Picos de Europa-senda en los alrededores de Fuente De
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-Un camino a Covadonga.
El parque Nacional Picos de Europa es un parque nacional de 64455 hectáreas situado en la cordillera Cantábrica en las provincias de Asturias (27027 ha), León (15381 ha), y Cantabria (15381 ha). Representa los ecosistemas ligados al bosque atlántico e incluye la mayor formación caliza de la Europa Atlántica. En la actualidad el Parque Nacional de los Picos de Europa constituye el segundo parque nacional más visitado de España, después del Parque Nacional del Teide (Tenerife). El territorio pertenece a los municipios asturianos de Amueva, Cabrales, Cangas de Onís, Peñamellera Alta y Peñamellera Baja. La presencia de calzadas romanas, Reales Cañadas de ovejas trashumantes, viejos caminos carreteros de mercantes o secretas veredas por los que maquis y guerrilleros camparon años atrás, aumentan las posibilidades para que el senderista disfrute de los secretos del Parque Nacional.
Un camino a Covadonga
El camino, que no era más que un sendero de mulas, se elevaba bastantes miles de pies, zigzagueando hacia arriba a través de un inmenso barranco, que de hecho estaba intacto y a salvo de inmensas rocas salientes y cavernas donde mineros emprendedores habían dejado rastro de su osada subida al pico más alto. Con nuestro ánimo reconfortado y disfrutando de buen tiempo, el primer ascenso fue rápido, y tan rápidamente y a tanta altura subíamos que durante mucho tiempo pudimos ver a lo lejos la casa de nuestro amigo.
Al fin alcanzamos la nieve, que con el sol se estaba derritiendo y dejando húmedo y resbaladizo el suelo, tan desagradable para los caminantes. A medida que el camino iba siendo gradualmente cubierto por la nieve, podíamos orientarnos mediante las indicaciones y nuestra experiencia de montañeros. Llevando siempre la iniciativa, ya que mi amigo estaba menos acostumbrado que yo a la nieve, yo marchaba delante y hacia arriba cuando,al echar un vistazo, me di cuenta con horror de que había perdido su alta figura, pero al cabo de un instante escuché un grito de socorro, y mirando en todas direcciones, al final descubrí una bota en el aire: mi amigo había caído en una cavidad cubierta de nieve en polvo. Le grité que permaneciera quieto, salté hacia abajo y tomando una posición más baja de donde él había caído y a costa de denodados esfuerzos, lo saqué, más asustado afortunadamente que herido, aunque a juzgar por la oscuridad, la cavidad era probablemente muy profunda y él quedó cabeza abajo y colgando de las piernas. Más tarde, ya riéndonos del percance, continuamos la marcha con más prudencia que antes hasta que, de pronto, encontrándonos frente a un enorme y singular precipicio bajo las rocas,un eco me golpeó.
La nieve estaba blanda y resbaladiza ; todo eran rocas aglomeradas, ahora invisibles, y nosotros procedimos, guiándonos solamente por el instinto de montañeros. De pronto oí a mi amigo decir: “Mira esas pisadas en la nieve”. Allí estaban, bien marcadas y recién pisadas,las huellas del paso de un oso, probablemente de una familia de tres -padre, madre e hijo- en su paseo de invierno. De todas maneras no avistamos tales osos, pero desde aquel momento me arrepentí de no llevar conmigo una pistola, un revólver u otra arma, y pensé con preocupación en las raciones de carne de vaca que portábamos para nuestra supervivencia, y en la probabilidad de que algún lobo hambriento las localizara a través del olfato. Apenas habían pasado por mi mente estos pensamientos cuando, unas cien yardas por encima de nosotros, en un largo camino cubierto por la nieve que al principio estaba oculto por una roca perpendicular, una tropa compuesta por unos quince corpulentos lobos marchaba en fila delante de nosotros. Doce meses antes había leído en el Daily Telegaph una curiosa y sensacional historia de los Picos de Europa, algo así: “En un pequeño y aislado pueblo de uno de los valles menos conocidos de las regiones más altas, por Nochebuena, se oficiaba la misa en una pequeña iglesia parroquial, y el pueblo se hallaba medio enterrado en la nieve. Apenas iniciado el servicio litúrgico, una manada de lobos atacó por sorpresa al templo y sus ocupantes, y los animales entablaron una fiera pelea con los fieles aterrorizados….. Nadie supo del lugar hacia donde escapó el sacerdote, pero el sacristán, haciendo alarde de muy buenos reflejos, subió rápidamente al púlpito y comenzó a ladrar como un perro: los lobos huyeron atemorizados y las cosas se calmaron”
Teniendo esta improbable historia en mente realicé la misma operación con la manada que mi amigo y yo teníamos delante: imité el sonido más parecido y más alto del ladrido de un can que yo pudiera lograr. El efecto seguido resultó ser muy curioso: al principio, la larga hilera de lobos nos devolvió su sonido, y como si de una compañía de soldados se tratase y obedeciese la orden de “¡Adelante!”, los animales comenzaron a rechinar los dientes del modo más desagradable. Pero al seguir yo con mis “ladridos”, para nuestro alivio vimos como era dada la orden de retirada por parte del cabecilla de aquellos mamíferos carniceros; y no con desgana, sino de muy buenas maneras, el enemigo desapareció de nuestra vista.
El ascenso era ahora enteramente sobre la nieve, que afortunadamente, debido a la región fría a la que nos estábamos aproximando, se hallaba bastante congelada. Y a excepción de otra manada de lobos que divisamos a cierta distancia, y de las huellas de un oso grande seguido evidentemente por su descendencia, nada importante nos ocurrió hasta que alcanzamos la cima, a unos 8.000 pies sobre el nivel del mar. Durante las dos últimas horas las cumbres habían sido gradualmente cubiertas de nubes, y una ventisca de nieve y de aire frío del Norte nos azotó la cara. Descansando durante algunos minutos protegidos por unas rocas, nos enfrentamos a las ráfagas e iniciamos el descenso de la pendiente norte, aunque no podíamos distinguir muchas yardas de camino seguro ante nosotros. El camino al principio estaba bien definido en aquellas zonas donde el viento lo había desnudado de nieve, pero las grandes ráfagas de viento nos obligaban a realizar pronunciados giros, ocasionalmente peligrosos en las inmediaciones de terribles precipicios. Eran casi las tres de la tarde cuando llegamos a un lugar donde se había acumulado una montaña de nieve haciendo desaparecer todo rastro de camino. Habíamos caminado durante algún tiempo con la nieve hasta las rodillas, estábamos empapados, nuestra barba era un bloque de hielo, el tabaco se nos había humedecido y las cerillas eran ya inservibles…. Pero entonces pensé que era preciso hacer cálculos: la primera pregunta fue si mi compañero conocía el camino. Si, lo conocía si no hubiera habido nieve, ni una cegadora aguanieve, ni una oscuridad como la que se estaba aproximando. Fui consciente del peligro de movernos, ya que estábamos rodeados de precipicios, y propuse tres maneras de actuar: la primera consistía en seguir adelante a pesar de los peligros; la segunda, volver por el camino que habíamos recorrido; y la tercera cavar una casa de nieve en uno de aquellos terrenos y permanecer allí hasta que la tormenta pasara. Antes de decidir, mi amigo dijo que haría otra exploración, y la intentó durante unas cincuenta yardas, pero volvió dejando claro que no podía ver más que peligro en cualquier dirección. Así que abandonamos la idea de seguir adelante, de modo que sólo quedaban dos de las propuestas, que rápidamente convertimos en una, ya que nos acordamos de los lobos y los osos y de su nada agradable compañía en aquellas noches de invierno. Habiendo optado por regresar, pusimos el mejor empeño posible en el asunto, y debo decir que durante el esfuerzo físico de tener que subir nuevamente, nuestras fuerzas flaquearon y nos reímos francamente por nuestros numerosos tropezones y caídas en la blandura de la nieve, que casi nos llegaba a la cintura. Nunca olvidaré el cansancio de las piernas, ya que a cada paso debíamos desenterrarlas y pisar tan lejos como fuera posible. Eran casi las cuatro y media cuando, jadeando y bastante más calientes por nuestro esfuerzo pero medio famélicos y casi a punto de comer la carne de vaca cruda que llevábamos, volvimos a alcanzar la cima o col, y, a cubierta de una roca, respiramos dando gracias por lo pasado y confiando en el futuro. La pendiente sur que ahora descendíamos presentaba un aspecto diferente al de hacía unas horas : habían caído copos blandos y grandes, y a excepción de las rocas que sobresalían , se habían cubierto todas las marcas del camino, aunque, guiados sólo por la dirección, logramos bajar.
Tan fríos y miserables como nos sentíamos , nos confortamos el uno al otro dándonos ánimos y relatando anécdotas ocasionales, e incluso recurriendo a una canción alegre cuyas notas morían al hacer eco ante los Picos. Solo en un tramo, nuestro rápido descenso fue impedido: tuvimos que saltar de una roca que sobresalía, ahora tan resbaladiza como el cristal al caer la helada de la tarde, hasta una pendiente de quinientas yardas de anchura cubierta totalmente de nieve que terminaba en una hondonada de muchos cientos de pies de profundidad, a donde nos precipitaríamos si el pie resbalara o se moviera. Con mi experiencia de los Alpes y el Himalaya dejé la roca y salté resueltamente, posando los pies con precaución y con una serie de rápidos botes, pero a salvo en una roca del lado opuesto. Al darme la vuelta vi que mi compañero no estaba contento y se encontraba todavía aferrado a la roca resbaladiza y pidiendo ayuda. Cuanto más le decía que saltara, el más protestaba de que no podía y al final probablemente perdería el control; llegó a pedirme que siguiera y le dejara morir allí… Me reí y le prometí acudir en su ayuda, lo que hice dando marcha atrás; y brindándole mis hombros para que se apoyara, le bajé poco a poco, siguiendo mis huellas y dejando atrás el peligro. Cuando dejamos la nieve, la tormenta de lluvia fría cambió gradualmente : primero aguanieve, empapándonos , y después un verdadero aguacero que se mantuvo hasta el amanecer. De todas las maneras estábamos llevando bastante bien ya que nuestro camino, aunque muy escabroso, aparecía ahora bastante definido a medida que llegábamos al valle, que sólo puedo definir como un humo denso y oscuro. Se trataba de niebla o de nubes, pero aparecía ante nosotros como el humo de la chimenea de un barco a vapor. Le pregunté a mi amigo si sabía de qué se trataba, pero no me lo pudo decir. Sin embargo, en menos tiempo de lo que escribo, se tornó oscuro como boca de lobo, hasta tal punto que mi acompañante y yo, tan próximos uno del otro, éramos invisibles para nosotros mismos. A fuerza de nuestros palos sobre las rocas y de llamarnos constantemente, evitamos separarnos mientras seguíamos el descenso. Habíamos bajado a tientas durante media hora cuando nuestras varas indicaron que no había continuación del camino, e incluso arrodillándonos sólo pudimos comprobar con el tacto el vacío en todas las direcciones. Vacilantes, escuchábamos atentamente cualquier sonido que nos orientara, ya que éramos conscientes de que no podíamos encontrarnos muy lejos de la casa de nuestro amigo inglés. Y a los pocos minutos nuestra alegría fue inmensa al escuchar el cencerro de una vaca de su rebaño, justo bajo nosotros. Gritamos tan alto como pudimos, y las frías colinas parecían burlarse de nosotros, en la todavía tierra de nubes. Escuchamos al fin una voz, y pronto fuimos descubiertos por los sirvientes, quienes guiados por nuestras voces, llegaron a nosotros con una linterna y nos sacaron de lo que por la mañana vimos que era un precipicio muy peligroso, casi un barranco de quinientos pies.
Mars Ross y H. Stonewhewer-Cooper. (s.XV- XX)-Asturias vista por viajeros. Tomo III.-
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