Ribadesella -Ría



Textos:
-Dibujo de la Ilustración Gallega y Asturiana.
-Carta de Laurent Vital.
-Adolescencia, juventud, madurez,  ancianidad y muerte del río Sella.

Dibujo de la Ilustración Gallega y Asturiana.
Ribadesella (en asturianoRibeseya) es un concejo de la comunidad autónoma del Principado de Asturias. Limita al norte con el mar Cantábrico, al este con Llanes, al sur con Cangas de Onís y Parres y al oeste con Caravia. Fundada por Alfonso X el Sabio. Fue uno de los principales puertos asturianos del siglo XIX. Cuenta con una población de 6.242 habitantes (INE2011).
El concejo cuenta también con numerosas empresas dedicadas al deporte de aventura, como piragüismo, espeleología o escalada. El primer sábado de agosto después del día 2 se celebra el famoso Descenso Internacional del Sella, donde acuden deportistas de todo el mundo y se celebra una gran fiesta local.
También este concejo destaca por la variedad turística que ofrece, y sobre todo por las actividades que rodean a la cueva de Tito Bustillo, famosa por sus pinturas prehistóricas y por las huellas de dinosaurio.

Carta de Laurent Vital
Las mujeres de esas comarcas van sobriamente vestidas de paño delgado, y las más de las veces sus trajes no son mas que de tela, y su atavío y adorno de cabeza son extraños, y tan altos  y largos  que en el tiempo pasado solían  ir las damas y damiselas con sus altos tamboriles, y no son tales;  pero sus adornos están hechos  como  respaldos y cubiertos por debajo de tela, bastante a la moda pagana; sus adornos son penosos y muy pesados de llevar; por la cantidad de tela que emplean , que les cuesta tanto como el exceso de sus vestidos. En mi opinión, no sabría comparar  mejor esos adornos que como a esas aldeanas  que se han cargado sobre sus cabezas ocho o diez pértigas con bandas de tela cubiertas con un trapo , o como si a una mujer se hubiese plantado sobre su cabeza  una gran cesta de cerezas  tan altos y anchos  por encima son esos adornos. Van allí las mujeres, como los hombres, la mayor parte del tiempo sin calzas; y si las llevan, son anchas  y rojas, llenas de pliegues, a causa  de que no llevan ligas.  He visto algunas que llevaban altas botas, como hasta media pierna,  y creo que a la mayor parte de esas mujeres no les hace falta peine ni cordeles  para atar sus cabellos, porque debajo de estos  adornos está todo lleno de negras  y grises horquillas; también las mujeres  y las jóvenes son poco o nada hermosas;  parecidamente las muchachas casaderas van allí  pobremente vestidas, la mayor parte  con telas de un delgado jubón sin mangas y con el pelo corto, y la mayor parte de ellas tienen las orejas agujereadas; pero en los días de fiesta, cuando van a divertirse , llevan alrededor del cuello, a manera de argolla, paternostes de azabache, a la vez de ámbar o coral; también llevan cordones llenos de nudos para dar lustre  a sus pechos morenos, de cuyos collares cuelgan y sujetan gran cantidad de chucherías  y otras menudencias. Los días de trabajo van  con los pies descalzos y arregladas mas sobriamente, por lo cual no se muestran tan guapas, como si se arreglasen mejor. 
En  Ribadesella fue el rey alegremente recibido,  y estaban allí  las gentes muy animadas, y fue allí donde  por primera vez vi a las mujeres ataviadas con los adornos  de tan extraña manera; porque parecía que se hubiesen plantado  sobre sus cabezas fárragos de cosas o golillas, o, hablando mas clara y honestamente, esas cosas  con las que los hombres hacen los niños y es el mas endiablado adorno de mujeres que jamás se haya visto, porque, así como las locas se encasquetan el gorro  hasta las orejas, y por encima  de la forma y pelo ponen una cabeza de gallo  que les llegue  hasta debajo de la frente, así, las mujeres casadas de esta provincia llevaban un adorno de tela blanca o crepé  hecho a manera de golilla, con un paño de grosor de medio palmo de vuelta, tan rizado y cosido sobre su cabeza, que el extremo de esa linda golilla ívales a descansar cerca de la parte superior de la frente. Pero las más gentiles y guapas llevaban el palo tan firme, rígido y estirado, que habían de cuidar  mucho el tener la cabeza erguida, y era el extremo de otro color de la tela que el palo; de tal modo, que,  cuando los palos de sus golillas  eran de tela blanca, ponían el extremo de tela amarilla, y “ex inverso”  el palo amarillo y la cabeza blanca; y no hay manera, siendo la primera vez cuando no se está acostumbrado, de que esos adornos no hagan  recordar la dicha gentil golilla.
Laurent Vital. (s. XVI) Asturias vista por viajeros. Tomo I.-




Vida y muerte del Sella
NACIMIENTO
El aire fino y cargado de aromas frescos y agreños anuncia la inmediata aparición de las altas cimas, y entre la flora recia  y brava, un pastorcillo con zamarra y madreñas nos dice que el Puerto del Pontón lo tenemos a la mano. Al dominarle, los oros de la mañana se funden  con las nubes que precedieron al natalicio sol, y religiosamente contemplamos la maravilla del paisaje, meciendo la mirada  de cumbre en cumbre, para dejarla  prendida en las cresterías de Peña Vieja, del Llambrión, de Peña Santa, recortadas sobre el azul del cielo con el limpio perfil de una estampa japonesa. Muy lejos, allá, en lo más lueñe, se presiente el eco retumbante de la mar, y acá, en lo más cercano, se escucha el rumor de una fuente de la que en venas de un verde musgo se escapa un hilo de cristal. Ahí nace el Sella, en altas tierras leonesas de firme fragancia, de recia historia y de clara nobleza:  como todos los ríos -al igual que los hombres -tiene infancia, adolescencia, juventud, madurez y ancianidad, regidas por la conciencia errátil de las aguas. En estos primeros días, sus pasos inseguros nos cautivan: todo es ternura, hechizo y sonrisa; su cuerpo se semeja  un temblor de pureza, al que la rosada seda de los abedules -amadores de la claridad -sonroja con el brillo de los blanquecinos troncos. Suspirante resbala por un cauce primitivo, entre recovecos de tal gracia que las gencianas y digitales destejen sus flores alisando el camino que recorre en brazos de la zozobra, protegido por la fuerza misteriosa del hayal.  De los puertos y de las breñas, se le incorporan más tarde arroyos arrabaleros que le hinchan y engrandecen, y las aguas, gozosas, bailan y juegan al corro con las espumas. 


ADOLESCENCIA 
Si la inocencia de sus días infantiles produce penetrativa emoción, las malicias de su adolescencia nos colman de regocijo. De las laderías y de las vertientes afluyen manantiales que por no tener cauce le llegan desorientados, y al recibirles  sabe fingir agresivas voces; cuando le escuchan los árboles  centenarios, medrosos y enfermos, adoptan  movimientos de huída  o actitudes  de combate, hasta que se tranquilizan viéndole seguir rumbo a Verrunde, valle mimoso, rincón ungido de frágiles y perennes colores de la primavera. Atrás dejo la Riega del Infierno ´primera caída del Sella-, un paraje greñoso y sombrío y el Punte del Vado, embellecido con la tierna pincelada de los fresnos  y los cándidos  verdes de las praderías, rebosantes de fecundidad, envueltas  en intensa emulsión olorosa; el río limpio y puro, como no siente la punzada  del deseo  sigue corriendo en brazos de la castidad, hasta que desfallece, lanzando un quejido; la masa imponente de Peña Negra  le cierra el paso, y los negros estribos de la Ten le oprimen sin compasión; el dolor, alentándole, le hace brincar, y convertido en torrente  irrumpe y fecunda las tierras pradeñas del valle de Sajambre. Son estas tierras quebradas y están colmadas de levedad; una vibrátil y luminosa sensación envuelve el alto caserío de la vila de Oseja, a la que rondan frondosos  nogales; hasta ella ascienden los rumores del Sella, sobre el que se abren las ventanas del pueblecito de Vierdes, de sencillez primitiva. De los montes de Pío vierten las aguas del río Zarambral,  y del collado de Arcenorio las atropelladas y espumosas del río Blanco, deshechas  en remolinos, al unirse con las del río San Pedro, oriundo de Soto, nacido en las Torres de Carombo, nevadas y refulgentes; su ímpetu rompe el letargo producido al Sella  por los saucos  y las madreselvas  florecidas en los aledaños  de Ribota, y por vez primera la movediza  conciencia del Sella le habla de la muerte. Ante esto todo lo olvidó: olvidó las planicies altas y las cumbres entristecidas por los morados cendales de la lejanía; olvidó las praderas y los brezos y retamas que sahuman las majadas  de los pastores que visten angorras y llevan zurrón. Y pensando en su fin, se reconcentra,  y la masa de agua se embalsa en profunda meditación: la inmediata cortadura del Desfiladero de los Beyos -único  en el Mundo-, le espera con rencorosa implacabilidad. El Sella se despide  de la adolescencia, enarca el lomo en curva de profunda línea  y ciegamente se arroja al abismo. Entre resonancias indescriptibles estalla su juventud.  Estamos en Covarcil.


JUVENTUD
El desfiladero acoge al Sella con retumbos de cataclismo, y los ecos galopan por la tajadura fantástica, en la que se revuelve con feroz iracundia. Tienen las paredes del tajo increíble verticalidad; ante ellas pensamos en aquel día -perdido en las sombras de lo eterno-,  en el que las fuerzas cósmicas y telúricas alzaron hasta el cielo las calizas entre  el horrísono fragor de las cataratas  y de las erosiones.  Como una sierpe se nos enrosca  al cuerpo la emoción al escuchar desde el Puente de Cuerlles, los resultados jadeantes del río, hundido en las entrañas de la tierra; es apagada la luz y son ardientes y estremecidas las curvas del tajo. Del valle nos llega el sosiego de la fulgencia que al penetrar  por la escotadura se convierte en niebla, y del cielo  sólo vemos una cinta azul, tierna  y delicada, como senda angélica. Por la frontera canal, y cual si viniese despavorido, aparece el río Mojizo, un  torrente alumbrado en Tolivia, pueblo retrepado en el pando cumbreño, al que conduce una senda inverosímil, que por gracia divina cruza la brecha por un puente de belortas.  El Sella, fortalecido con esas aguas, lanza tan retumbantes clamores, que acobarda a los buitres, vigilantes, que se mecen en los invisibles columpios que cuelgan de las nubes. Y para acobardar  a los hombres, cuando la carretera  se esconde en las sombras del túnel del Regaldín, el Sella se oculta entre las negruras del recóndito laboratorio de cavernas, donde las metamorfosis de la materia producen el enigma de las formas.  El momento es de imponente pesadumbre, pero la vida sigue  palpitando sobre los picos de Peña Plana, que, cara al sol,  expanden resplandores. El Viego y el Oria, afluentes que nacen en  seculares neveros, avanzan golpeándose entre los cañones de la caliza, en la que los acevos y los laureles hincan la raíz, sin miedo a la muerte ni a los intensos alaridos del río, oprimido entre las masas que, hora tras hora, día tras día, quizá desde el instante primero de la Creación, le vienen aplastando. Pero su valentía es inaudita:  también él,  año tras año y siglo tras siglo, persiste en su lucha con la roca, hendiéndola y taladrándola para continuar su curso, alentado por las hirvientes espumas. En Valdelarco nuestro cálculo  propende a inverosímiles atavismos  de cómputo; es éste un puente de doble arcada, atravesado en lo más hondo de la sima, y horadado por el Sella con asombrosa perseverancia; desde su clave se dominan  los senos del planeta, pletóricos de energía inestinta, y se escucha el sereno latido del corazón del globo. Después, otra vez nuestro viejo amigo se hunde en insospechadas  profundidades: para encontrarle tenemos que descender por una lastra donde la muerte vive acurrucada, y cuando nos acercamos nuestra sangre late violenta. En el hondón, leños mutilados y carcomidos, con la trágica mueca de su anatomía fragmentada, nos hablan del horror de su martirio. El cauce es una caverna  de sombras lívidas y extrañas coloraciones, con plegamientos en los que el tiempo talló la huella de las centurias inmovilizadas en los grumos y en las estalactitas. El ambiente angustioso nos hace buscar la escalada, porque anhelamos bañarnos en la luz de los altos, pero el Sella nos retiene, sin  que sepamos separarnos de él. Y brincando, asiéndonos  a las aristas, en las que viven líquenes viscosos, seguimos caminando bajo la comba de la peña, huyendo de las grutas y cuevas, en las que el espíritu de las aguas se hace corpóreo y tangible. Como podemos, comenzamos  a subir por la senda barrizosa  y y movible que nos guía al Puente de la Agüera; la vegetación es áspera y apagada; haciendo un último esfuerzo llegamos a la carretera, de la que parte el camino de Candamo; la caliza contorsionada intenta romper la perpetua  inmovilidad, y en sus riscos erectos  y violentos se adivina la sed devoradora de la libertad. All abrirse el camino, se espacia el cauce y las aguas se llenan de pureza; son aguas prístinas, desnudas en su castidad inmaculada, palpitantes como un corazón. Y entonces queremos cogerlas y subirlas a lo alto para que la luna se deshaga en ese espejo que nunca se llenó de sol. El desmayo sigue siendo la nota de este paisaje; las lianas y enredaderas caen sobre el tajo con la desfallecida elegancia de las guirnaldas, y mientras los tilos y abedules trepan por la pendiente en la común aspiración de la luz, el Sella, en Puente Angoyo, bebe las infantiles aguas de Bareyo, sombreadas por los avellanos y por la poesía. La dureza del escobio se ablanda con el ropaje de los tejos y de los madroños; es con nosotros la intensa fragancia de los montes, y sentidamente decimos adiós a las tierras leonesas -tan severas, tan altas, tan nobles- para entrar, con nuestro río, por las de Asturias -tierras de maíces y castaños y de nogales ´que esconden los hilos de los caminos, en los que vamos dejando la hebra del tiempo. Aquí se comba el Sella, mira a los altos, se empapa de sol, y con unción de despedida, abandona a Juvencio para entrar serenamente en su madurez.


MADUREZ
Al cobijo de unos robledales, rampando sobre una ladera, y sostenido por el cerco de unos pradezuelos, se asoma al precipicio el pueblo de San Ignacio -capital de los Beyos-, y más arriba aparecen las ocho casitas de Canisqueso, clavadas  en lo más pindio de la vertiente. Todo parece un ensueño, porque la realidad de su existencia sólo se ve a través de un lirismo.  En ellos vive  adormecida la quietud; de los hogares sale un humo impalpable que, al flotar en el azul, nos habla de la vida. De San Ignacio afluyen, hocinadas y toscas, las aguas del río Rampión,  y  de Canisqueso las del Carmenero, aguas frías, límpidas y golpeadas. Por las cumbres de Rues nos parece que llegan en oleadas, clamores escapados de la mar. En su busca vamos; de improviso, al cruzar el Puente de Vidosa, quedamos absortos, y nuestras miradas no saben desprenderse del caserío que, como un alcotán, regio, blanco y rojo, clava las garras sobre la cima de un pico, al que parten de arriba abajo hendeduras profundas por las que se arroja, como  un suicida, el torrente de Rubiellos. El Sella, ante tanta audacia, se remansa, y cuando las retumbantes cataratas han sido suyas, penetra por otra hoz a la que ataca con hercúleo esfuerzo. Tienen estas rocas una silueta convulsiva, y el río una espléndida serenidad, glorificada por el sol dorador de los montes. La luz derrama esperanzas, y el Sella se deshace en rompientes y cascadas; en los saledizos de la peña, los tilos, los cerezos y los nogales, ponen la frescura de su verdor  tierno  y tan estallante que apetece apretarle para beber jugos de vida; la sedancia se adueña  del río cuando el praderío de Sames, tendido en feliz abandono, le saluda desde lo alto. La tierra pradeña de Amieva le hace donación de las aguas del Vallejón y del Pen, y mientras  las mimbreras, sensuales y ardientes, le excitan con su desnudez, los castaños, serenos y prudentes, le aconsejan y aplacan. El agua se llenó de amor, y el río, más que correr, se desliza con suavísimos movimientos para no romper  la tersura sobre la que flotan  ingrávidas gasas. En Precendi todo es armonía y proporción; en Pervis, algarabía y bullicio de frescor, y en la noche, la luna enamorada y desnuda, baja de los cielos para entregarse al latido de la corriente. Aguas abajo, a la sombra del puente de los Grazos, el Sella se encuentra con el Ponga, que viene cantando las glorias de las sierras de San Juan, mas pronto enmudece, porque el Dobra, otro poeta torvo y despeinado, con voz de cadencia, se les une  recitando el romance amoroso de los picos Carombo, rondadores de Peña Santa, la virgen inmaculada vestida con azahares. Y es en ello tan atrayente, que el Sella ni se da cuenta de que en Caño brinca por una presa y se rompe en mil brazos para recobrar  después su serio  continente. Las aguas tienen pliegues más hondos, y en los rosarios de los pozos viven sombras nazarenas; nada quiebra su calma, y amigo de la humildad, siendo tan hercúleo, se adentra por los carrizos, deja que le puncen  las greñas de los zarzales, y jugando con las suaves y ondulantes melenas de las salgueras, core por las aceñas y caceras de los molinos, que hacen el milagro del pan. Y fresco, vivo, espumoso al adquirir la plena conciencia de su personalidad, con severa arrogancia, entra en Cangas de Onís, pasa bajo su puente aéreo, besado por la leyenda, y es con él la madurez de la vida.


ANCIANIDAD
Entró nuestro río en el último tramo de su existencia con el ímpetu pujante mas propio de los mozos viriles  que de los achacosos ancianos, amigos del tibio sol y de los abrigaños confortadores. Si la vejez es con él, los ánimos no le abandonaron; aún sabe luchar, y las vegas que desde Cangas a Las Arriondas ponen en nuestros ojos la suavidad y el deleite de su dulzura, nos enseñan las cicatrices que en sus cuerpos de clásica belleza dejaron las invernales zarpadas del Sella.  Son estas vegas anchas y aplacientes, con medallones de césped y masas de castaños, que entoldan las erias con el sedal de las sebes. La corriente es a ratos impetuosa y  en otros armónica y equilibrada; en algún recodo  no faltan islas de ensueño donde la fronda apretada bebe la luz, y en otros surgen por conjuro espigones  y cabos por los que peregrinan helechos y sauces amigos de otear los fondos donde viven las algas sensitivas  y los musgos cristalinos, tan delicados como las filigranas que teje la escarcha en las noches temblorosas del invierno. 
Y el río se va colmando; de las altas Mestas de Con y del santo rincón de Covadonga, vinieron al Sella las aguas del Güeña, portadoras de las sonrisas inefables de la Virgen asturiana, más bonita que una estrella marinera, nimbada con burbujas de sidra,  ensalzada con las plegarias de la gaita, bendecida con las oraciones del tamboril.
Entre el boscaje, apretado y fecundo se filtra el sol, poniendo sobre el río un camino de oros y sombras; todo él está formado de curvas, desniveles y tornas roqueras, que nos recuerdan los saltos de las cascadas estrepitosas de su inquieta juventud. En Las Arriondas se convierte en un pozo donde la pureza y el milagro  de la nitidez, taladrándole el corazón, le llenan de gloria. El río Piloña se le une, y juntos, entre el intenso oleaje, bravío y retumbador, vuelven los ojos hacia las tierras desconocidas, lejanas y azules del Puerto de Sueve, altitudes alumbradas de la serranía, alzado sobre las cumbres, envuelto entre nieblas y amigo de la risueña amplitud con horizontes al mar.
Luego, percatado de los deberes que le impone la ley de la gravedad, descansa en sosiego para que el agua, clara e inmóvil, recoja el júbilo del cielo y los sombráculos de la espesura fresca y viciosa, en la que vive el espíritu de las selvas fecundas aromadas con  zumos. Y así sigue, acompañado de los arroyos parlanchines que piropean a las pálidas hortensias y a las adelfas  adormecedoras hasta que con voz de pasionales modulaciones les hace enmudecer, para que escuchen el madrigal que dedica a las trepantes pasionarias que en el relicario de sus flores guardan los atributos sagrados de la Pasión del Señor.
Para glorificar tan emocionada oración, en las alturas es todo sol, en la tierra paz, amor en los hombres y en las entrañas del río el latido constante de la vida.


MUERTE
Dominado por el obsedante pensamiento de la muerte, el río se va recogiendo, meditabundo, y el pinar, guardador de rumores, hace más tristes las aguas, vestidas con la túnica morada y penitente del reflejo del brezal. La cordillera, que tenemos a mano, es cenizosa, esquiva y abrupta, con laderas relajadas y con perfiles de senectud; el paisaje,  áspero y rapado, azuza al Sella a correr en busca del regazo caliente de Tremañes, blanca aldea donde la masa florida de las camelias y magnolios canta una giraldilla. El camino se allana en amplia perspectiva, y el Sella se detiene ante la armonía de la ramazón argentada de los eucaliptos, donde anidan los ecos del mar, arrulados por la brisa garbosa y gitana. 
La meta de la vida está próxima, mas nada inquieta a nuestro amigo, bueno, hercúleo y humilde. Con una voz podría llamar a las nieves de los ventisqueros, a los ríos a quienes dió abrigo, a los arroyos juveniles, a los manantiales caudalosos para que unidos, trajesen en brazos a la riada iracunda sembrando la muerte en los ejércitos de maízos que defienden con sus lanzas floridas los valles que orea con el frescor; pero sabedor de su destino, pone paz en las aguas y sigue caminando entre las aldeas  con huertas e higueras que le ofrecen lágrimas de mile.
De repente, al divisar la lisa y palpitante cortina azul, su cuerpo se estremece. El retumbo pendular de las olas  es con nosotros; el Sella contempla  la ría, los meandros, la desembocadura corba y rutilante como un alfange de la morería, y es  tanta su angustia, en que viento compasivo se despierta para confortarle ungiéndole con óleos de pinar. 
Ribadesella, bonita y adobada, florece entre los colores calientes del monte Guía, del que descienden brazadas de azules resplandores; el cerro del Cordero sigue siendo el casto y romántico amador de la “eterna esfinge, azul, de crin de plata, cuna de la vida”. Sólo el monte de Somo, con la emoción de su soledad, ciego en esta hora meridiana, quisiera recibir con la mirada misericordiosa de su faro, el último suspiro del río, que avanza colmado, rebosante, enaltecido por su pura estirpe montañosa honorificado con la ejecutoria de sus gestas heroicas y bárbaras.
Arden las arenas rubias de la parva inmensa como el llameante  ruedo de un horno; sobre la costa dorada parece que el sol clava puñales; un abanico de luces infinitas airea las olas, y el Sella como un dios pagano, se acerca buscando a las “oceánidas” vestidas de espumas.
Las rompientes ciñen a la costa con un frenético abrazo de hervor, y las gaviotas tienen el vuelo disparado de las saetas.
El Sella, en un instante fugaz, desata sus fuerzas, y en la barra acomete a la mar, entre estruendos y clamores; arrepentido, se resigna, y estoicamente entrega su vida. 
Y el mar le acoge en su seno.
JUAN DIAZ -CANEJA.-




































































































































































































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