San Pedru Ambás.
Y si aún más quixeren honrame
pudieren plantame,
derriba, un pumar
p´arumar, d´esta forma, la era
cada primavera
al tiempu floriar.
Carlos Rubiera . Xixón, 30-11-83.
Lletres Asturianes - 11
Boletín Oficial de l´Academia de la Llingua Asturiana Principáu d´Asturies.-
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Nada puede haber de sobrenatural en la Madre-Naturaleza, cuyas altas leyes ignoramos e ignoraremos durante mucho tiempo, Naturaleza que ha encendido en la psiquis hasta del más atrasado e inepto de los hombres un divino fuego llamado imaginación que le permite evocar los recuerdos y escenas más lejanas, cual si acaeciesen en aquel momento mismo, y trasladarse en un cuerpo que no es ya el grosero cuerpo físico, a las regiones más apartadas, instantáneamente y con sólo quererlo… Intensifíquese esta facultad mediante una voluntad dúctil y maleable al par que absolutamente enérgica, y tendremos la Magia, la Gran Ciencia tradicional, que aplicada al servicio de la Humanidad o sea para altruismo, es Magia blanca, pues que hace del hombre un verdadero brujo o taumaturgo bueno, y emplea en egoísmos bajos de personalidad y aun en esotros egoísmos de familia, institución y hasta Patria, con odio o daño hacia las demás patrias, instituciones o familias, es Magia negra, o sea la hechicería propiamente dicha. Postrado por todo género de bebedizos, fórmulas hipnóticas y esfuerzos volitivos, el hechicero consigue manejar su doble y emplearle en sus perversos fines. Así en Vega de Palos, aldeíta rayana con Galicia, aun se conserva la fórmula tradicional que aquél daba a su doble en el momento de partir, de
¡Por arriba de artos
y por bajo de carbayos!
precisando así las mejores condiciones del vuelo, que había de ser por encima de zarzas y rocas, y por debajo de los robles o carbayos, para que el doble, que puede ser herido cual el cuerpo físico, no se apartase demasiado del suelo ni de la protectora negrura nocturna de los árboles.
-Ahora caigo en el por qué e ese malestar astral y de frío en el alma que producen en soledad y de noche todas las espesuras, cual de mano maestra nos pinta Wagner en las escenas de entre Minno, el Nibelungo, y Sigfredo y Fafner, escenas que preceden a esa asombrosa página musical conocida por Los Murmullos de la Selva… ¿Qué hay de noche, en efecto, bajo el sombrío follaje de los árboles, para que el ritmo del corazón se acelere en el más valiente, y acudan a su imaginación las más desagradables fantasmagorías? Si ello es un hecho, y no hay efecto sin causa, ¿por qué frente a él enmudece nuestra infatuada ciencia?
-Sí, más de una vez-continuó Miranda-es que tropezamos, sin saberlo, con esas proyecciones conscientes o inconscientes de dobles astrales o etéreos llamados Scin-leccas, y también con esotros a quienes nuestras Blavatsky llama Vurdaloki, o espectros del ambiente de los crepúsculos, a la luz del lucero Venus, y que inutilizan todas las influencias magnéticas; o asimismo los Maha-shan hechiceros de los chinos y los Shen o Shain, proteos que, ora espían aquí abajo sus culpas, ora se avecindan ya a la categoría de verdaderos Thi, de ropaje amarillo que habitan en los subterráneos y lugares apartados de los hombres, comiendo sólo sésamo, coriandro y otras flores y frutos del árbol de la vida, estudiando la alquimia, la botánica médica y la piedra filosofal, al par que practican las virtudes más austeras y ya que casi todos han vivido en el mundo como grandes filósofos y bienhechores.
Obscurecía, y el paisaje iba adquiriendo, desde aquella atalaya, un sabor brujesco, bien en armonía con la conversación mantenida. El molino, o lo que fuese, de allí al lado, iba tomando un tinte misterioso cual toda casuca de su índole en tales sitios. La hora de buscar a Miguelón había llegado; y como Miranda tenía que hacer no sé qué en Pravia, me separé de él doscientos metros más abajo, encaminándome yo a la encrucijada y su chavola.
Entré en aquel medio cafetucho, y no tardé en hallarme frente a frente de mi héroe: un ser enjuto de carnes, de mediana estatura; vistiendo uno de esos trajes mosaico, en piezas de colores, que son todo un poema casero de habilidad tal de aguja que, como obra artística, merecerían figurar en una Exposición de labores, y aún deberían ganar el premio sobre esas laborzuelas de mal bordado que tanto se admiran, sin embargo, lejos de ser, como aquéllas, un prodigio de adaptación y corte, un trofeo augusto de la lucha por la vida y contra la miseria; un blasón, en fin, de la paciencia y demás virtudes femeninas…..
Por el chaleco abierto y de cien piezas, se veía un buen pedazo de la entreabierta camisa de lino crudo, de ese lino astur irrompible y fino que tanto encarecieron los clásicos romanos y que es fama que hasta hace un siglo compitiera con el de Holanda. Los mechones entrecanos del bronceado pecho, se enlazaban con la ya cana barba. Las facciones de nuestro héroe eran duras, su cráneo, superbranquicéfalo; sus pómulos, salientes; los ojuelos, picarescos y de intenso cuanto astuto mirar: era, en fin, un vaqueiro de los de buena planta, y por si algo le faltaba, no dejaron de asomar sus puntas y ribetes de codicia, pues tan luego como me hubieron presentado a él como “periodista que buscaba leyendas” , me dijo, con desenfado casi soez, que para ello tensa que darle ¡por cada palabra una peseta!…
Más barato ni los nueve libros sibilinos que la pitonisa de Cumas ofreciese al rey Tarquino; pero la codicia de mi caro informador cedió al yo decirle, de tú y todo, como él me trataba:
-¡Ya te contentarás con un par de vasos de vino o de sidra por todas las que me digas!
-Pues hecho el trato, y venga el vino, que me has sido tú simpático, y de Miguelón Raposa no has de tener nunca nada malo que decir….
Y echándose el coleto, sin pestañear, media botella del de Cangas, no quedó palillo que no tocase ni detalle brujesco que no me diese, pues era su especialidad, según me decía, y para él no había bruja que le resistiese.
-La bruja, mi amigo, es muy astuta-me decía-; pero hay un gran medio de amarrarlas en la propia iglesia cuando vienen en forma de lechuzas a beberse el aceite de las lámparas de los altares, no tanto para alimentarse con el aceite, cuanto por dejar la iglesia a obscuras y poder robar así a mansalva las Hostias consagradas que luego emplean en sus misas negras. El procedimiento consiste en untar con tocino la cerradura de la puerta, o bien meter una moneda de dos cuartos, hoy una perrona, en la pila de agua bendita, con lo que las muy sinvergüenzas quedan sin poder salir; pero ¡pobre del que se vea sorprendido por la hechicera con las manos en la masa, porque queda encantado por un buen puñado de años, sin remedio!
-Pero ¿tú has visto a las brujas, Raposa?
-Más de veinte veces he visto, cuando he ido de viaje o a coger higos, de madrugada, plantificarse en la carrilona a las brujas, o más bien encantadas, con su mantón azul floreado, llamando a los tontos, que si se dejan engañar quedan encantados también para más de un siglo, mientras ellas se escapan volando sobre sus escobas o en un rayo de luna.
-Y ¿dónde van así las brujas y sus víctimas?
-A muchas partes; pero sobre todo, a los altos de la sierra y a la Peña Ubiña de frente al Puerto de Pajares, y hubo una buena pieza de éstas, más vieja que la sarna, que antes de morirse…. de risa, pidió como un gran favor, para salvar su alma, que la llevasen hasta la misma peña, para enseñarles allí -decía-una cosa muy importante. Unos cuantos tontos la llevaron en hombros hasta el risco, y al verse ya allí, la muy pécora, levantó los brazos en alto, como la mejor comedianta, diciendo:
Peña Ubiña, Peña Ubiña,
canto pelao…
¡Qué guapos mis arrieritos
de chaleco colorao!
-¿Y emplean las brujas algún instrumento para sus maleficios?
-Vaya si emplean. ¡Muchísimos! Sobre todo, el argadillo o devanadera, con cuyos hilos enredan a muchos, de tal modo, que no se pueden desenredar. Muchas veces en el argadillo tejen sus redes de amor en forma de cintas para los justillos que después las mocinas suelen entregar al galán que las festeja, y por eso se ha dicho:
Llegó el tiempo de castañas:
tú conmigo no las comes,
que a Madrid fuiste y veniste
sin traxerme tus cordones.
Además hacen a los hombres otras mil perrerías, dando a las novias que las van a consultar, los medios de bien amarrarles con bebedizos y que no se escapen, y a todo el que las paga bien echan las cartas de la baraja, como la Rosalía de Logrezana, de la que se canta:
Si quieres echar las cartas
vete a ver a Rosalía,
que se pasea de noche
igual que si fuese día.
-¿Y cuál es la peor hazaña de la hechicera?
-La peor, el mal de ojo, o mal de güeyo, que se lo hacen, sin sentir, a todo el que les da la gana, con sólo mirarles fijo, fijo, con el ojo izquierdo, sobre todo, a los hombres jóvenes y a toda clase de ganados, a los que dejan secos y estériles. Pero contra ese mal hay remedio de ponerse al cuello el enfermo una taleguita con nueve hojas de trelda y nueve granos de trigo, que se hayan mojado antes en agua puesta al sereno con asta de buey o de ciervo, y plata, escapulario sobre el que se hayan dicho ciertas oraciones…
Al llegar aquí el buen Raposa, se desató en toda una farmacopea que dejaría tamañita a la no menos célebre que aún se puede estudiar en la Farmacia regia de la Granja de San Idelfonso, con porquerías tales que aquí no pueden escribirse, y a base siempre de cosas relacionadas con el sexo, de metales lunares como la plata, cuernos de onagro, ciguas de coral, y demás elementos ciprianescos de las saludadoras y las curanderas, aprendidos quizá en libros cual los del Aretino y en su célebre y caritativa Santa Nefisa. Llamóme sobre todo la atención la curiosa enfermedad de que me hablase Miguelón, enfermedad nominada de los abiertos de pecho, especie de torcedura quizá de espina dorsal, que se aprecia, ni más ni menos que lo haría un fisioterapeuta, viendo cómo desigualan las manos o los dedos, mal contra el que se emplea el emplasto de ortigas, sin duda por el mucho ácido fórmico que éstas contienen. Por fin me hizo la más acabada descripción brujesca que darse puede en la cueva de San Román de Candamo, junto a Pravia, y cuya profundidad era para Raposa tan grande, que “llegaba hasta el otro mundo”, en opinión suya.
Escuchando aquellos singulares relatos del vaqueiro, en medio de numerosa concurrencia, en la que sobre todo las mujeres daban inequívocas muestras de aprobación, se me hizo tan tarde que, cuando consulté el reloj, vi que eran las diez muy pasadas. Al punto, dando cinco pesetas al buen Miguelón para que siguiera remojando el gaznate, salí camino de Pravia para unirme con Miranda. De no ser así, es seguro que el interminable relato de Miguelón habría dejado tamañito al célebre Discruso sobre las Brujas y la Magia, que allá en el siglo XVI elevase al Cardenal Arzobispo de Toledo, Fray Pedro de Valencia.
Emprendí, pues, el regreso solo y con una verdadera olla de grillos en la cabeza, en la que danzaban las impresiones de la no descripta visita a la granja de las rosas y las cosas de las brujas y sus aquelarres. Mis pequeños y viejos escrúpulos positivistas sobre el particular de la existencia de brujas buenas y funestas hechiceras se habían desvanecido, tanto por lo que oyese como por lo que había visto por mis propios ojos, dejándome la convicción firmísima que ya conservaré siempre, de que en Asturias hay todo eso y mucho más y mejor que todo eso:Sequeiros; el P. Álvaro; la Santa Bovia; Vera y Brieva, el liliputiense alquimista; el mismo Frassinelli, y sobre todo, Don Hermógenes de Fae y Bentivoglio, y hasta el propio Miranda, en medio de su modestia, no me permitían, no, felizmente, ningún género de necio escepticismo.
Pensando, o mejor dicho, ensoñando con estas cosas, llegué al alto de la carretera y comencé a bajar más que de prisa hacia el puente. Nadie transitaba a la sazón por aquellos típicos sitios, más astrales que físicos. Ni una luz, ni un mal rayo de luna me alumbraba en mi camino. La noche, que había cerrado horas hacía, era una de esas noches tan frecuentes, aun en el verano, en Asturias, noches en las que la niebla se acuesta sobre la tierra como en Diciembre en Castilla, envolviéndolo todo entre el esfumado de sus pliegues. Hasta comenzaba a orbayar o lloviznar un poco, y el ambiente tenía un sabor extraño de misterio y de frío. Mis pasos resonaban sobre el macadamizado de la carretera solitaria de un modo típicamente brujesco, y en la negrura de hacia mi izquierda se dibujaban, en gris como fosforescentes, la silueta del peñasco y su molino-¡Por encima de artos y por bajo de carbayos!- parecían repetirme intimidadores en mi propio oído mis pasos acompasados y duros.
-¿Qué es ésto?-me pregunté alarmado repentinamente y procurando, en vano, conservar el dominio de mí mismo ante no sé qué vaga luminosidad o fuego fatuo que, en mi excitación, creyese ver fluctuando por entre el molino y la peña.
El temoroso ruído de los árboles y matorrales a quienes empezaba a azotar a lluvia, pareció responderme de un modo siniestro, y el informe seno del Nalón comentaba allá abajo, en las negras profundidades de su corriente, mi creciente miedo, con un sordo, prolongado, inacable gruñido.
Apreté el paso, sin atreverme a mirar lo que azulada y violácea luz me pareciese y, envuelto en verdaderas tinieblas, comencé a cruzar por entre el enrejado del puente de hierro, que, inacabable en su longitud, subrayaba mis pisadas cual una caja sonora….. Un instante después volví a ver la pavorosa fosforescencia, pero esta ya real, efectiva, casi tangible, de un blanco azulado oval, metálico, cruzado de irisaciones bellísimas y palpitantes de infinitos colores, que, con altura de un hombre, se deslizaba hacia mi sin tocar en el suelo, desde el extremo contrario del puente, mientras que el frío astral, mucho más intenso que cuando la cueva de Sequeiros y cuando la pepita, tornó a asaltarme irresistible.
-¡Alguien pone en este instante el pie en el lugar que ha de ser mi tumba!-pensé, recordando con fatal oportunidad, la célebre frase que, sobre tal frío, tiene Bulwer-Lilton en Zanoni, y me agarré con crispada mano a un travesaño del puente, dispuesto hasta a tirarme de cabeza al río si fuese preciso.
El espectro-pues ya no me cabía duda alguna de que de un espectro se trataba- cruzó rozándome con la fimbra de su su ropaje que parecía hecho con iríseos jirones de niebla luminosos tejidos.
Mi terror entonces se cambió súbitamente en un bienestar inefable, divino, e iba a arrojarme a sus pies, después de haber visto su cara prodigiosa, pero él pasó rápido, sonriente, cual si no pisase en la tierra, y se deshizo al punto entre el fondo de la niebla, después de hacerme una profunda zalema.
Tuve tiempo, sin embargo, de ver un momento más su rostro maravilloso: ¡era el propio Don Hermógenes de Fae y Bentivoglio en persona, pero infinitamente más ennoblecido, si cabe, que pocas horas antes, cuando, alargándome un solo dedo, me despidiese protector en la Quinta de las Rosas…….!
Un par de minutos después terminaba de cruzar el puente y, guiado por las luces de la población, que aparecían fantásticamente envueltas en el halo irisado de la niebla, no tardé en estar en nuestro hospedaje preguntando si estaba ya en él el Señor Miranda.
-Ahí ha estado solo, trabajando toda la tarde, pues ni Don Pepito ha venido todavía-me dijo una de las domésticas.
-¿Con que solo, solo toda la noche y por culpa mía? -le dije a Miranda, penetrando en el salón donde escribía a la familia.
-¿Solo? Todo lo contrario. Antes bien he tenido durante dos horas, y hasta hace unos momentos, la mejor compañía del mundo… ¡Ya os figuraréis de quien hablo!
-¡El mismo; el del puente!- exclamé asombrado-, ¡El propio Don Hermógenes que le ha devuelto un cuerpo astral la visita de la tarde!
Miranda, modesto siempre, dió por toda contestación una sonrisa, que valía por un mundo.
En aquel instante entraba Narcés en el salón como una tromba.
-¡Les parece a ustedes el rapaz!-exclamó tirándose exacervadísimo sobre uno de los divanes que, bajo su gran peso, crujió lamentándose-¿pues no se ha escapado una vez más con esos bandidos? Yo creí que estaría con ustedes en estas veinticuatro horas que han faltado tan extrañamente de casa.
Y añadió al punto:
-Es el Karma, el Karma. ¡Está visto!
Acudimos ambos a tranquilizarle. Miranda le alargó un cigarro, preguntándole cariñosamente que le ocurría.
-¡Y además, se llevó todo el importe de una gran minuta!- seguía rugiendo Don Pepito.
A vuelta de cien apóstrofes y de doscientos rodeos, conseguimos sacar en síntesis la historia o drama aquel que tan excitado tenía a nuestro excelente amigo. Es a saber: que el niño Conradino había pasado por allí con los otros dos compadres a quienes ya conocemos y había hecho una de las suyas cobrando una minuta de dos mil quinientas pesetas que un cliente de Pravia adeudase a un señor hermano, con la sana intención sin duda de divertirse de lo lindo en las prñoximas fiestas de San Pedro y San Pablo.
Sólo un Ulises como Miranda, pudo acallar al fin a aquel Aquiles enfurecido, demostrándole que no debía ser la cosa como pensaba y que el chico acaso no había hecho mal en irse, o al menos nose le podría condenar sin antes oírle. Además, había un medio de conciliarlo todo y era que al día siguiente Narcés y yo partiésemos para Oviedo, no sólo con el propósito de que éste diese alcance a su niño, sino de que ambos fuésemos portadores de una carta para traernos a la casona de Soto al gran Don Félix de Balda y Flórez-Estrada. El tesoro de los Lagos de Somiedo. Mario Roso de Luna.-
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