Ruta del Cares (Posada de Valdeón-Caín-Poncevos)

Textos:
-La conquista del Naranjo de Bulnes contada por el Cainejo.
-Casiano de Prado.
-Un camino a Covadonga.
-D. Roberto Frassinelli.
-Picos de Europa-Paul Labrouche.
-El instinto y la astucia del burro.
-El Naranjo de Bulnes.
-Los hombres y el paisaje.
-Un conseyu.
-Tras el rebeco en Asturias. Los Picos de Europa.
-Peña Santa.



Fotografía del Conde Saint Saud




La conquista del Naranjo de Bulnes, contada por el Cainejo


Considerándole como uno de los documentos más interesantes acerca  de la conquista de Naranjo de Bulnes, reproducimos  una relación hecha en 1905 por Gregorio Pérez, el Cainejo, que publicamos sin alterar en nada la redacción ni aun la pintoresca ortografía. El pobre cazador de Caín, ya fallecido, que guió al marqués de Villaviciosa en la conquista del Naranjo, relata con encantadora ingenuidad la proeza alpina de más relieve que hasta ahora se ha cometido en España: 
“En el día 2 de agosto de 1904 estaba yo segando yerba encima del pueblo de Caín de arriba. Caminaba a buen paso un  asturiano que se dirigía onde yo estaba segando y despues de saludarnos me dice: Vengo a buscarte; ¿y luego? Hoy  llegó a la Vega de Ario D. Pedro Pidal y dijo que te había escrito una carta que estuvieras hoy en la Vega de Ario, pero vino él primero que la carta.  Bueno, dile  D. Pedro que al ser de día estaré en la Vega; y marchó a escape, pues dijo no tener  nadie  en la majada.  Bajé  a la tarde a casa y después de cenar, como hacía buena luna, eché a andar, llegué a la Vega muy de mañana y ya me salió al encuentro D Pedro. Nos saludamos y le pregunto ¿quién ha venido con usted? Dos señores; de Oviedo uno, y de Gijón, el otro. Llegamos a la tienda de campaña y me los enseñó, pues  estaban durmiendo todavía en sus colchones de viento, pues estaban molestados a pesar de haber venido a caballo. Me dice: bueno; ¿estás dispuesto a que vayamos hoy a hacer la ascensión a Torre Santa? Por mi cuando V. guste, le dije. Bueno, ya tengo yo preparado lo que hemos de llevar. Mira si hará falta más;  me enseñó  la morrala y veo una magnífica cuerda; me dijo haberla comprado en Londres, y vi que había comestibles bastantes para el día. Vestí mi morrala y echamos a andar, despues de haber encargado  a un mozo que, levantados los dos señores, los llevase a tomar una visita a la Torre de Jultayo, pues estaba cerca y era buena tierra, dando vista a Caín.
Llegamos nosotros al Hoyo de la Capilla y como había buena agua nos pusimos a almorzar. Sacó D. Pedro su mapa y me preguntó ¿Cuála es Peña Santa de Enol? y se la enseñé, pues, aunque  es un poco mas baja que Torre Santa, como está delante de esta, por la parte de Asturias se ve mas tierra; ¿y que te parece?¿tendremos tiempo para subir a las dos? si señor, hay dia para todo. Echamos a andar y mirando cómo corrían los  rebecos que huian de nosotros, nos dirigimos a la Peña Santa de Enol, que es la primera. En menos de una hora subimos a lo alto, donde había una pilastra echa a mano por el Conde Saint Saud y sus guías. Sacó D. Pedro sus antiojos  y recorrió desde allí hasta el mar y desde las Cordilleras del Puerto de Pajares, hasta las montañas de Llanes, y mas allá contra la provincia de Santander. Todo se veía, pues era un dia escampao, sin  una chispa de niebla, que era lo que deseaba D. Pedro. Bajamos en media hora onde teníamos la morrala y la cuerda, que para subir esta Torre sabia yo que no hacía falta la cuerda.  La vestí otra vez y echamos a andar para Torre Santa. Llegamos al pie y allí tuvimos que hacer uso de la cuerda; subimos aquel paso y la dejamos allí, pues de allí para arriba comprendí que no nos hacía falta;  no porque sea buena tierra; pero vi que D Pedro se atrevía tanto como yo o poco menos. Llegamos a lo mas alto y nos encontramos con otra pilastra echa por el mismo Conde.  Desde allí es el divisar tierra para la parte de Castilla, pues yo creo que se verá hasta mas allá  de las montañas de Sierra Morena. D. Pedro se asentó a mirar con los antiojos y yo como no había dormido nada la noche anterior, me quedé dormido sobre una llastra muy llana, cuando el ruido de unas fuertes voces me despertaron. Era D. Pedro que con los anteojos alcanzó a ver los dos señores  en la Torre de Jultayo, que a la sazón  se levantaban para volver atrás. Les vociaba per ver si le oían, pero era imposible  por la mucha distancia y la mucha altura que teniamos nosotros sobre ellos.
No se cansa nunca de mirar D. Pedro a un lado y a otro, hasta que tuve que darle prisa, que nos hacía falta el tiempo para volver a la Vega. Emprendimos la bajada que es larga, pero no es mala. Al bajar nos juntamos con dos cazadores de Soto de Sajambre.  Bajamos a comer a la Fuente de las balas; las hay de piedra roja, echas como a molde; por cierto que cogió algunas  y las guardó; desde allí a la Vega todo es atravesar para adelante. Llevamos una tarde muy divertida, mirando los rebecos que saltaban a un lao y a otro, cómo salían de sestear para ponerse a cenar. De tiempo de tarde llegamos a la Vega a las seis y media o las siete.
A otro día de mañana batieron la tienda, pues como el día antes, camino de Peña Santa, habíamos hablado de ir a hacer una tentativa al Naranjo de Bulnes y quedamos concertaos en eso, era preciso madrugar. Cargamos los caballos, apartamos  lo necesario para nosotros, y les dice a los dos señores y a un mozo que les acompañaba: bueno, si ustedes me permiten yo me marcho por aquí con Gregorio, a hacer la ascensión al Naranjo de Bulnes, si no es posible; bajan con esto a Covadonga y a Cangas, entregan esta tarjeta al señor Dosal, que me remita un coche a la Hermida para el día 7.
Nos despedimos  y echamos andar espalda con espalda.  Bajamos a Ustón y al río de Cares, alli almorzamos, pasamos el rio  de Cares por un pontigo, emprendimos  al Monte Llue arriba, que tiene una legua de largo; subimos a la Collada de Cerredo, tomamos el fresco un rato, pues desde allí a la Majada de Camburero, que teníamos  que ir a dormir, todo era alante en travesía y casi por sombra. En la Majada de Orande, en una cueva que tiene una fuente, comimos y bebimos  y alli mandamos razon por un pastor de Bulnes, a Inocencio, que subiera de mañana  Camburero, que íbamos a ver si eramos de subir al Naranjo, para que nos ayudase algo; pero como le diera el aviso tarde, no subió. Echamos a andar, deseoso ya D. Pedro de dar vista al Naranjo, pero como Camburero está metido en un hoyo como media legua por bajo del Naranjo, hasta no llegar cerca no se nos ponía a la vista por donde nosotros íbamos, llegamos a derecho por tres costaos; sacó D. Pedro los antiojos  y de allí examinamos por onde pudiéramos embestir, dao caso que por lo que víamos de allí pudiéramos subir a un descanso que nos presentaba menos de la metá del pico.
Bajamos a la majada; nos preguntan los pastores el objeto de ir por allí sin escopetas; se lo hemos dicho, y dicen ellos: bien atrevidos los hubo en Bulnes y los hay también, y nunca subió arriba naide; pero es que ni los rebecos tampoco. Pero nosotros, confiaos en nuestras mañas y nuestra buena cuerda, teníamos confianza. A otro día, que era el 5, esperamos  un poco por Inocencio; viendo que no venía, echamos a andar, almorzamos bien en una fuente al pie del mismo pico, le damos una vuelta y vemos que por el costao que mira al Norte podríamos subir al descanso que decíamos por la tarde. Dije: bueno; quédese V. aquí; ahora voy a subir yo allá arriba si puedo y pasar a la horcada que víamos ayer, que de allí ya se ve y registra de alli para arriba. Me descalcé  a pie puro, lo dejé allí con la morrala debajo de una piedra; embisto la peña; fuí  pasando y subiendo llastralezas y pasos medianos; perdi de vista a don Pedro por tener que atravesar hasta la horcada que decíamos allí; me asenté y lo registre bien: se vían unos saltos y unos canalizos que no me pareció tan malo como resultó; volví atrás hasta llegar a la vista de mi compañero, y le digo a D. Pedro: ¿sabe Vd. que no se me hace tan malo como lo ponían? Se me figura  lo peor de ahí aquí (pero me resulto ser así); y marchó hacia donde yo estaba, con tanta arrogancia  como si fuera a subir por un valle arriba; le mandé que se asentara y esperase  alli hasta que yo bajara onde estaba él  y nos amarremos bien uno por cada punto de la soga; como yo estaba descalzo, mis pies pegaban bien a la peña, pero tambien ú mejor pegaban las alpargatas de D. Pedro. Fuímos subiendo poco a poco  hasta una llambria que había que travesar bastante pendicular y sin agarradero ninguno; pase yo delante y con la cuerda favorecí a D. Pedro, y pasó también; y entonces me dijo D. Pedro ¿sabes que esta lúcia de peña se parece aquel sitio que pasemos el año pasado, cuando pasemos desde Caín a Cuestaduja y á la Collada de Cerredo,  aquella llastra que llamais vosotros  la llambialina? y  con este nombre se quedó y en verdad que nos valió mucho para bajar. Subimos otro poco más arriba y después tuvimos que travesar un cacho p´alante  hasta llegar al sitio donde había llegado yo primero, a un descanso que hacía la peña y se descubría la mayor parte de lo que faltaba por subir. Allí nos asentamos a descansar un poco y registrar  con los antiojos cualo sería de lo malo lo mejor, pero todo nos pareció imposible, menos unos canalizos muy estrechos con algunos saltos  de unos a otros y muy plomo arriba; y hemos dicho: si habemos de subir, tiene que ser por allí; y entonces, aunque la divina providencia lo hubiera ordenado, empiezan a reunirse ramos de niebla y se cerró por entero en un cuarto de hora y fué lo que nos favoreció despues de Dios y la cuerda para subir y bajar, porque nos quitó el asombro que metía el mirar pa abajo.  Fuimos subiendo poquito a poco un gran cacho para arriba, hasta que tropezamos un muy alto salto que formaba panza en el medio  y derechaba tan plomo arriba como un arbol entornao y sin agarraderas ni sitio  onde poner los pies.  Empezó D. Pedro a registrar y me dijo: ¿sabes Gregorio que aquí hay  un gran agarradero? Se agarró bien una mano de él, afianzó bien los pies y me dijo: apoya los pies sobre mis hombros ;así  lo hice y después sobre la cabeza, y después me empujó los pies con una mano y entonces me enganché mis manos de un buen agarradero y me eché fuera.  Subí mas arriba y advertimos que la niebla se bajaba un tanto y los rayos del sol pasaban por encima de nosotros y que se veía un cielo azul que daba gusto; ya advertimos que se bia lo mas alto.
Soltamos la cuerda y la dejamos atrás y llegamos a la cumbre; nos asentamos sobre unas piedras un poquito, que subíamos cansados. Sacó D. Pedro los antiojos y empieza a mirar a todos laos, porque como la niebla estaba baja, echa una vega, se veía la mar de tierra y rebecos en aquella torre, en aquel pico, en aquel nevero, en aquel hoyo, en aquella verdiana, paciando, ¡qué gusto encontrarse en aquella altura y donde nadie había pisado! Tomamos unos caramelos por la mucha sed que teníamos y nos pusimos a trabajar para dejar a la vista pruebas de la verdad; nos pusimos hacer en la parte más dominante una pilastra cada uno, yo la hice de mi altura, firme y bien construida; me manda D. Pedro que le asegure algo de la suya; la retaque bien,  hasta dejarla segura; hicimos  otra entre los dos, con tres grandes piedras  bien asentadas unas sobre otras, en forma que se ven de muy largo y se verán siempre, a menos que algun rayo o chispa eléctrica las derribe, que allí se conocen que caen con frecuencia.
Emprendimos otra vez la bajada, que ya la considerábamos más difícil; fuimos bajando hasta encontrar la cuerda, nos volvimos a metere entre la niebla, bajemos  hasta el último paso malo de la subida; se amarró bien D. Pedro por su cintura, con la cuerda que era bien segura, me aseguré yo para tener y bajó toda la largura de la cuerda; trato de bajar yo, pero no es posible, él no me podía ayudar,  yo no encontraba de que me agarrar; ya decía: pero Dios mio ¿cómo subiría yo por aquí? Hasta que dice D. Pedro: mira  a ver si encuentras de qué amarrar la soga. Reparé y vi un canalizo en la peña hecho por las aguas; anudé  bien la cuerda, la metí en el canalizo, la atesté  bien con piedras, tiré de ella y vi que estaba segura; me agarré  de ella y en un instante bajé donde D. Pedro; tiré de navaja  y corté la cuerda; anduvimos  para bajo hasta el otro paso malo. Bajó D. Pedro: vas a terciar la cuerda detrás de aquel pico que hace la peña; digo: doblada no va a alcanzar,  que ya es más corta; nos soltamos; la doblé  tras de el pico y bajaron las puntas hasta cogerlas D. Pedro; me agarré de ella y bajé enseguida.  Echamos andar, y allí por evitar un paso algo mediano que había para bajar al descanso que hacía la peña, donde habíamos estado sentados al subir, determiné  bajar por otro lao. D. Pedro no quería; más valía lo malo conocido que lo bueno por conocer y tenía razón. Seguí por allí y desorientamos. Dejé a D. Pedro asentado y empiezo a registrar por quí y por allí;  encontré una cagada de pájaro que la vi por la mañana cuando fui y volvi; bajé un poco más abajo y me encuentro con la llambrialina. Llamé a D.  Pedro y le dije:  aquí está la llambrialina, ¿tú estás seguro que lo es? sí señor; fíjate bien, me dijo, y el caso no era para menos, la niebla puesta, la noche encima, desorientados  en la torre sin tener donde dormir, no siendo que nos ataramos a alguna peña con la cuerda. Volví a subir donde D. Pedro y bajó todo lo que dió la cuerda y me llama: tienes razón, que esta es la llambralina; ahora ya estamos bien, que ya estamos cerca de abajo, bajemos otro poco y enseguida llegamos al sitio donde teníamos mi calzao y lo demas equipo.
Allí, besemos ambos la cuerda por ser la que nos ayudó a subir y bajar, miro su reló y eran las siete de la tarde. Cogimos un chorizo cada uno y echamos andar, llegamos a la fuente donde habíamos almorzao secos de sed, bebimos, tomamos otro chorizo y buenas conservas y echamos andar, pero enseguida nos cogio la noche por unas pedrizas abajo, sin camino alguno y en terreno poco conocido. La niebla puesta y cerrada y de noche, trompicábamos a cada momento; no sabíamos por dónde andábamos. Vociábamos  a los pastores de la majada, pero no sentíamos responder a nadie: lo que sonaban eran peñas rodar por aquellas pedrizas  y por aquello comprendíamos que estábamos muy altos. Aquí caíamos, allí nos levantábamos; fuimos bajando mucho más y volvimos a vociar, y entonces ya nos contestó una pastora, que como tenía sus vacas un poco desviadas de la majada, escureció ordeñándolas, y como sabía que estábamos arriba y nos oyó vociar, nos esperó,  por más que nosotros les habíamos dicho por la noche que si no éramos de subir al Naranjo no volvíamos por allí, que nos dirigíamos a los Tiros del Rey  y al casetón  de Aliva y de allí a las minas de Andara.
Al sentido de las voces de la pastora, fuimos llegando poco a poco a bajar donde ella estaba sentada en nuestra espera. Como a mí  me conocía,  me dice: trair´leis  güena sede, podéis beber lleche; sí, dale á D. Pedro. Como estaba ya fresca y la sed era mucha, nos sabía a miel. Echamos andar, llegamos a la majada que ya estaba cerca, nos metimos en las cabañas con los pastores, tomamos mas leche y cenamos bien; nos preguntaron  enseguida que si habíamos subido al pico. Sí, nos costó  trabajo bastante; pero subimos y para mejor creerlo, allá en lo mas alto del pico dejamos señales verdaderas, ¿qué son? nos decían ellos, tres pilastras hechas por nuestras manos de la altura de un hombre, que nos llevó una hora justa hacerlas, no se caeran nunca,  como algun rayo no las demuela, pues español no extranjero estamos seguros que nadie las ha de tirar, y si subiera alguno, que no subirá, que haga otra ú otras tres como las nuestras. ¿Y de abajo,  desde la entrada del Jou sin tierra, se podran  ver ya?  nos preguntaron. De allí y de donde quiera que se vea lo alto,  se ven muy bien; pues mañana echamos para allá, a verlas  también; nos decían varias beces: se encuentran  allá los robecos y suben hasta aquel descanso que hay al principio del pico y algunos cazadores también subieron allí; pero mas arriba nunca vimos ni oimos, que naide ni nada subiese.  Dormiríamos como dos horas, porque luego amaneció; tomamos más leche y nos guiaron por el sendero que iba a Sotres, donde nos dirigimos, y de Sotres a Andara.  D. Pedro se dirigió a la Hermida donde le esperaba el coche; nos despedimos amorosamente y yo me volví por Bulnes para mi casa.
Picos de Europa
Contribución al estudio de las montañas Españolas.
Pedro Pidal (Marqués  de Villaviciosa de Asturias)
José F. Zabala.-


Casiano de Prado
El año 1856, emprende de nuevo la marcha para aquellas montañas, no ya con el objeto de hacer una simple excursión, sino un reconocimiento algún tanto detenido de los terrenos del partido de Riaño. Por Sajambre gana el puerto de Dobres. Allí entra en el término de Valdeón, bajando a pie por un espeso monte de hayas y robles. Al fin de la bajada se hallan Caldavilla y Soto de Valdeón, en un valle transversal que tiene la cabecera en la Collada de la Vieja, por donde  se va a Valdeburón y el puerto de Pan de Ruedas, en  el camino que va a Oseja de Sajambre y que termina en Posada.
Al día siguiente, 6 de agosto, se presentó el cielo con bastantes nubes, y como para su objeto necesitaba  se hallase completamente despejado, se determinó bajar a Caín, y desde allí hacer una excursión a la Canal de Trea, que deseaba conocer.
Como el tiempo no terminaba de afirmarse, se trasladó de aquel valle al de Vegacernaja, y después a Escaro y Riaño, reconociendo el terreno. El 11 pudo ya volver a Santa Marina, pernoctando en la majada de Liordes, hasta la que subieron también los caballos.
El día 12 de agosto, de madrugada, se puso en marcha toda la cuadrilla: eran siete hombres, entre los cuales se hallaba el ingeniero de minas don Joaquín Boguerín, entonces ayudante de Prado; éste relata así la excursión:
“Fue preciso salvar, desde luego, la cuerda que se presentaba al Norte y va de la Torre del Llambrión al Collado de las Nieves, punto que sirve de mojonera común a las provincias de Oviedo, León y Santander. Esta primera subida no es muy penosa, y desde lo alto se presentó a nuestra vista otra cuerda más elevada, a que corresponden la Peña de Moñas, ya en Asturias, la Torre de Cerredo y el Cueto de Tazano. Bajamos a la cañada que entre las dos cuerdas se forma, y tomando a la izquierda un poco, hemos entrado en la primera nieve. 
“Cuando la pendiente comenzó  a hacerse demasiado fuerte, dispuse que uno fuese delante, haciendo peales con un martillo, pues si  alguno se escurriese no se sabe adónde iría a parar. En aquel nevero sería imposible bajar, como tres años antes había hecho con mis compañeros de viaje, no sólo por la inclinación que ofrecía, sino también  porque no se alcanzaba a ver dónde y como acababa. ¡Qué yermo aquél, poblado solo de rebecos que huían delante de nosotros conforme seguíamos avanzando!
“Ya bastante cerca de la cumbre comenzamos las mayores dificultades de la jornada. Los instrumentos pasaron de mano en mano en algunos puntos, y hubo que subir  y bajar por paredes, por lo que tuve que descalzarme.
“¡Ea! Cuando menos lo pensaba, me encontré en lo alto. En verdad que la plaza era bastante estrecha: ocho metros de largo y tres por lo más de ancho. Apenas nos podíamos mover. Al tiempo de subir  se levantaban de cuando en cuando algunas ráfagas de viento del Sur muy fuertes, y si nos cogieran en lo alto, seguramente hubiéramos tenido que echarnos a tierra, por lo cual lo primero que hice fue montar el barómetro. Eran las once de la mañana y marcaba  559,30 milímetros;  el termómetro, unido al mismo, 12,7 grados, y  expuesto al aire libre, 12,6. Felizmente, el viento  no se dejó sentir  mientras permanecimos allí, y la calma era perfecta. El cielo estaba despejado en lo alto. A lo lejos, en los llanos de Castilla y León, había calina.  La Liébana, hoy, o, por mejor decir, hoyo, que en tiempos anteriores  se llamó provincia, por su situación aislada, sin duda, y cuya altura sobre el nivel del mar es bastante menor que la de Caín, se veía cubierta de nubes, que gradúo se hallaban 1.000 metros más bajas que la Torre de Llambrión.
“En rigor, no había subido a lo más alto, que era lo que yo aspiraba; pero no por eso creía yo frustrada mi expedición. Y aun cuando la geología no tuviese ningún atractivo para mi y al encaramarnos a aquellas cumbres no llevase otro objeto que contemplar el magnífico panorama que se ofrecía  a mi vista, ¿pudiera no contar aquellas  horas entre las más gratas de mi vida? Pero no,  por más que desde  mis más tiernos años tuviese gran afición a subir a los montes, sin otro objeto que recrear la vista y hacer acaso pruebas de mis fuerzas y robustez, otros eran los móviles que ahora me dirigían: estudiar unos terrenos cuya constitución física y geológica era desconocida, y verme en ocasión de ser de algún modo útil a la ciencia que reveló al mundo  en nuestra edad tantos hechos asombrosos, que es hoy día objeto de la particular atención de todos los Gobiernos, y a cuyo culto  dedican tantos hombres esclarecidos sus desvelos y fatigas, derramados por todos los ámbitos de la tierra.”
Casiano de Prado, Ingeniero español. (1820-1878)- Picos de Europa.  Contribución al estudio de las montañas españolas. Pedro PIdal (Marqués de Villaviciosa de Asturias) y José F. Zabala.-

Un camino a Covadonga
El camino, que no era más que un sendero de mulas se elevaba bastantes miles de pies, zigzagueando  hacia arriba  a través de un inmenso barranco, que de hecho estaba intacto y a salvo de inmensas rocas salientes y cavernas donde mineros emprendedores habían dejado rastro de su osada subida al pico más alto. Con nuestro ánimo reconfortado y disfrutando  de buen tiempo, el primer ascenso fue rápido, y tan rápidamente y a tanta altura subíamos  que durante mucho tiempo pudimos ver a lo lejos la casa de nuestro amigo.
Al fin alcanzamos la nieve, que con el sol  se estaba derritiendo y dejando  húmedo y resbaladizo  el suelo, tan desagradable para los caminantes. A medida que el camino iba siendo  gradualmente cubierto por la nieve, podíamos orientarnos mediante las indicaciones y nuestra experiencia de montañeros. Llevando siempre la iniciativa, ya que mi amigo estaba menos acostumbrado que yo a la nieve, yo marchaba delante y hacia arriba cuando,al echar un vistazo, me di cuenta con horror  de que había perdido su alta figura, pero al cabo de un instante escuché un grito de socorro, y mirando en todas direcciones, al final descubrí una bota en el aire: mi amigo había caído en una cavidad cubierta de nieve en polvo. Le grité que permaneciera  quieto, salté  hacia abajo y tomando una posición más baja de donde él había caído y a costa de denodados esfuerzos, lo saqué,  más asustado afortunadamente que herido,  aunque a juzgar por la oscuridad, la cavidad era  probablemente  muy profunda y él quedó  cabeza abajo  y colgando de las piernas. Más tarde, ya riéndonos  del percance,  continuamos  la marcha con más prudencia que antes hasta que, de pronto,  encontrándonos frente a un enorme y singular precipicio bajo las rocas,un eco me golpeó.
La nieve estaba blanda y resbaladiza ; todo eran  rocas aglomeradas, ahora invisibles, y nosotros procedimos, guiándonos  solamente por el instinto  de montañeros. De pronto oí a mi amigo decir: “Mira esas pisadas en la nieve”. Allí estaban,  bien marcadas y recién pisadas,las huellas  del paso de un oso, probablemente de una familia  de tres -padre, madre e hijo- en su paseo de invierno. De todas maneras  no avistamos tales osos,  pero desde aquel momento me arrepentí de no llevar conmigo una pistola, un revólver  u otra arma, y pensé con preocupación en las raciones de carne de vaca que portábamos para nuestra supervivencia, y en la probabilidad de que algún lobo hambriento las localizara  a través del olfato. Apenas habían pasado por mi mente  estos pensamientos cuando, unas cien yardas por encima de nosotros,  en un largo camino  cubierto por la nieve que al principio estaba  oculto por una roca perpendicular, una tropa compuesta por unos quince corpulentos lobos  marchaba en fila delante de nosotros. Doce meses antes  había leído en el Daily  Telegaph  una curiosa  y sensacional historia de los Picos de Europa, algo así: “En un pequeño y aislado pueblo de uno de los valles menos conocidos de las regiones más altas, por Nochebuena, se oficiaba la misa  en una pequeña iglesia parroquial, y el pueblo se hallaba medio enterrado en la nieve.  Apenas iniciado el servicio litúrgico, una manada de lobos atacó por sorpresa al templo  y sus ocupantes, y los animales  entablaron  una fiera pelea con los fieles  aterrorizados….. Nadie supo  del lugar hacia donde escapó el sacerdote,  pero el sacristán,  haciendo alarde de muy buenos reflejos, subió rápidamente al púlpito y comenzó a ladrar como un perro: los lobos huyeron  atemorizados  y las cosas se calmaron”
Teniendo esta improbable historia en mente realicé la misma operación  con la manada que mi amigo y yo teníamos delante: imité el sonido más parecido y más alto  del ladrido de un can que yo pudiera lograr.  El efecto seguido  resultó ser muy curioso: al principio,  la larga hilera de lobos nos devolvió su sonido, y como si de una compañía de soldados se tratase  y obedeciese la orden de “¡Adelante!”,  los animales comenzaron a rechinar los dientes del modo más desagradable.  Pero al seguir yo con mis “ladridos”, para nuestro alivio vimos como era dada la orden de retirada  por parte del cabecilla  de aquellos mamíferos carniceros; y no con desgana, sino de muy buenas maneras, el enemigo desapareció  de nuestra vista.
El ascenso era ahora enteramente sobre la nieve, que afortunadamente, debido a la región fría a la que nos estábamos aproximando, se hallaba  bastante congelada. Y a excepción  de otra manada de lobos que divisamos a cierta distancia, y de las huellas  de un oso grande seguido evidentemente por su descendencia, nada importante nos ocurrió hasta que alcanzamos la cima, a unos 8.000 pies sobre el nivel del mar. Durante las dos últimas horas las cumbres habían  sido gradualmente cubiertas de nubes,  y  una ventisca de nieve y de aire frío del Norte nos azotó la cara. Descansando durante algunos minutos  protegidos por unas rocas, nos enfrentamos a las ráfagas e iniciamos el descenso de la pendiente norte,  aunque no podíamos  distinguir muchas yardas de camino seguro ante nosotros. El camino al principio estaba bien definido en aquellas zonas donde el viento lo había desnudado de nieve, pero las grandes ráfagas de viento nos obligaban a realizar pronunciados giros, ocasionalmente peligrosos en  las inmediaciones de terribles precipicios. Eran casi las tres de la tarde cuando llegamos a un lugar donde se había acumulado una montaña de nieve haciendo  desaparecer todo rastro de camino.  Habíamos caminado durante algún tiempo con la nieve hasta las rodillas, estábamos empapados, nuestra barba era  un bloque de hielo, el tabaco se nos había humedecido y las cerillas eran ya inservibles…. Pero entonces pensé que era preciso hacer cálculos: la primera pregunta  fue si mi compañero conocía el camino. Si, lo conocía si no hubiera habido nieve, ni una cegadora aguanieve, ni una oscuridad como la que se estaba aproximando. Fui consciente  del peligro de movernos, ya que estábamos rodeados de precipicios, y propuse tres maneras de actuar:  la primera consistía  en seguir adelante  a pesar de los peligros; la segunda, volver por el camino que habíamos  recorrido; y  la tercera  cavar una casa de nieve en uno de aquellos terrenos y permanecer allí hasta que la tormenta pasara.   Antes de decidir, mi amigo dijo que haría otra exploración, y la intentó durante  unas cincuenta yardas,  pero volvió dejando claro que no podía ver más que peligro  en cualquier dirección. Así que abandonamos la idea de seguir adelante, de modo que sólo quedaban dos de las propuestas, que rápidamente convertimos en una, ya que nos acordamos de los lobos y los osos y de su nada agradable compañía  en aquellas noches de invierno. Habiendo optado por regresar, pusimos el mejor empeño posible en el asunto, y debo decir  que durante el esfuerzo físico de tener que subir nuevamente, nuestras fuerzas flaquearon y nos reímos  francamente por  nuestros numerosos tropezones y caídas en la blandura de la nieve, que casi nos llegaba a la cintura. Nunca olvidaré  el cansancio de las piernas, ya que a cada paso debíamos  desenterrarlas  y pisar tan lejos como fuera posible. Eran casi las cuatro y media cuando, jadeando y bastante más calientes por nuestro esfuerzo pero medio famélicos y casi a punto de comer la carne de vaca cruda que llevábamos, volvimos a alcanzar  la cima o col,  y, a cubierta de una roca, respiramos dando gracias por lo pasado y  confiando en el futuro. La pendiente sur  que ahora descendíamos presentaba un aspecto diferente  al de hacía unas horas : habían caído copos  blandos y  grandes, y a excepción de las rocas que sobresalían , se habían cubierto  todas las marcas del camino, aunque, guiados sólo por la dirección, logramos bajar. Tan fríos y miserables como nos sentíamos , nos confortamos  el uno al otro  dándonos ánimos y relatando anécdotas ocasionales, e incluso  recurriendo a una canción alegre  cuyas notas morían al hacer eco  ante los Picos. Solo  en un tramo, nuestro rápido descenso fue impedido: tuvimos  que saltar de una roca que sobresalía, ahora tan resbaladiza  como el cristal al caer  la helada de la tarde, hasta una pendiente de quinientas yardas de anchura cubierta totalmente de nieve  que terminaba en una hondonada de muchos cientos de pies  de profundidad, a donde nos precipitaríamos  si el pie resbalara o se moviera. Con mi experiencia  de los Alpes y el Himalaya dejé la roca y  salté resueltamente, posando los pies con precaución  y con una serie de rápidos botes, pero a salvo en una roca del lado opuesto. Al darme la vuelta vi que mi compañero no estaba contento y se encontraba todavía aferrado a la roca resbaladiza  y pidiendo ayuda. Cuanto más le decía que saltara, el más protestaba  de que no podía  y al final probablemente perdería el control; llegó a pedirme que siguiera y le dejara morir allí… Me reí  y le prometí acudir en su ayuda, lo que hice dando marcha atrás; y brindándole mis hombros para que se apoyara, le bajé poco a poco, siguiendo mis huellas y dejando atrás  el peligro. Cuando dejamos la nieve, la tormenta de lluvia fría  cambió gradualmente : primero aguanieve,  empapándonos , y después un verdadero aguacero que se mantuvo hasta el amanecer. De todas las maneras estábamos llevando bastante bien ya que nuestro camino, aunque muy escabroso, aparecía ahora bastante definido  a medida que llegábamos al valle, que sólo puedo definir  como un humo denso y oscuro. Se trataba de  niebla o de nubes, pero aparecía  ante nosotros como el humo de la chimenea de un barco a vapor. Le pregunté a mi amigo si sabía de qué se trataba, pero no me lo pudo decir. Sin embargo, en menos  tiempo de lo que escribo, se tornó  oscuro como boca de lobo, hasta tal punto que mi acompañante  y yo, tan próximos  uno del otro, éramos invisibles para nosotros mismos. A fuerza de nuestros palos  sobre las rocas y de llamarnos constantemente, evitamos separarnos  mientras seguíamos el descenso.  Habíamos bajado a tientas durante media hora cuando nuestras varas indicaron que no había continuación  del camino,  e incluso arrodillándonos sólo pudimos comprobar con el tacto  el vacío en todas las direcciones.  Vacilantes, escuchábamos  atentamente cualquier sonido que nos orientara, ya que éramos conscientes  de que no podíamos encontrarnos muy lejos de la casa de nuestro amigo inglés. Y a los pocos minutos  nuestra alegría fue inmensa al escuchar  el cencerro de una vaca de su rebaño, justo bajo nosotros. Gritamos tan alto como pudimos, y las frías colinas parecían burlarse de nosotros, en la todavía tierra de nubes. Escuchamos al fin una voz, y pronto fuimos descubiertos por los sirvientes, quienes guiados por nuestras voces, llegaron a nosotros con una linterna y nos sacaron de lo que por la mañana vimos que  era un precipicio muy peligroso,  casi  un barranco de quinientos pies. 
Mars Ross y H. Stonewhewer-Cooper.  (s. XIX)-Asturias vista por viajeros. Tomo III.- 







Don Roberto Frasinelli 
Murió en Corao, entre los vestigios de la antigua colonia romana; cerca de Santa Eulalia de Abamia, donde estuvo el sepulcro del Rey Pelayo; a corta distancia de Covadonga, donde dejará recuerdo imperecedero;
a la vista de las Peñas de Europa, teatro de su vida salvaje y aventurera, y objeto de la pasión que le hizo olvidar todas las comodidades de la civilización y todas las aspiraciones de la vida. Alemán por todos cuatro costados, vino a España en aquella época feliz para anticuarios y bibliófilos, en que los tesoros de la desamortización se malbarataban en las ferias y baratillos en nombre del progreso y de las luces, y sus conocimientos literarios y artísticos, superiores a los de la generalidad de sus contemporáneos españoles, le produjeron rica cosecha de adquisiciones arqueológicas. Su minucioso y exactísimo modo de dibujar le permitió conservar en verdaderas fotografías de lápiz el recuerdo de monumentos arquitectónicos que la piqueta revolucionaria ha convertido en miserables ruinas. Carderera y Férnandez-Guerra decían que las inscripciones copiadas por Frassinelli eran más fáciles de descifrar que los originales esculpidos en las antiguas piedras, y las carteras del arqueólogo alemán conservan los restos de monasterios y castillos que descubrió en sus largas correrías a pie, en los más apartados valles, de las más remotas montañas, y de los que ya no existe ni la más lejana memoria.
Pero si el arqueólogo y el artista eran en su tiempo una notabilidad, arqueología y arte palidecían en él ante el culto ardiente que profesaba a la naturaleza. Covadonga le enamoró la primera vez que, deslizándose por el angosto y tortuoso camino que desembocaba frente a la cueva, se le apareció en toda la salvaje majestad é histórica grandeza de aquel lugar, cuya extrañeza, según el cronista de Felipe II, “no se podía dar bien a entender del todo con palabras”.
Allí sentó sus reales, creando en la pintoresca aldea de Corao aquella casa modesta, con su jardín primorosamente cultivado y su cueva aquella cueva habitada, según la tradición, por el Cuélebre fantástico y sanguinario, y de la que salía al obscurecer para vagar por su jardín la gigantesca lechuza domesticada por el sabio alemán, para reflejar en sus anchas alas los plateados rayos de la luna.
Pero su verdadero teatro eran los Picos de Europa, Peña Santa, la Canal de Trea, los gigantescos Urrieles asturianos.
En ellos se perdía meses enteros, llevando por todo ajuar un zurrón con harina de maíz y una lata para tostarlo al fuego de la yerba seca, su carabina y sus cartuchos. Vino no lo bebía: bebía agua en la palma de la mano; carne, sólo la del robeco que abatía el certero disparo de su escopeta, y cuya asadura tostaba sobre la misma lata al mismo fuego. Dormía sobre las últimas matas del enebro que avecinan la región de las peñas y de las nieves; se bañaba al amanecer en los solitarios lagos de la montaña, y al recogerse, después de la penosa ascensión a los altos picos, se refrescaba revolcándose desnudo sobre la nieve. En las noches de luna trasladaba a su cartera los fantásticos picachos de la caliza, los jirones desgarrados de la niebla, los ventisqueros olvidados entre las rocas, el águila erguida sobre la peña colosal, el robeco trasponiendo la cortante arista de la cumbre.
Yo cazé con él en aquella agreste y sobre toda ponderación salvaje comarca. Subí con él a las enriscadas majadas de Ario, le acompañé en la peligrosa ascensión de Peña Santa, descendimos juntos a los abismos por donde corre el espumoso Cares, y le vi atravesar impávido los ventisqueros, arrastrándose tranquilo sobre los imponentes argayos, y arrastrarse tranquilo por las verticales pendientes de las simas, agarrándose a las rugosidades de las peñas, a la grama que entre sus grietas reverdece, a la endurecida nieve petrificada en las umbrías por la indefinida acción del tiempo y del frío.
De noche nos guarecíamos en una miserable cabaña sin más abrigo y poco más espacio que el de una hoguera, a cuyo alrededor nos agrupábamos; sin víveres apenas, pues no consentía mucha carga el género de nuestra expedición investigadora; acompañados, es verdad, de los célebres cainejos, los hombres-gamuzas de aquella región, los ribereños de aquel mar de piedra, en cuyos inmensos joos encuentran de padres en hijos el sustento de su miserable vida, y por fin el sepulcro para su trágica muerte.
Nunca podré olvidar la impresión que me causaron la primera vez que los divisé en compañía de Frassinelli.
Sentado en la más alta cumbre de la majada, reponíame apenas del asombro que me acababa de causar la súbita aparición de las caladas agujas y de las gigantescas torres de los Urrieles, a través del tupido manto de niebla desgarrado por las brisas del mar, y disipado y deshecho por los rayos del sol, y pidiendo noticias al más rústico de los cabreros que, apoyado en su cayada, me contestaba, sumido en la misma contemplación a pesar de su rudeza y de la costumbre, le preguntaba el modo mejor de verificar la ascensión a aquellos verticales picos.
-Ahí, sólo esos demonios de cainejos pueden cazar….. que se pegan como moscas a las peñas,- me contestó.
—¿De dónde son esos Cainejos? -le pregunté.
-¿De dónde han de ser? De Caín. Un pueblo colgado ahí abajo, a donde no se puede entrar ni salir, y donde viven todos de la caza…. ¡Allí los tenéis! -añadió con el tradicional tratamiento de su antiquísimo lenguaje, señalándome las más tajadas aristas de un insondable precipicio. Seguí con los ojos el tosco cayado del pastor, y se me heló la sangre en las venas. Como una mosca imperceptible en el cuello de una botella, para seguir la comparación del pastor, un ser con figura humana acaba de aparecer en medio de la arista de una encumbradísima peña cortada a pico, sin que se pudiera comprender cómo humanamente podía sostenerse allí, en aquella luciente y bruñida vertical, colgada sobre un abismo. Un grito gutural, salvaje, ronco, resonó en las concavidades del joo. Un peñasco ciclópeo, sacado de su secular equilibrio por el brazo poderoso del cainejo, cayó, que no rodó; por la pendiente, y chocando contra las puntas de las peñas, asordó el valle todo entero. Las gamuzas que se refrescaban acostadas en las grandes manchas de nieve, se pusieron en pie, irguieron sus cabezas adornadas con los airosos cuernecillos, y el poderoso macho que las capitaneaba lanzando su penetrante silbido, se lanzó al galope, seguido de todos los demás, por las escabrosidades de las peñas.

No tardamos en oir una detonación, y entre el humo producido por el disparo, vimos levantarse de una peña suspendida al borde de un desfiladero a otro cainejo que, corriendo tras de su pieza despeñada, la alcanzó, la remató y degolló, y aplicando sus labios a la herida, bebió largamente y con delicia la caliente sangre del gallardo habitante de los abismos.
Desde entonces no me separé de los cainejos todo lo que duró la expedición. Quizás debí al brazo de alguno poder contar lo que ahora escribo, y no hubiera sido posible, sin su ayuda, aquella vertiginosa bajada que desde los más altos picos de Cornión emprendimos, huyendo de las nieblas que amenazaban envolvernos en lo mas peligroso de la montaña, hasta avistar a media noche la luz que arde perpetuamente en la sagrada cueva, delante de la imagen de Nuestra Señora, en los históricos lugares de Covadonga.
Y sin embargo, durante aquella penosa expedición, el anciano alemán apenas probó otra cosa que leche y agua; se mantuvo constantemente a la cabeza de la partida, y desafiaba el extremado rigor del frío en las noches claras para enriquecer las páginas de su álbum de dibujante.
Aún le estoy viendo, después de seis horas mortales de bajada a plomo, primero por las peñas, luego deslizándose por las nunca pacidas ni segadas yerbas de la Cabritera, y por último, suspendidos de los árboles que brotan de aquellas paredes, paralelos al suelo, agotar el rústico depósito de una fuente con su fanática pasión por el agua de las montañas. Era el momento en que uno de nuestros compañeros, el ágil Ruperto, de Caín, suspendido a muchos cientos de metros de altura del cañón de su carabina que había introducido en el agujero de una lisa é interminable pared de peña para alcanzar con los pies un imperceptible fragmento de cornisa, convencido de la impotencia de sus esfuerzos, luchaba en vano por retroceder. ¡Terrible instante!….Mientras más seguros, sobre nuestros pies destrozados, contemplábamos aterrados aquella escena, oíamos a nuestro compañero de expedición, el célebre canónigo de Covadonga D. Máximo, pronunciar las sagradas palabras de la absolución en artículo mortis, mientras su mano, abandonando la escopeta, trazaba el signo redentor en los aires. Como si Dios hubiera reanimado sus fuerzas, el cainejo hizo un esfuerzo desesperado y supremo, y consiguió izarse nuevamente sobre los pies en la cornisa abandonada…. Momentos
después corría como si tal cosa por las asperezas apenas salientes de la tajada peña, estimulado por nuestros aplausos y las voces del sabio alemán, impaciente porque llegara a tiempo a cortar la retirada de los robecos.
Era, en efecto, un hombre muy original el Alemán de Corao, como lo llamaban los montañeses, y su originalidad lo mismo se prestaba a la admiración que al ridículo. Covadonga ha perdido una de sus personalidades mas características; un extranjero, arqueólogo y artista, que enamorado de la grandiosa naturaleza asturiana, renunció a todas las ventajas de la vida, para sumir su alma en la contemplación de aquellas bellezas sublimes, que solo se pueden comprender en todo el encanto de sus misterios internándose y como perdiéndose allá en los laberintos sin término de aquellas torres de piedra, de aquellos bosques impenetrables, de aquellos lagos solitarios, de aquellas cuevas gigantescas que pueblan aquella región inaccesible a todo ánimo temeroso, a toda planta insegura, a todo espíritu, en fin, menos tocado del amor irresistible a lo infinito que embargaba al ilustre alemán que acaba de bajar al sepulcro.
Covadonga lo recordará, y serían ingratos sus hijos si entre las lápidas que visten las paredes de los claustros del Monasterio no se leyera en una el nombre del extranjero alemán hijo adoptivo de aquellas montañas, arqueólogo, dibujante, arquitecto, bibliófilo, literato, botánico, médico, que reconcentró todo su amor en aquellos lugares donde solía vivir constantemente y a donde quiso volver pocos días antes de su muerte, como si misterioso aviso le indicase su próximo fin, y como si quisiera que sus huesos reposaran a la vista de aquellas agujas de piedra que tantas veces conquistó con la firmeza y la tenacidad de su lápiz y de su planta, a la sombra del venerable santuario que tuvo durante cerca de medio siglo en él uno de sus más devotos admiradores y fervientes panegiristas.
Alejandro Pidal y Mon. Almanaque asturiano el Carbayón. (18969.-




Picos de Europa Paul Labrouche . Conde de Saint-Saud
Los días 10 y 11 del mes de septiembre de 1891, los señores Olavarría y Saint-Saud realizaban la ascensión de la Peña Mellera y llegaban a Espinama, siguiendo el curso del río Deva. El día 12 suben hasta el casetón de las minas de Liordes, y el mismo día escalan un contrafuerte de la Torre de Salinas, contrafuerte que fue bautizado con el nombre de Torre de Olavarría. Al siguiente día, la niebla y un error de orientación de los guías les hacen confundir la Torre de Llambrión; realizando en su lugar, la ascensión de una peligrosa cresta, Tiro Llago. El día 4 pernoctan en Caín, viitando al día siguiente la garganta de su nombre, y aquella misma tarde don Benito del Blanco, párroco de Soto, les hospedaba en su presbisterio. La ascensión de Peña Bermeja les permitió ver de cerca las formidables escarpas de Torre Santa, y el día 18 llegan a Cangas de Onís, por Sajambre y la carretera casi subterránea del Sella. Días después intentan escalar la Torre Santa, de la que sólo pueden alcanzar un alto contrafuerte; siguiendo al siguiente día por el curso del río Cares, pernoctando en Carreña la noche del 20 de septiembre. En 1892, más confortablemente equipado, siguen de nuevo el camino de muros de su vivienda, a que el padre Sol derrita en la estiada las nieves que le bloquearon, y en ese brevísimo tiempo habrá de hacer la recolección de su cosecha, sin que entre ellos resplandezca la alegría que en la llanada produce el momento en que el hombre que en el campo trabaja recoge el fruto con lo que la madre Tierra le recompensa. 
Entre las misérrimas viviendas se alza la iglesia. Poco difiere de aquéllas en humildad y en pobreza la casa de Dios; sólo las supera en altura, la del mezquino campanario, que pregona las tristezas o las alegrías de estos seres olvidados del resto de la Humanidad. Si entras en la reducida iglesia, verás a hombres y mujeres escuchar con el fervor de una fe bien arraigada las palabras con que un ministro del Señor anatemiza a los humanos, amenazándoles con el castigo implacable de los Cielos en pago de sus pecados….. Y tal vez, en el entretanto, llegará desde afuera el horrísono estampido de la avalancha o la bárbara música de la tormenta….. y el anciano sacerdote exhortará a estos resignados al menosprecio de las riquezas de la tierra y de las pompas mundanales….¡a los míseros que jamás lograron gustar de una gran alegría y que sólo poseen un palmo de pradera o un menguado rebaño de ovejas o de cabras….. 
Forzoso es recordar el menosprecio con que algunos viajeros han hablado en sus escritos de estos humildes montaraces. Uno hay, sobre todo, que merecía una enérgica réplica, si no creyéramos que basta el desprecio de ni aun mencionar su nombre en las páginas de este libro. Sabe, lector, para tu orgullo, que no nació al amparo de nuestro cielo. Tierra de brumas y de fríos la suya, no es de extrañar que el corazón se petrifique y no sea la serenidad de juicio, ya no la indulgencia por estos seres abandonados, lo que resplandezca en sus presuntuosos recuerdos de viaje. 
En otros tiempos, cuando la avalancha de viajeros curiosos cayó sobre los Alpes, apenas descubiertos, hubo un hombre de genio y de ingenio que combatió a otros también menospreciadores y difamadores de aquellos entonces desconocidos montaraces. Esperemos nosotros a que pase por nuestras montañas otro Ruskin, y que, como él, de alma sana, sienta intensamente el contraste entre la gloria de la naturaleza alpestre y la oscura pobreza de los hombres que en medio de ella viven. 
Y, sin embargo, hemos de comprender que estos seres no son mucho más desdichados que otros hombres que, como ellos, trabajan oscuramente la tierra; para ellos, como para el poeta, también florecen las margaritas de las praderas, y también se despliega ante sus ojos el portento luminoso de las auroras y los ocasos. La fatiga de su labor les prepara un sueño libre de pesadillas y visiones extrañas. Una religión adaptada a la simplicidad de sus costumbres, les permite esperar y resignarse. Poca cosa basta para hacer feliz a quien no tiene ambiciones. Su pobreza no es deshonrosa, no es la miseria del mendigo, ni aun la de muchos obreros de las grandes ciudades. Viven de un cambio de productos, como los pueblos antiguos, sin que la moneda sea precisa para sus transacciones. La más absoluta sobriedad guía todos sus actos, porque un cielo riguroso y un sol mezquino les aseguran lo necesario, pero no lo superfluo. 
Y, a pesar de lo ingrata que es la Naturaleza con ellos, aman de todo corazón este pedazo de tierra que los vió nacer y el estrecho horizonte que circunscriben las altas cumbres, y, bajo aquel breve trozo de cielo y la entraña de aquella tierra, ellos quieren que su carne se pudra cuando el último sueño cierre sus párpados….. Y si el ansia de otra vida más amplia les arrastra a la emigración, ni un solo instante dejan de añorar sus montañas queridas, y la nostalgia, la morriña, muerde en su corazón con los acerados dientes del recuerdo. ¡Patria, hermosa patria! ¡Qué ingrata eres a veces, y, sin embargo, cómo al recordarte en nuestros soliloquios, el alma vuelve a encontrarte, y el corazón acelera su latido y en los ojos asoman las amargas lágrimas que tu ausencia hace brotar!¡Qué emoción, indefinible para quien no la haya experimentado, la de escuchar, al azar, una canción, unas notas musicales que despierten tu recuerdo! ¡Parece como si la voz de la madre nos llamara quedamente, y como si en nuestra frente sintiéramos el calor del último beso!….. 
Comprendemos por qué los jóvenes suizos que servían como soldados mercenarios en las milicias extranjeras, cuando escuchaban algunas de las melodías. 
Viviendo en plena Naturaleza, en lo más arisco y salvaje del territorio español, bloqueado por la nieve durante seis o siete meses, y en plena montaña, cuidando de sus ganados o haciendo acopio de hierba en el resto del año, las gentes de los Picos de Europa encuentran en la caza, en esta caza heroica del oso y del rebeco, el deleite mayor para su espíritu aventurero y audaz. En cualquiera de vuestros viajes por estas aldeas perdidas en la montaña, encontraréis fornidos montañeses, a quienes la admiración popular ha rodeado de una aureola de héroes por sus proezas en la caza del oso o algún episodio de su vida montaraz, en que revelaron su valentía y su serenidad ante el peligro. -





EL INSTINTO Y LA ASTUCIA DEL BURRO

A la subida de Caín, y cuando vamos a montar nuestras caballerías, observamos un fenómeno curiosísimo. Los asnos que, sin duda, conocen el terreno palmo a palmo, y que por hallarse destinados a estos menesteres de traer y llevar personas de un pueblo para otro, saben latín, aunque para no caer en el pecado de muchos ignorantes, no presuman de ello, al darse cuenta de la pronunciada pendiente que tienen que subir cargados con nuestras personas, se han vuelto hacia atrás, emprendiendo una vertiginosa carrera, que más  bien es una huida vergonzosa a la hora del  cumplimiento del deber. Reímos estrepitosamente al percatarnos del instinto y la astucia de estos animales. El burro es un animal inteligentísimo que, según cuentan la historia y la leyenda, engañó al mismísimo diablo. Dícese que, cuando dieron a elegir entre el asno y el caballo, aquél, prendado de la docilidad y de la mansedumbre aparentes del asno, y desdeñando la noble arrogancia y la impetuosidad del bravo y fiel alazán , compañero inseparable del hombre, eligió el asno, con el cual se prometía  muy felices aventuras, hasta que, montado que fué un día sobre él, y espoleándole más de la cuenta, el asno, dando un respingo y una voltereta, se arrojó de bruces al suelo, lanzándole a una respetable distancia y estrellándole contra las rocas... Hemos ascendido hasta la cumbre de las laderas del Pando, y de regreso a Posada de Valdeón, vamos a entrar de nuevo en las peligrosas y profundas hoces o desfiladeros de Caín. El sol, al caminar hacia su ocaso y refractarse sobre las finísimas aristas y dentado perfil de los Picos de Europa, proyecta, en línea recta, sobre el azul del cielo, grandes haces de luz que, al descomponerse, presentan toda la gama del espectro solar, con los siete colores del arco iris. Son grandes bandas o fajas de luz de irisados y tornasolados colores, que parecen flotar sobre los altos picachos de las grandiosas peñas, dándonos la sensación de un vistoso sistema de pirotecnia multicolor o ruedas de serpentinas de los más diversos colores... El espectáculo en esta hora divina del atardecer, bañada por los melancólicos tintes del crepúsculo vespertino, es sencillamente sublime y encantador. El asno, como decimos anteriormente, es un animal inteligentísimo, cuyo instinto y astucia corren parejas con los de otros animales que gozan fama de astutos y pérfidos, tales como la zorra, el lince y el lobo. Cuando el turista, montado sobre el asno, lleva a alguien a su derecha que le está hablando, el burro coloca su oreja —sólo su oreja derecha—, en posición horizontal, escuchando atentamente todo lo que dice el interlocutor de la derecha. Cuando, por el contrario, el interlocutor se encuentra a la izquierda del turista, el burro, sin pestañear siquiera, coloca su oreja izquierda —sólo su oreja izquierda— en el mismo sentido o posición horizontal, sin perder una sola palabra de lo que dice el que camina a pie a su lado izquierdo. Cuando son dos personas las que caminan a pie, una al lado derecho del turista y otra al izquierdo, ¡oh Minerva , diosa de la sabiduría , que inspiras al jumento!, el asno coloca las dos orejas en posición horizontal, para no perder una sola sílaba de la conversación de los dos caminantes. Cuando el jinete es sólo quien habla oh prodigio de inteligencia de estos animales!, el burro coloca sus dos orejas mirando hacia atrás, para que no se le escape ni una sola vez lo que dice el que va montado sobre él y le gobierna con sus riendas. Cuando el burro, creyendo haber escuchado algún sonido grato a su oído , tal como el roznar de algún animal de su especie o el dulce murmullo del río que le permite mitigar su sed con las linfas de su clara corriente, o las voces de algún otro viajero que camina por distinto sendero, otea el horizonte, oh maravilla del instinto y la astucia de los pollinos!, levanta su cabeza para escuchar mejor y coloca las dos orejas mirando hacia adelante, como si quisiera captar en sus grandes y enormes pabellones auriculares todo lo que ocurre o puede ocurrir en el frente que abarca su mirada. Pero no es esto todo, amigos míos, sino que, cuando el burro, molestado excesivamente por la persona que cabalga sobre él, quiere acabar con la insufrible carga, oh manes de todos los infiernos!, se arroja de bruces sobre el suelo' y despide al jinete con cien mil pares de diablos a los espantables y profundos abismos. La psicología del burro, aparte este somero estudio y observación hechos cabalgando sobre él o caminando en su compañía , ofrece particularidades interesantes. Una de ellas es que, cuando el turista montado sobre él le da la voz de isó!, el burro queda parado al instante, sin que haya el menor temor de que se mueva de su sitio por los siglos de los siglos, y cuando le da la voz de ¡arre ! camina, sí, pero con paso lento y muy despacio, y si por andar demasiado despacio se le espolea muy violentamente, entonces, arrojándose de bruces sobre el suelo, despide al jinete a los mil quinientos infiernos... En cambio, oh indómita soberbia y astucia e instinto y desobediencia del burro!, cuando se apea el jinete, el burro emprende una precipitada fuga, sin que haya poder humano, ni voz de arre! ni so! que le detenga en su huida. En resumen, el burro es, a nuestro juicio, muy inteligente. 
IGNACIO MARIA DE LASA (POR TIERRAS DE LEON UNA EXCURSION A LOS PICOS DE EUROPA).-


El Naranjo de Bulnes

El 4 de agosto  de 1904 dormimos Gregorio y yo al par  de unas cabras, al acabar  la canal de Camburero. Salimos al amanecer en dirección al Naranjo, y a las ocho de la mañana habíamos almorzado ya junto a una fuente   que nace en las estribaciones mismas del coloso. Habíamos llegado al Pico de Orriellos, como también por otro nombre le llaman. Por el Norte, y conforme nos íbamos acercando, lo fuimos estudiando, con la perfecta claridad que lo permitían nuestros Zeiss prismáticos. 
Esta vertiente Norte, única  sobre  la que nos cabían dudas en cuanto a su  inaccesibilidad, era muy sencilla: un descanso o saliente de la peña en el primer tercio inferior de la misma, y dos grietas verticales hasta la cúspide. Examinadas  bien estas grietas con los anteojos, comprendimos, desde luego, que una de ellas, a la derecha, era absolutamente impracticable.  ¿Lo sería también la otra? He aquí  un juicio que no podíamos  emitir desde luego; la teníamos  demasiado lejos,  dada su altura, y tan sólo podríamos formarnos uno aproximado desde su arranque, es decir,  desde el descanso o saliente  del primer tercio  inferior de la torre. Pero, ¿podríamos llegar a él? Había que intentarlo. De este modo la ascensión, si era posible, se componía  de dos partes: primera  a la grieta y  segunda por la grieta. 
Fortalecidos  por el almuerzo,  nos pusimos  de nuevo en marcha, no sin  haber observado antes la imposibilidad en que nos encontrábamos de alcanzar  directamente el saliente, descanso o casi comienzo de la grieta por el Oeste,  dado  que lo teníamos todo completamente cortado a pico. Atravesamos entonces la base Norte del Naranjo para alcanzar el principio de las grietas por el Este, y una hora, próximamente, llegamos a un punto en que tuvimos que dejar los morrales, los anteojos y los palos,  todo menos la cuerda, para marchar con el mayor desembarazo posible. Gregorio se descalzó y yo ajusté  de nuevo mis sólidas alpargatas.
¿Qué teníamos delante de nosotros? La serie de llambrias y la llambrialina. Llambria-dice el Diccionario de la Lengua- es “parte de una peña que forma un plano muy inclinado y difícil de pasar..” Llambrialina, llaman los montañeses  a una llambria muy estrecha, muy lisa, muy inclinada  y sin agarradero  alguno  vertiendo sobre el precipicio.  Excuso decir que a mí, a pesar de tener alguna experiencia de la roca, todo me parecían llambrialinas, y que ordené a Gregorio formalmente no pasar adelante en cuanto llegásemos al verdadero peligro, a la temeridad,  pues yo guardaba cierto interés por mi pellejo, y no lo  tenía menor por el de mi amigo, noble, leal y,  además, padre, como yo,  de familia. 
Partió Gregorio solo a explorar el terreno, mientras yo permanecía sentado contemplándolo, y  lo vi agarrarse con los dedos crispados, deslizarse, alejarse poco a poco, y por último, perderse de vista detrás de las llambrias. Un cuarto de hora, que me pareció un siglo, tardó en aparecer de nuevo y gritar que lo que veía (aún no era la grieta) no le parecía “tan malo”.
Saltó mi corazón de gusto, y  echándome la cuerda a la espalda, la emprendí con todo el seso del mundo a lo largo de las llambrias. Mis alpargatas ajustadas agarraban como pez en aquella roca,  y donde enganchaban mis dedos parecía estar completamente seguro. Gregorio presenciaba mis operaciones desde el otro lado y me indicaba sus pasos.  En esto llegué  a la llambrialina, y allí me detuve un poco a considerarla de cerca y a familiarizarme con lo que hasta entonces no había visto parecido; pues ni la  cornisa ni el precipicio  me proporcionaron nunca ese recelo particular que me ocasionaba  el pulimento absoluto de la roca, que no parecía sino que le habían dado con papel de esmeril y lustre encima. ¡Tal es el poder constante de las aguas! El Cainejo  me gritaba que me descalzase, pero yo tenía más confianza en mis alpargatas  especiales de la calle de la Salud.
Avanzando  un pie para ver cómo cogía la alpargata, hasta afianzarme, y luego el otro con  exquisito cuidado, y ambas manos hacia la derecha para disminuir el peso, logré pasar los tres o cuatro metros de llambrialina. Cuando llegué a Gregorio le di una palmada en el hombro, significándole mi contento y mi seguridad, y después  de tres o cuatro malos pasos,  llegamos al descanso.
¡Qué mirada de contento nos echamos en este primer triunfo de nuestro empeño! Cuando mirando hacia abajo veíamos el sitio  donde habíamos  almorzado, nos sorprendió sobremanera lo alto que nos encontrábamos  en relación a lo bajo   que nos parecía estar el descanso  en comparación con lo que faltaba todavía para llegar a la cumbre. Echamos la vista al cielo y sólo vimos una parte de la grieta; la otra, la tapaban las nubes.  Retroceder en aquel caso hubiera sido cobardía manifiesta.¡”Arriba, hasta  donde podamos, Gregorio -le dije-, y no  piense en mí, yo llevo seguridad completa! ¡Adelante!”

Asturias vista por viajeros y otros visitantes y cronistas famosos. Siglos XV al XX.-
Volumen segundo. - 

Los hombres y el paisaje

Entre las misérrimas viviendas se alza la iglesia. Poco difiere de aquéllas en humildad y en pobreza la casa de Dios; sólo las supera en altura, la del mezquino campanario, que pregona las tristezas o las alegrías de estos seres olvidados del resto de la Humanidad. Si entras en la reducida iglesia, verás a hombres y mujeres escuchar con el fervor de una fe bien arraigada las palabras con que un ministro del Señor anatematiza a los humanos, amenazándoles con el castigo implacable de los Cielos en pago de sus pecados... 
Y tal vez, en el entretanto, llegará desde afuera el horrísono estampido de la avalancha o la bárbara música de la tormenta... y el anciano sacerdote exhortará a estos resignados al menosprecio de las riquezas de la tierra y de las pompas mundanales... ¡a los míseros que jamás lograron gustar de una gran alegría y que sólo poseen un palmo de pradera o un menguado rebaño de ovejas o de cabras!... Forzoso es recordar el menosprecio con que algunos viajeros han hablado en sus escritos de estos humildes montaraces. Uno hay, sobre todo, que merecía una enérgica réplica, si no creyéramos que basta el desprecio de ni aun mencionar su nombre en las páginas de este libro. Sabe, lector, para tu orgullo, que no nació al amparo de nuestro cielo. Tierra de brumas y de fríos la suya, no es de extrañar que el corazón se petrifique y no sea la serenidad de juicio, ya que no la indulgencia por estos seres abandonados, lo que resplandezca en sus presuntuosos recuerdos de viaje. En otros tiempos, cuando la avalancha de viajeros curiosos cayó sobre los Alpes, apenas descubiertos, hubo un hombre de genio y de ingenio que combatió a otros también menospreciadores y difamadores de aquellos entonces desconocidos montaraces. Esperemos nosotros a que pase por nuestras montañas otro Ruskin (i), y que, como él, de alma sana, sienta intensamente el contraste entre la gloria de la naturaleza alpestre y la oscura pobreza de los hombres que en medio de ella viven. Y, sin embargo, hemos de comprender que estos seres no son mucho más desdichados que otros hombres que, como ellos, trabajan oscuramente la tierra; para ellos, como para el poeta, también florecen las margaritas de las praderas, y también se despliega ante sus ojos el portento luminoso de las auroras y los ocasos. La fatiga de su labor les prepara un sueño libre de pesadillas y visiones extrañas. 
Una religión adaptada a la simplicidad de sus costumbres, les permite esperar y resignarse. Poca cosa basta para hacer feliz a quien no tiene ambiciones. Su pobreza no es deshonrosa, no es la miseria del mendigo, ni aun la de muchos obreros de las grandes ciudades. Viven de un cambio de productos, como los pueblos antiguos, sin que la moneda sea precisa para sus transacciones. La más absoluta sobriedad guía todos sus actos, porque un cielo riguroso y un sol mezquino les aseguran lo necesario, pero no lo superfluo. Y , a pesar de lo ingrata que es la Naturaleza con ellos, aman de todo corazón este pedazo de tierra que los vio nacer y el estrecho horizonte que circunscriben las altas cumbres, y, bajo aquel breve trozo de cielo y en la entraña de aquella tierra, ellos quieren que su carne se pudra cuando el último sueño cierre sus párpados... Y si el ansia de otra vida más amplia les arrastra a la emigración, ni un sólo instante dejan de añorar sus montañas queridas, y la nostalgia, la morriña, muerde en su corazón con los acerados dientes del recuerdo. ¡Patria, hermosa patria! ¡Qué ingrata eres a veces, y, sin embargo, cómo al recordarte en nuestros soliloquios, el alma vuela a encontrarte, y el corazón acelera su latido y en los ojos asoman las amargas lágrimas que tu ausencia hace brotar! ¡Qué emoción, indefinible para quien no la haya experimentado, la de escuchar, al azar, una canción, unas notas musicales que despierten tu recuerdo! ¡Parece como si la voz de la madre nos llamara quedamente, y como si en nuestra frente sintiéramos el calor del último beso!... Comprendemos por qué los jóvenes suizos que servían como soldados mercenarios en las milicias extranjeras, cuando escuchaban algunas de las melodías pastoriles de los Alpes, sufrían este intenso dolor de la nostalgia, hasta tal punto que hubo de prohibirse estos cánticos en sus batallones, porque aquellos sones hacíanles llorar, y, a veces, desertar y aun morir (i). Viviendo en plena Naturaleza, en lo más arisco y salvaje del territorio español, bloqueado por la nieve durante seis o siete meses, y en plena montaña, cuidando de sus ganados o haciendo acopio de hierba en el resto del año, las gentes de los Picos de Europa encuentran en la caza, en esta caza heroica del oso y del rebeco, el deleite mayor para su espíritu aventurero y audaz. En cualquiera de vuestros viajes por estas aldeas perdidas en la montaña, encontraréis fornidos montañeses, a quienes la admiración popular ha rodeado de una aureola de héroes por sus proezas en la caza del oso o algún episodio de su vida montaraz, en que revelaron su valentía y su serenidad ante el peligro.En las comarcas de Caín y Cabrales tienen fama de contar entre sus hijos los mejores trepadores de rocas y los más decididos cazadores de rebecos. Los de Caín, sobre todo, gozan en todos los Picos de Europa de esta merecida reputación. Alejandro Pidal, gran conocedor que fue de estas montañas, entre cuyas rocas buscaba el descanso a que su labor de político y escritor se hacía acreedora, refiere uno de estos episodios, que retratan el valor de los cainejos y su osadía casi temeridad en la caza del rebeco. -Ahí, sólo esos demonios de cainejos pueden cazar, que se pegan como moscas en las peñas-. Son de Caín, de un pueblo colgado ahí abajo, adonde no se puede entrar ni salir, y donde todos viven de la caza… Ahi los tenéis -añadió, señalándome las más tajadas aristas de un insondable precipicio. Seguí con los ojos el tosco cayado del pastor, y se me heló la sangre en las venas. Un ser, con figura humana, acababa de aparecer en medio de la arista de una encumbradísima peña cortada en pico, sin que pudiera comprender cómo humanamente podía sostenerse allí, en aquella luciente y bruñida vertical, colgando sobre el abismo. Un grito salvaje, ronco, resonó en las concavidades del joo (hoyo). Un peñasco ciclópeo, sacado de su secular equilibrio por el brazo poderoso del cainejo, cayó, no rodó, por la pendiente, y chocando contra la punta de las peñas ensordeció el valle entero. Los rebecos, que se refrescaban, acostados, en las grandes manchas de nieve, se pusieron en pie, irguieron las cabezas, adornadas por los airosos cuernecillos, y el poderoso macho que los capitaneaba, lanzando un penetrante grito, se lanzó al galope, seguido de toda la manada. 
No tardamos en oír una detonación, y entre el humo producido por el disparo, vimos levantarse de una peña, suspendida en el borde del desfiladero, a otro cainejo, que, corriendo tras el rebeco despeado, le alcanzó, le remató y le degolló, y aplicando sus labios a la herida, bebió largamente y con delicia la caliente sangre del gallardo habitante de los precipicios. Desde entonces, en todas mis expediciones a la montaña, me he hecho acompañar por los cainejos. Al poderoso brazo de uno de ellos debo el poder contar lo que ahora escribo. 
Picos de Europa. Contribución al estudio de las montañas Españolas por Pedro Pidal (Marqués de Villaviciosa de Asturias y José F. Zabala).- 
Madrid 1918.-



Un conseyu

Zagales de Robellada,
pastorinos de mio puelu,
los que curiaís la reciella
allá pel valle Estremeru; 
los qu´al llau de Peñasanta
vivís xuntos col robecu,
y, por estar cerca d´ellí 
se vos marcha ´l santu al cielu,
non brindando cuando llega
a la vera ´l forasteru;
a prepósitu del casu,
vos quiero dar un conseyu
pues según dicime acaba,
un vecín n´Arnaedu, 
que, por más señes dirévos
qu´emberengó n´Arnaedu,
hasta la güestra mayada, 
en el pasadu xunetu;
llegó una tarde cansáu,
descalteníu, sedientu;
¡y non huestes pa brindalu
con migaya d´alimentu!
Yo bien sé que non tenés 
roñosu temperamentu, 
y que si non lu brindastes, 
sin duda que hue por miedu
a que l´home dispreciase
güestro condumio modestu,
polo cual vengo a dicevos, 
pa que vos sirva d´ exemplu
que todos los que subiemos
cuando rapaces, per Fresñu,
con el zurrón tras del llombu,
corizas, palu y mantiellu, 
por mucho que la corramos,
del uno al otru hemisferiu,
y prebemos llambionadas
hechas con gustu y esmeru,
cuando golvemos a ésa, 
non dispreciamos el quesu, 
nin los platos de cuayada, 
nin la borona, ni ´l sueru,
nin la mantega ni ´l pote
de castañes en inviernu.
Esto decivos quería,
pastorinos de mio pueblu
los que curiaes la reciella, 
allá pel valle Estremeru.

Francisco de la Vega Robellada (Onís)(1893-1957).-


Tras el rebeco en Asturias. Los Picos de Europa.

Las tierras  de alrededor  pertenecían principalmente a nuestro anfitrión, que fue recibido con una especie de respeto feudal.  Viejos derechos  incluían (según nos contaron,  aunque nosotros  no lo vimos)  el privilegio de besar a todas las muchachas guapas de la zona.  La región  es lo suficientemente primitiva como para que perviva esa agradable  costumbre.  Este detalle  en una obra seria puede parecer frívolo  en comparación, pero refleja el genius loci.
Este fue el lugar en que tuvimos  que empezar a subir la montaña. Nuestros equipos fueron cargados  en jacas, y uniéndose a nosotros tres cazadores de rebecos, nos pusimos en camino,  siguiendo el curso del río Cares. Esta garganta del Cares, junto con el valle hermano  del Desfiladero del Deva, constituyen  dos de los cañones más magníficos de toda Asturias, y quizá existen pocos como ellos  en el resto del mundo. El camino iba por repisas rocosas  colgadas en la  ladera de la montaña, bajando luego hasta que llegamos cerca del torrente del Cares, que aquí se arremolinaba en rápidos espumosos alternando con profundas pozas de agua tan cristalina que se podía ver a las truchas  nadando a veinte pies de profundidad. El agua variaba entre un blanco diamantino  y un verde esmeralda, según la corriente fluyera sobre la blanca caliza o sobre rocas más oscuras.
Al irnos acercando a Bulnes el sendero se hizo verdaderamente espantoso, zigzagueando de derecha a izquierda, subiendo por una montaña casi vertical. Aquí era imposible ir a caballo. Bastante complicado era ya ir de pie, doblando ángulos donde el borde exterior  colgaba sobre una escarpada pendiente de cientos de pies hasta el torrente de abajo, y sin protección alguna  para salvar a caballos o personas en caso de un resbalón o  paso en falso.  No sin  estremecimientos los subimos  y llegamos a Bulnes, una docena de casas de piedra sin ventanas,  agrupadas en un escarpe.  En tono guasón  se le llama el “Pueblo de Arriba”, y supimos que otro grupo de casuchas escondidas en algún lugar inferior constituía el “Bulnes de Abajo”.
Penetramos en la morada de la edad de piedra de mejor aspecto, y descubrimos que constituía la casa parroquial del cura de Bulnes, una extraña mezcla de refugio alpino y ermita gótica.    Losas de áspera piedra  que sobresalían de paredes sin labrar  servían de mesas, mientras que cajones  de roble toscamente tallados  cumplían ala vez la  doble función de asientos y armarios.  La cama del cura ocupaba una esquina, y en las  paredes colgaban una escopeta y un rifle  junto con equipos  de caza:  bolsas,  cinturones y zurrones, todos hechos de piel de rebeco.  A primera vista toda la casa olía más a caza  que a santidad (quizás sea demasiado fuerte decir que olía a caza). Nos fue asignada una habitación interior, sin ventanas  e iluminada por el débil parpadeo de una mariposa que recordaba a los candiles de la época medieval, y a la que, a propósito, sólo se  podía acceder  a través de otras estancias que parecían la morada de las vacas y la cocina  respectivamente. 
El padre se encontraba en los riscos superiores cortando heno, pues combinaba la agricultura  con el cuidado de las almas, poseía muchas vacas  y hacía  el queso tan celebrado llamado de “Cabrales”.  Finalmente se reunió con  nosotros en su aposento de piedra, y desde un principio se reveló, por sus francos y sinceros modales, que luego demostró la  experiencia, como un verdadero deportista, y un compañero de lo más desinteresado.  Su Reverencia  inmediatamente preparó  todos los detalles  para organizar nuestra cacería, y mandó a su sobrino a que fuera a por los muchachos de la montaña, ordenando a algunos que pasaran la noche, no sabemos cómo, en los riscos de la Peña Vieja, mientras que les dijo  que se reunieran con nosotros por la mañana. 
Mientras cenábamos rebeco ahumado y vino rosado se dedicó a preparar las armas, municiones y calzado para unos cuantos días  en el monte. Al haber estado  ya prevista nuestra llegada pronto cogimos el camino hacia arriba, por sinuosos  senderos que conducían a las cumbres de los Picos de Europa, algunas de cuyas altitudes son las siguientes: Peña Vieja, 10.046 pies;  Picos de Hierro, 9.619 pies; Pico San Benigno, 9.329 pies.  Dejamos  abajo todo el equipaje pesado, sólo nos quedamos con la tienda de campaña, las mantas, las escopetas y los cartuchos, que fueron subidos, no sabemos cómo, hasta la mitad del camino a lomo de dos burros. Como provisiones contábamos con la leche y el pan de los queseros que viven allí en lo alto, y de modo parecido a los campesinos noruegos    en sus saeters o chozas de verano en  Sfield. Cerca de la cabaña de estas honestas gentes pusimos nuestra tienda, a una altura de 5.800 pies.
Con el  alborear  de la aurora, tras  beber un poco de leche, iniciamos la ascensión, nuestro anfitrión  el cura,  Bertie y yo.
Con nosotros venían diez cabreros que tenían que flanquear la batida,  los otros ya estarían ocupando las posiciones que les tocaron, no sabemos dónde. Tres horas de subida (con el esfuerzo habitual, sólo que peor) nos condujeron  a la  primera línea de “pasos” muy por encima de los últimos rastros de vegetación y entre la poca nieve que queda aquí  en verano.  En esta “batida” teníamos muchas posibilidades de éxito, y nos informaron  que habían sido vistos cuatro animales en la bruma, aunque ningún rebeco se puso a tiro, y tuvimos que afrontar otras dos horas de escalada antes de alcanzar el  segundo grupo de puestos.
Este tramo,  sin embargo, frustró definitivamente por el momento mi carrera como cazador de rebecos, tal era el estado resbaladizo, vertical y enormemente peligroso  de las rocas.  Quince días antes había subido la Plaza de Almanzor en  la Sierra de Gredos, pero estos pináculos de Los Picos sobrepasaban mis posibilidades. Esta decisión, al margen de mis palabras,  evidencia la naturaleza de estos picos cántabros. Me quedé aquí abajo en un saliente de vértigo a 8.000 pies, mientras el resto del grupo, en fila  por una escalera de rocas, se perdió de vista a las quince yardas.
Enfrente de mi  se alzaba con un pico tras otro de alturas atrayentes  la totalidad de la vasta cordillera cantábrica, una de las glorias de las formaciones montañosas. 
Abel Chapman y Walter J. Buck
(1851-1929)
Asturias vista por viajeros.  Volumen I.-



Peña Santa
La componen dos peñas:  Peña-Santa de Castilla y Peña-Santa de Asturias. Sobre la cumbre de esta última se divisa casi  en su totalidad el Principado.  ¡Cuantos años hacía que no había visto a mi peña querida! ¡Cuantos años que no había dormido al pie  de tus nieves, ni cazado el rebeco en tus laderas! ¡Cuantos años que tus aristas colgantes  no me habían despertado al mundo de las emociones, del escalamiento y de los precipicios!…
Aun recuerdo el febril anhelo y las ansias y el ardor infinito conque yo subía, y subía sin cesar,  desde Covadonga, cargando con mi rifle por la áspera pendiente y las pintorescas majadas  que dan acceso al lago de Enol, para desde allí alcanzar las últimas chozas, habitables por el verano, en la Ronciella.
Mas arriba, empieza la región de los precipicios, de los rebecos y de las nieves, y allí en plena soledad, en plena montaña, me sentía yo en pleno paraíso, rodeado de musgos, de líquenes y de rododendros,  expuesto al riesgo de sorprender un robeco a dada asomada, de verlo coronar algún pico, de descubrir un nuevo valle, de tropezar alguna gruta, de tener que salvar un mal paso.
Todo eran emociones, y yo en medio de aquellas rocas, me creía el superhombre, porque luchaba cuerpo a cuerpo con la Naturaleza, como pudiera hacerlo cualquier antepasado de la Edad de Piedra…..
Así es que, all llegar a dar vista al Requexón, en las faldas de Peña-Santa con su  Forcadona y su Forcadina, por donde escapan los rebecos, se redoblaba mi entusiasmo, y  “¡Arriba!,, “¡Arriba!,, parecía gritarme una voz interior, que me arrojaba a lo alto, al azul del firmamento, cortado por la caliza clara de la Peña esbelta en cuya falda dormían glaciares de nieve inmaculada…”¡Arriba!,, “¡Arriba!,, parecían decirnos los puntos apenas perceptibles  en que nuestros gemelos veían las gamuzas…. “¡Arriba!,, decían las águilas y los buitres que se cernían majestuosamente en el espacio…
Siete años hacía que no había yo estado en Peña-Santa, en el grupo occidental de los Picos de Europa; pues el grupo central, el de los Urieles, el Naranjo de Bulnes, Peña Vieja y Cerrado, el de los Tiros del Rey, me había robado la atención por  completo. Vuelto a mis antiguos amores, salí  de Covadonga con mis hermanos entonando cánticos a la dicha suprema  que renovaba mis emociones puras de la edad sencilla, y mientras la catedral y la cueva se iban quedando allá abajo, nuevas cimas surgían de todos los puntos del horizonte. Al dar vista a la pintoresca Vega de Comeya un  ¡hurra!, con el sombrero en la mano, desde nuestros caballos, fue el saludo entusiasta a la súbita, aunque lejana aparición de los Urrieles.
Al final de la Vega de Comeya, una cuesta, un cable, unas torres y unos calderos de la The Asturiana  Mines Limited. Todo un transporte áereo. ¿Quién dijo miedo? ¡Al caldero!
Dejamos nuestros caballos, nos metimos cada uno en un cajón de hierro, y mucho peor que si fuésemos en globo, pues el ruído del cable en que íbamos colgados no tenía nada de halagüeño, salvamos unos cuantos precipicios y llegamos arriba, a la Picota, a la casa gerencia de las minas de manganeso de los ingleses, donde Mr. Makencie, el simpático ingeniero gerente, pretende tener el mejor balcón del mundo.  Este balcón enfoca directamente a Peña-Santa.
De esta casa partió el año pasado un notable geógrafo francés, el conde de Saint-Saud, que hizo la topografía de aquellos lugares. Este año un alemán, M. Schulze, estudia la geología con toda la calma y seriedad propia de su raza. Es un joven muy simpático, alpinista distinguido, y, uno de los siete fundadores de los alpinistas de la Academia, tan extendida  hoy por toda Alemania.  Se prepara para entrar de profesor en la Universidad y sus oposiciones consisten en un trabajo geológico sobre los Picos de Europa.
De esta casa partimos al día siguiente todos, en compañía  del alemán, después de haber dado gracias a los ingleses por su amable hospitalidad, y los dirigimos a los Picos.
No había mucho tiempo que habíamos dejado el lago de Larcina, cuando el alemán, rompiendo con el martillo que llevaba una piedra, gritó: -¡Oh, esto ser muy interesante! Yo decírselo a los ingleses:  ¡el manganeso viene da arriba! Al poco tiempo mis hermanos gritaban: -¡ Los rebecos, los rebecos! Ell alemán me coge por el brazo y me dice: -¡Allí va, allí va! -¿Quién?- le pregunté, ¿el rebeco? -No: el filón.
Los unos, corrieron por la derecha; el otro tomó por la izquierda, y yo, que ya venía encandilado con Peña-Santa, tomé el frente:la majestad de sus formas, la blancura de su nieve y el azul el cielo me atraían sobremanera. Cuando la miré  con el anteojo, los rebecos estaban sobre la cumbre.
Por todas partes se había subido a Peña-Santa menos por el Este. Por este lado había que subir, y subí  tan sigilosamente como pude, a fin de sorprender a los rebecos. Solo tuve dos malos pasos: uno no me atreví a pasarlo, porque el Mauser en la espalda me impedía  escurrirme en mi emparedamiento por la grieta,  y tuve que bajar unos veinte metros; el otro  lo pasé a modo de serpiente; esto es, arrastrando el busto sobre un lomo cubierto de hierba, de medio metro de ancho por dos de largo, con pared lisa a la derecha y precipicio más que regular, a la izquierda. Estaba cerca de la cumbre, y al pasarlo así sentí muy cerca de mí hendir el aire; el buitre o el águila que pasó hubiera muy bien podido despeñarme. 
Una vez arriba, los robezos habían desaparecido. ¿por donde? no lo sé. Acaso estuvieran debajo de mí; pero no era cosa de indagar mucho, echando el cuerpo fuera, a aquellas alturas. Me sentí a contemplar el paisaje pues tenía a mis pies media Asturias: desde Peña Obiña y la Cigalia y el Aramo, hasta mí, veía todos los montes y la mar de pueblos sepultados en lo más profundo de los valles: los de Pajares, Aller, Caso, Ponga y Amieva; veintitantos términos y cincuenta y tantos valles al Oeste.  Por el Norte, subía el mar tanto como yo, y desaparecían minúsculos, el Sueve, y la cordillera de Cuera. Al Este, se levantaba la formidable barrera de los picos centrales: Llambrión, Urrieles, Cerredo, Cabrones, Neverón y el Trave. Y al Sur, los montes de León y Peña-Santa de Castilla. Los primeros términos eran verdes, los segundos azules y los últimos rojos. No sabía separarme de allí, y debía hacerlo; pues llevaba cerca de dos horas sobre la cumbre y el sol no estaba lejos de llegar a su ocaso.
¿Por dónde debo bajar?, me pregunté. Por el Norte: primero, porque es la bajada más corta; segundo, porque es la dirección hacia donde deben estar las tiendas de campaña, y tercero, porque si me deslizo por el enorme ventisquero de cemba vieya (glaciar viejo), vuelo al pie de la peña.
En Gavarnie, debajo de la Brecha de Roldán, acostado sobre la nieve y sujetando poderosamente el rifle con las manos, me escurrí por un gran ventisquero, frenando mi caída la culata de mi escopeta, que bajaba mordiendo la nieve. Así llegué al pueblo una hora antes que el guía.  ¿Por qué no había de intentar ahora lo mismo? Veinte minutos debí tardar en bajar desde la cumbre de la peña a la parte superior del ventisquero.  La nieve tenía unos cuatro o cinco  metros de espesor o de altura, y metro y medio escaso la separarían de la roca por donde yo bajaba.  Se me ocurrió dar un salto, pero  lo juzgué excesivamente temerario. Cuando, una vez abajo, empecé a subir los cuatro o cinco metros de espesor, comprendí cuál hubiera sido mi locura. ¡La nieve estaba helada! A fuerza de golpes de culata  de Mauser hice una  hendidura para mis alpargatas,  hasta cabalgar sobre el vértice del gran nevero helado. 
Una vez arriba, empezó a helárseme la sangre, pues falto de botas con clavos, y de piolet con  que tallar los pasos, ni siquiera tenía, como en Gavarnie, un rifle muy pesado, con placa de hierro en la culata. Así es que estaba enfrente de un dilema: dar vuelta atrás y desandar lo andado, o ensayar una glissade o resbalamiento sobre la nieve, que no estaba lisa y aparecía llena de ondulaciones o achaflanamientos.
Quise, echándome de la parte de afuera, ensayar un poco si agarraría la punta de la culata del Mauser, y para ello di dos o tres vueltas al portafusil en el brazo izquierdo y dos o tres golpes en la nieve. Resbalé y …. ya no había dilema: salí como una flecha, procurando moderar la velocidad con el arma. Aquello no fue deslizamiento; aquello fue una serie de golpes de culata del fusil, debidos al achaflamiento u ondulaciones  de la nieve, y cada vez mayores, a medida  que mi caída aumentaba. 
Cada golpe era más fuerte que el anterior; cada sacudida mas brusca; el Mauser se me rompió en dos pedazos, chocando contra mi cabeza, y en vano procuré retenerlos: nuevos golpes me los arrancaron de las manos, y entonces, solo, abandonado, sin medios, sentí que volaba, que mi cuerpo inerte se sacudía brutalmente contra la dureza del suelo, y que dentro de unos segundos sería una masa inerte e inconsciente. “Yo lo quise-pensé-: me estoy despeñando, y al primer embite contra la peña me voy al otro mundo sin darme cuenta de ello”. Porque la peña me rodeaba por todas partes: peña a la derecha, peña a la izquierda, peñas en medio y peñas abajo para recibirme. Me di por muerto. Veía de un momento a otro el choque fatal, terrible, que me desvencijara por completo, que rompiese mis huesos y aventara mis sesos, si es que me quedaba alguno por haberme metido en trance semejante, y a pesar de tales seguridades fúnebres de mi espíritu, el instinto trabajaba siempre por mi hasta el último momento, impidiendo que bajase la cabeza y convirtiendo  mis extremidades heladas en verdaderas garras de felino……
¿Como fue? Yo no lo se; lo cierto es que con ansias supremas de muerte y crispadura de dedos, logré detenerme en la nieve, cuando faltarían quince metros para llegar abajo… Febo, sin duda, había lamido a su paso la parte inferior del ventisquero y había ablandado la nieve. Inmóvil, incrustado en la pared blanca, sentía caer la sangre de mi cara. No sé cómo, me puse de espaldas, y una vez así, bajé los quince metros a de taconazos y de codos. 
Cuando me puse de pie sobre la peña, y me cercioré que no había mas rotura que las de la piel, me encontré con los pantalones en la cintura y con el chaleco y la chaqueta en los sobacos. El rifle, el sombrero y el reloj habían desaparecido. Al ir en busca de mis compañeros me encontré con el alemán, que, alma buena y caritativa, con botas y clavos y con piolet, volvió al cabo de dos horas al campamento con mis objetos recuperados.
-Rodar usted doscientos cincuenta metros- me dijo-. ¡Usted querer matarse! 
Le di un abrazo, las primicias de nuestras conservas y mi cama. Yo dormí al sereno, sobre el santo suelo, metido en un saco de piel de oveja y contemplando las estrellas.
Para estrella la mía.
4 Octubre 1907.
El Naranjo de Bulnes 
Peña-Santa.
Pedro Pidal. Marqués de Villaviciosa de Asturias. 

























































































































































































































































































































































































































































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