Ruta del Cares (Posada de Valdeón-Caín-Poncevos)
El camino, que no era más que un sendero de mulas se elevaba bastantes miles de pies, zigzagueando hacia arriba a través de un inmenso barranco, que de hecho estaba intacto y a salvo de inmensas rocas salientes y cavernas donde mineros emprendedores habían dejado rastro de su osada subida al pico más alto. Con nuestro ánimo reconfortado y disfrutando de buen tiempo, el primer ascenso fue rápido, y tan rápidamente y a tanta altura subíamos que durante mucho tiempo pudimos ver a lo lejos la casa de nuestro amigo.
Al fin alcanzamos la nieve, que con el sol se estaba derritiendo y dejando húmedo y resbaladizo el suelo, tan desagradable para los caminantes. A medida que el camino iba siendo gradualmente cubierto por la nieve, podíamos orientarnos mediante las indicaciones y nuestra experiencia de montañeros. Llevando siempre la iniciativa, ya que mi amigo estaba menos acostumbrado que yo a la nieve, yo marchaba delante y hacia arriba cuando,al echar un vistazo, me di cuenta con horror de que había perdido su alta figura, pero al cabo de un instante escuché un grito de socorro, y mirando en todas direcciones, al final descubrí una bota en el aire: mi amigo había caído en una cavidad cubierta de nieve en polvo. Le grité que permaneciera quieto, salté hacia abajo y tomando una posición más baja de donde él había caído y a costa de denodados esfuerzos, lo saqué, más asustado afortunadamente que herido, aunque a juzgar por la oscuridad, la cavidad era probablemente muy profunda y él quedó cabeza abajo y colgando de las piernas. Más tarde, ya riéndonos del percance, continuamos la marcha con más prudencia que antes hasta que, de pronto, encontrándonos frente a un enorme y singular precipicio bajo las rocas,un eco me golpeó.
La nieve estaba blanda y resbaladiza ; todo eran rocas aglomeradas, ahora invisibles, y nosotros procedimos, guiándonos solamente por el instinto de montañeros. De pronto oí a mi amigo decir: “Mira esas pisadas en la nieve”. Allí estaban, bien marcadas y recién pisadas,las huellas del paso de un oso, probablemente de una familia de tres -padre, madre e hijo- en su paseo de invierno. De todas maneras no avistamos tales osos, pero desde aquel momento me arrepentí de no llevar conmigo una pistola, un revólver u otra arma, y pensé con preocupación en las raciones de carne de vaca que portábamos para nuestra supervivencia, y en la probabilidad de que algún lobo hambriento las localizara a través del olfato. Apenas habían pasado por mi mente estos pensamientos cuando, unas cien yardas por encima de nosotros, en un largo camino cubierto por la nieve que al principio estaba oculto por una roca perpendicular, una tropa compuesta por unos quince corpulentos lobos marchaba en fila delante de nosotros. Doce meses antes había leído en el Daily Telegaph una curiosa y sensacional historia de los Picos de Europa, algo así: “En un pequeño y aislado pueblo de uno de los valles menos conocidos de las regiones más altas, por Nochebuena, se oficiaba la misa en una pequeña iglesia parroquial, y el pueblo se hallaba medio enterrado en la nieve. Apenas iniciado el servicio litúrgico, una manada de lobos atacó por sorpresa al templo y sus ocupantes, y los animales entablaron una fiera pelea con los fieles aterrorizados….. Nadie supo del lugar hacia donde escapó el sacerdote, pero el sacristán, haciendo alarde de muy buenos reflejos, subió rápidamente al púlpito y comenzó a ladrar como un perro: los lobos huyeron atemorizados y las cosas se calmaron”
Teniendo esta improbable historia en mente realicé la misma operación con la manada que mi amigo y yo teníamos delante: imité el sonido más parecido y más alto del ladrido de un can que yo pudiera lograr. El efecto seguido resultó ser muy curioso: al principio, la larga hilera de lobos nos devolvió su sonido, y como si de una compañía de soldados se tratase y obedeciese la orden de “¡Adelante!”, los animales comenzaron a rechinar los dientes del modo más desagradable. Pero al seguir yo con mis “ladridos”, para nuestro alivio vimos como era dada la orden de retirada por parte del cabecilla de aquellos mamíferos carniceros; y no con desgana, sino de muy buenas maneras, el enemigo desapareció de nuestra vista.
El ascenso era ahora enteramente sobre la nieve, que afortunadamente, debido a la región fría a la que nos estábamos aproximando, se hallaba bastante congelada. Y a excepción de otra manada de lobos que divisamos a cierta distancia, y de las huellas de un oso grande seguido evidentemente por su descendencia, nada importante nos ocurrió hasta que alcanzamos la cima, a unos 8.000 pies sobre el nivel del mar. Durante las dos últimas horas las cumbres habían sido gradualmente cubiertas de nubes, y una ventisca de nieve y de aire frío del Norte nos azotó la cara. Descansando durante algunos minutos protegidos por unas rocas, nos enfrentamos a las ráfagas e iniciamos el descenso de la pendiente norte, aunque no podíamos distinguir muchas yardas de camino seguro ante nosotros. El camino al principio estaba bien definido en aquellas zonas donde el viento lo había desnudado de nieve, pero las grandes ráfagas de viento nos obligaban a realizar pronunciados giros, ocasionalmente peligrosos en las inmediaciones de terribles precipicios. Eran casi las tres de la tarde cuando llegamos a un lugar donde se había acumulado una montaña de nieve haciendo desaparecer todo rastro de camino. Habíamos caminado durante algún tiempo con la nieve hasta las rodillas, estábamos empapados, nuestra barba era un bloque de hielo, el tabaco se nos había humedecido y las cerillas eran ya inservibles…. Pero entonces pensé que era preciso hacer cálculos: la primera pregunta fue si mi compañero conocía el camino. Si, lo conocía si no hubiera habido nieve, ni una cegadora aguanieve, ni una oscuridad como la que se estaba aproximando. Fui consciente del peligro de movernos, ya que estábamos rodeados de precipicios, y propuse tres maneras de actuar: la primera consistía en seguir adelante a pesar de los peligros; la segunda, volver por el camino que habíamos recorrido; y la tercera cavar una casa de nieve en uno de aquellos terrenos y permanecer allí hasta que la tormenta pasara. Antes de decidir, mi amigo dijo que haría otra exploración, y la intentó durante unas cincuenta yardas, pero volvió dejando claro que no podía ver más que peligro en cualquier dirección. Así que abandonamos la idea de seguir adelante, de modo que sólo quedaban dos de las propuestas, que rápidamente convertimos en una, ya que nos acordamos de los lobos y los osos y de su nada agradable compañía en aquellas noches de invierno. Habiendo optado por regresar, pusimos el mejor empeño posible en el asunto, y debo decir que durante el esfuerzo físico de tener que subir nuevamente, nuestras fuerzas flaquearon y nos reímos francamente por nuestros numerosos tropezones y caídas en la blandura de la nieve, que casi nos llegaba a la cintura. Nunca olvidaré el cansancio de las piernas, ya que a cada paso debíamos desenterrarlas y pisar tan lejos como fuera posible. Eran casi las cuatro y media cuando, jadeando y bastante más calientes por nuestro esfuerzo pero medio famélicos y casi a punto de comer la carne de vaca cruda que llevábamos, volvimos a alcanzar la cima o col, y, a cubierta de una roca, respiramos dando gracias por lo pasado y confiando en el futuro. La pendiente sur que ahora descendíamos presentaba un aspecto diferente al de hacía unas horas : habían caído copos blandos y grandes, y a excepción de las rocas que sobresalían , se habían cubierto todas las marcas del camino, aunque, guiados sólo por la dirección, logramos bajar. Tan fríos y miserables como nos sentíamos , nos confortamos el uno al otro dándonos ánimos y relatando anécdotas ocasionales, e incluso recurriendo a una canción alegre cuyas notas morían al hacer eco ante los Picos. Solo en un tramo, nuestro rápido descenso fue impedido: tuvimos que saltar de una roca que sobresalía, ahora tan resbaladiza como el cristal al caer la helada de la tarde, hasta una pendiente de quinientas yardas de anchura cubierta totalmente de nieve que terminaba en una hondonada de muchos cientos de pies de profundidad, a donde nos precipitaríamos si el pie resbalara o se moviera. Con mi experiencia de los Alpes y el Himalaya dejé la roca y salté resueltamente, posando los pies con precaución y con una serie de rápidos botes, pero a salvo en una roca del lado opuesto. Al darme la vuelta vi que mi compañero no estaba contento y se encontraba todavía aferrado a la roca resbaladiza y pidiendo ayuda. Cuanto más le decía que saltara, el más protestaba de que no podía y al final probablemente perdería el control; llegó a pedirme que siguiera y le dejara morir allí… Me reí y le prometí acudir en su ayuda, lo que hice dando marcha atrás; y brindándole mis hombros para que se apoyara, le bajé poco a poco, siguiendo mis huellas y dejando atrás el peligro. Cuando dejamos la nieve, la tormenta de lluvia fría cambió gradualmente : primero aguanieve, empapándonos , y después un verdadero aguacero que se mantuvo hasta el amanecer. De todas las maneras estábamos llevando bastante bien ya que nuestro camino, aunque muy escabroso, aparecía ahora bastante definido a medida que llegábamos al valle, que sólo puedo definir como un humo denso y oscuro. Se trataba de niebla o de nubes, pero aparecía ante nosotros como el humo de la chimenea de un barco a vapor. Le pregunté a mi amigo si sabía de qué se trataba, pero no me lo pudo decir. Sin embargo, en menos tiempo de lo que escribo, se tornó oscuro como boca de lobo, hasta tal punto que mi acompañante y yo, tan próximos uno del otro, éramos invisibles para nosotros mismos. A fuerza de nuestros palos sobre las rocas y de llamarnos constantemente, evitamos separarnos mientras seguíamos el descenso. Habíamos bajado a tientas durante media hora cuando nuestras varas indicaron que no había continuación del camino, e incluso arrodillándonos sólo pudimos comprobar con el tacto el vacío en todas las direcciones. Vacilantes, escuchábamos atentamente cualquier sonido que nos orientara, ya que éramos conscientes de que no podíamos encontrarnos muy lejos de la casa de nuestro amigo inglés. Y a los pocos minutos nuestra alegría fue inmensa al escuchar el cencerro de una vaca de su rebaño, justo bajo nosotros. Gritamos tan alto como pudimos, y las frías colinas parecían burlarse de nosotros, en la todavía tierra de nubes. Escuchamos al fin una voz, y pronto fuimos descubiertos por los sirvientes, quienes guiados por nuestras voces, llegaron a nosotros con una linterna y nos sacaron de lo que por la mañana vimos que era un precipicio muy peligroso, casi un barranco de quinientos pies.
Mars Ross y H. Stonewhewer-Cooper. (s. XIX)-Asturias vista por viajeros. Tomo III.-
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Picos de Europa Paul Labrouche . Conde de Saint-Saud Los días 10 y 11 del mes de septiembre de 1891, los señores Olavarría y Saint-Saud realizaban la ascensión de la Peña Mellera y llegaban a Espinama, siguiendo el curso del río Deva. El día 12 suben hasta el casetón de las minas de Liordes, y el mismo día escalan un contrafuerte de la Torre de Salinas, contrafuerte que fue bautizado con el nombre de Torre de Olavarría. Al siguiente día, la niebla y un error de orientación de los guías les hacen confundir la Torre de Llambrión; realizando en su lugar, la ascensión de una peligrosa cresta, Tiro Llago. El día 4 pernoctan en Caín, viitando al día siguiente la garganta de su nombre, y aquella misma tarde don Benito del Blanco, párroco de Soto, les hospedaba en su presbisterio. La ascensión de Peña Bermeja les permitió ver de cerca las formidables escarpas de Torre Santa, y el día 18 llegan a Cangas de Onís, por Sajambre y la carretera casi subterránea del Sella. Días después intentan escalar la Torre Santa, de la que sólo pueden alcanzar un alto contrafuerte; siguiendo al siguiente día por el curso del río Cares, pernoctando en Carreña la noche del 20 de septiembre. En 1892, más confortablemente equipado, siguen de nuevo el camino de muros de su vivienda, a que el padre Sol derrita en la estiada las nieves que le bloquearon, y en ese brevísimo tiempo habrá de hacer la recolección de su cosecha, sin que entre ellos resplandezca la alegría que en la llanada produce el momento en que el hombre que en el campo trabaja recoge el fruto con lo que la madre Tierra le recompensa. Entre las misérrimas viviendas se alza la iglesia. Poco difiere de aquéllas en humildad y en pobreza la casa de Dios; sólo las supera en altura, la del mezquino campanario, que pregona las tristezas o las alegrías de estos seres olvidados del resto de la Humanidad. Si entras en la reducida iglesia, verás a hombres y mujeres escuchar con el fervor de una fe bien arraigada las palabras con que un ministro del Señor anatemiza a los humanos, amenazándoles con el castigo implacable de los Cielos en pago de sus pecados….. Y tal vez, en el entretanto, llegará desde afuera el horrísono estampido de la avalancha o la bárbara música de la tormenta….. y el anciano sacerdote exhortará a estos resignados al menosprecio de las riquezas de la tierra y de las pompas mundanales….¡a los míseros que jamás lograron gustar de una gran alegría y que sólo poseen un palmo de pradera o un menguado rebaño de ovejas o de cabras….. Forzoso es recordar el menosprecio con que algunos viajeros han hablado en sus escritos de estos humildes montaraces. Uno hay, sobre todo, que merecía una enérgica réplica, si no creyéramos que basta el desprecio de ni aun mencionar su nombre en las páginas de este libro. Sabe, lector, para tu orgullo, que no nació al amparo de nuestro cielo. Tierra de brumas y de fríos la suya, no es de extrañar que el corazón se petrifique y no sea la serenidad de juicio, ya no la indulgencia por estos seres abandonados, lo que resplandezca en sus presuntuosos recuerdos de viaje. En otros tiempos, cuando la avalancha de viajeros curiosos cayó sobre los Alpes, apenas descubiertos, hubo un hombre de genio y de ingenio que combatió a otros también menospreciadores y difamadores de aquellos entonces desconocidos montaraces. Esperemos nosotros a que pase por nuestras montañas otro Ruskin, y que, como él, de alma sana, sienta intensamente el contraste entre la gloria de la naturaleza alpestre y la oscura pobreza de los hombres que en medio de ella viven. Y, sin embargo, hemos de comprender que estos seres no son mucho más desdichados que otros hombres que, como ellos, trabajan oscuramente la tierra; para ellos, como para el poeta, también florecen las margaritas de las praderas, y también se despliega ante sus ojos el portento luminoso de las auroras y los ocasos. La fatiga de su labor les prepara un sueño libre de pesadillas y visiones extrañas. Una religión adaptada a la simplicidad de sus costumbres, les permite esperar y resignarse. Poca cosa basta para hacer feliz a quien no tiene ambiciones. Su pobreza no es deshonrosa, no es la miseria del mendigo, ni aun la de muchos obreros de las grandes ciudades. Viven de un cambio de productos, como los pueblos antiguos, sin que la moneda sea precisa para sus transacciones. La más absoluta sobriedad guía todos sus actos, porque un cielo riguroso y un sol mezquino les aseguran lo necesario, pero no lo superfluo. Y, a pesar de lo ingrata que es la Naturaleza con ellos, aman de todo corazón este pedazo de tierra que los vió nacer y el estrecho horizonte que circunscriben las altas cumbres, y, bajo aquel breve trozo de cielo y la entraña de aquella tierra, ellos quieren que su carne se pudra cuando el último sueño cierre sus párpados….. Y si el ansia de otra vida más amplia les arrastra a la emigración, ni un solo instante dejan de añorar sus montañas queridas, y la nostalgia, la morriña, muerde en su corazón con los acerados dientes del recuerdo. ¡Patria, hermosa patria! ¡Qué ingrata eres a veces, y, sin embargo, cómo al recordarte en nuestros soliloquios, el alma vuelve a encontrarte, y el corazón acelera su latido y en los ojos asoman las amargas lágrimas que tu ausencia hace brotar!¡Qué emoción, indefinible para quien no la haya experimentado, la de escuchar, al azar, una canción, unas notas musicales que despierten tu recuerdo! ¡Parece como si la voz de la madre nos llamara quedamente, y como si en nuestra frente sintiéramos el calor del último beso!….. Comprendemos por qué los jóvenes suizos que servían como soldados mercenarios en las milicias extranjeras, cuando escuchaban algunas de las melodías. Viviendo en plena Naturaleza, en lo más arisco y salvaje del territorio español, bloqueado por la nieve durante seis o siete meses, y en plena montaña, cuidando de sus ganados o haciendo acopio de hierba en el resto del año, las gentes de los Picos de Europa encuentran en la caza, en esta caza heroica del oso y del rebeco, el deleite mayor para su espíritu aventurero y audaz. En cualquiera de vuestros viajes por estas aldeas perdidas en la montaña, encontraréis fornidos montañeses, a quienes la admiración popular ha rodeado de una aureola de héroes por sus proezas en la caza del oso o algún episodio de su vida montaraz, en que revelaron su valentía y su serenidad ante el peligro. - |
A la subida de Caín, y cuando vamos a montar nuestras caballerías, observamos un fenómeno curiosísimo. Los asnos que, sin duda, conocen el terreno palmo a palmo, y que por hallarse destinados a estos menesteres de traer y llevar personas de un pueblo para otro, saben latín, aunque para no caer en el pecado de muchos ignorantes, no presuman de ello, al darse cuenta de la pronunciada pendiente que tienen que subir cargados con nuestras personas, se han vuelto hacia atrás, emprendiendo una vertiginosa carrera, que más bien es una huida vergonzosa a la hora del cumplimiento del deber. Reímos estrepitosamente al percatarnos del instinto y la astucia de estos animales. El burro es un animal inteligentísimo que, según cuentan la historia y la leyenda, engañó al mismísimo diablo. Dícese que, cuando dieron a elegir entre el asno y el caballo, aquél, prendado de la docilidad y de la mansedumbre aparentes del asno, y desdeñando la noble arrogancia y la impetuosidad del bravo y fiel alazán , compañero inseparable del hombre, eligió el asno, con el cual se prometía muy felices aventuras, hasta que, montado que fué un día sobre él, y espoleándole más de la cuenta, el asno, dando un respingo y una voltereta, se arrojó de bruces al suelo, lanzándole a una respetable distancia y estrellándole contra las rocas... Hemos ascendido hasta la cumbre de las laderas del Pando, y de regreso a Posada de Valdeón, vamos a entrar de nuevo en las peligrosas y profundas hoces o desfiladeros de Caín. El sol, al caminar hacia su ocaso y refractarse sobre las finísimas aristas y dentado perfil de los Picos de Europa, proyecta, en línea recta, sobre el azul del cielo, grandes haces de luz que, al descomponerse, presentan toda la gama del espectro solar, con los siete colores del arco iris. Son grandes bandas o fajas de luz de irisados y tornasolados colores, que parecen flotar sobre los altos picachos de las grandiosas peñas, dándonos la sensación de un vistoso sistema de pirotecnia multicolor o ruedas de serpentinas de los más diversos colores... El espectáculo en esta hora divina del atardecer, bañada por los melancólicos tintes del crepúsculo vespertino, es sencillamente sublime y encantador. El asno, como decimos anteriormente, es un animal inteligentísimo, cuyo instinto y astucia corren parejas con los de otros animales que gozan fama de astutos y pérfidos, tales como la zorra, el lince y el lobo. Cuando el turista, montado sobre el asno, lleva a alguien a su derecha que le está hablando, el burro coloca su oreja —sólo su oreja derecha—, en posición horizontal, escuchando atentamente todo lo que dice el interlocutor de la derecha. Cuando, por el contrario, el interlocutor se encuentra a la izquierda del turista, el burro, sin pestañear siquiera, coloca su oreja izquierda —sólo su oreja izquierda— en el mismo sentido o posición horizontal, sin perder una sola palabra de lo que dice el que camina a pie a su lado izquierdo. Cuando son dos personas las que caminan a pie, una al lado derecho del turista y otra al izquierdo, ¡oh Minerva , diosa de la sabiduría , que inspiras al jumento!, el asno coloca las dos orejas en posición horizontal, para no perder una sola sílaba de la conversación de los dos caminantes. Cuando el jinete es sólo quien habla oh prodigio de inteligencia de estos animales!, el burro coloca sus dos orejas mirando hacia atrás, para que no se le escape ni una sola vez lo que dice el que va montado sobre él y le gobierna con sus riendas. Cuando el burro, creyendo haber escuchado algún sonido grato a su oído , tal como el roznar de algún animal de su especie o el dulce murmullo del río que le permite mitigar su sed con las linfas de su clara corriente, o las voces de algún otro viajero que camina por distinto sendero, otea el horizonte, oh maravilla del instinto y la astucia de los pollinos!, levanta su cabeza para escuchar mejor y coloca las dos orejas mirando hacia adelante, como si quisiera captar en sus grandes y enormes pabellones auriculares todo lo que ocurre o puede ocurrir en el frente que abarca su mirada. Pero no es esto todo, amigos míos, sino que, cuando el burro, molestado excesivamente por la persona que cabalga sobre él, quiere acabar con la insufrible carga, oh manes de todos los infiernos!, se arroja de bruces sobre el suelo' y despide al jinete con cien mil pares de diablos a los espantables y profundos abismos. La psicología del burro, aparte este somero estudio y observación hechos cabalgando sobre él o caminando en su compañía , ofrece particularidades interesantes. Una de ellas es que, cuando el turista montado sobre él le da la voz de isó!, el burro queda parado al instante, sin que haya el menor temor de que se mueva de su sitio por los siglos de los siglos, y cuando le da la voz de ¡arre ! camina, sí, pero con paso lento y muy despacio, y si por andar demasiado despacio se le espolea muy violentamente, entonces, arrojándose de bruces sobre el suelo, despide al jinete a los mil quinientos infiernos... En cambio, oh indómita soberbia y astucia e instinto y desobediencia del burro!, cuando se apea el jinete, el burro emprende una precipitada fuga, sin que haya poder humano, ni voz de arre! ni so! que le detenga en su huida. En resumen, el burro es, a nuestro juicio, muy inteligente.
IGNACIO MARIA DE LASA (POR TIERRAS DE LEON UNA EXCURSION A LOS PICOS DE EUROPA).-
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Los hombres y el paisaje
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Entre las misérrimas viviendas se alza la iglesia. Poco difiere de aquéllas en humildad y en pobreza la casa de Dios; sólo las supera en altura, la del mezquino campanario, que pregona las tristezas o las alegrías de estos seres olvidados del resto de la Humanidad. Si entras en la reducida iglesia, verás a hombres y mujeres escuchar con el fervor de una fe bien arraigada las palabras con que un ministro del Señor anatematiza a los humanos, amenazándoles con el castigo implacable de los Cielos en pago de sus pecados...
Y tal vez, en el entretanto, llegará desde afuera el horrísono estampido de la avalancha o la bárbara música de la tormenta... y el anciano sacerdote exhortará a estos resignados al menosprecio de las riquezas de la tierra y de las pompas mundanales... ¡a los míseros que jamás lograron gustar de una gran alegría y que sólo poseen un palmo de pradera o un menguado rebaño de ovejas o de cabras!... Forzoso es recordar el menosprecio con que algunos viajeros han hablado en sus escritos de estos humildes montaraces. Uno hay, sobre todo, que merecía una enérgica réplica, si no creyéramos que basta el desprecio de ni aun mencionar su nombre en las páginas de este libro. Sabe, lector, para tu orgullo, que no nació al amparo de nuestro cielo. Tierra de brumas y de fríos la suya, no es de extrañar que el corazón se petrifique y no sea la serenidad de juicio, ya que no la indulgencia por estos seres abandonados, lo que resplandezca en sus presuntuosos recuerdos de viaje. En otros tiempos, cuando la avalancha de viajeros curiosos cayó sobre los Alpes, apenas descubiertos, hubo un hombre de genio y de ingenio que combatió a otros también menospreciadores y difamadores de aquellos entonces desconocidos montaraces. Esperemos nosotros a que pase por nuestras montañas otro Ruskin (i), y que, como él, de alma sana, sienta intensamente el contraste entre la gloria de la naturaleza alpestre y la oscura pobreza de los hombres que en medio de ella viven. Y, sin embargo, hemos de comprender que estos seres no son mucho más desdichados que otros hombres que, como ellos, trabajan oscuramente la tierra; para ellos, como para el poeta, también florecen las margaritas de las praderas, y también se despliega ante sus ojos el portento luminoso de las auroras y los ocasos. La fatiga de su labor les prepara un sueño libre de pesadillas y visiones extrañas.
Una religión adaptada a la simplicidad de sus costumbres, les permite esperar y resignarse. Poca cosa basta para hacer feliz a quien no tiene ambiciones. Su pobreza no es deshonrosa, no es la miseria del mendigo, ni aun la de muchos obreros de las grandes ciudades. Viven de un cambio de productos, como los pueblos antiguos, sin que la moneda sea precisa para sus transacciones. La más absoluta sobriedad guía todos sus actos, porque un cielo riguroso y un sol mezquino les aseguran lo necesario, pero no lo superfluo. Y , a pesar de lo ingrata que es la Naturaleza con ellos, aman de todo corazón este pedazo de tierra que los vio nacer y el estrecho horizonte que circunscriben las altas cumbres, y, bajo aquel breve trozo de cielo y en la entraña de aquella tierra, ellos quieren que su carne se pudra cuando el último sueño cierre sus párpados... Y si el ansia de otra vida más amplia les arrastra a la emigración, ni un sólo instante dejan de añorar sus montañas queridas, y la nostalgia, la morriña, muerde en su corazón con los acerados dientes del recuerdo. ¡Patria, hermosa patria! ¡Qué ingrata eres a veces, y, sin embargo, cómo al recordarte en nuestros soliloquios, el alma vuela a encontrarte, y el corazón acelera su latido y en los ojos asoman las amargas lágrimas que tu ausencia hace brotar! ¡Qué emoción, indefinible para quien no la haya experimentado, la de escuchar, al azar, una canción, unas notas musicales que despierten tu recuerdo! ¡Parece como si la voz de la madre nos llamara quedamente, y como si en nuestra frente sintiéramos el calor del último beso!... Comprendemos por qué los jóvenes suizos que servían como soldados mercenarios en las milicias extranjeras, cuando escuchaban algunas de las melodías pastoriles de los Alpes, sufrían este intenso dolor de la nostalgia, hasta tal punto que hubo de prohibirse estos cánticos en sus batallones, porque aquellos sones hacíanles llorar, y, a veces, desertar y aun morir (i). Viviendo en plena Naturaleza, en lo más arisco y salvaje del territorio español, bloqueado por la nieve durante seis o siete meses, y en plena montaña, cuidando de sus ganados o haciendo acopio de hierba en el resto del año, las gentes de los Picos de Europa encuentran en la caza, en esta caza heroica del oso y del rebeco, el deleite mayor para su espíritu aventurero y audaz. En cualquiera de vuestros viajes por estas aldeas perdidas en la montaña, encontraréis fornidos montañeses, a quienes la admiración popular ha rodeado de una aureola de héroes por sus proezas en la caza del oso o algún episodio de su vida montaraz, en que revelaron su valentía y su serenidad ante el peligro.En las comarcas de Caín y Cabrales tienen fama de contar entre sus hijos los mejores trepadores de rocas y los más decididos cazadores de rebecos. Los de Caín, sobre todo, gozan en todos los Picos de Europa de esta merecida reputación. Alejandro Pidal, gran conocedor que fue de estas montañas, entre cuyas rocas buscaba el descanso a que su labor de político y escritor se hacía acreedora, refiere uno de estos episodios, que retratan el valor de los cainejos y su osadía casi temeridad en la caza del rebeco. -Ahí, sólo esos demonios de cainejos pueden cazar, que se pegan como moscas en las peñas-. Son de Caín, de un pueblo colgado ahí abajo, adonde no se puede entrar ni salir, y donde todos viven de la caza… Ahi los tenéis -añadió, señalándome las más tajadas aristas de un insondable precipicio. Seguí con los ojos el tosco cayado del pastor, y se me heló la sangre en las venas. Un ser, con figura humana, acababa de aparecer en medio de la arista de una encumbradísima peña cortada en pico, sin que pudiera comprender cómo humanamente podía sostenerse allí, en aquella luciente y bruñida vertical, colgando sobre el abismo. Un grito salvaje, ronco, resonó en las concavidades del joo (hoyo). Un peñasco ciclópeo, sacado de su secular equilibrio por el brazo poderoso del cainejo, cayó, no rodó, por la pendiente, y chocando contra la punta de las peñas ensordeció el valle entero. Los rebecos, que se refrescaban, acostados, en las grandes manchas de nieve, se pusieron en pie, irguieron las cabezas, adornadas por los airosos cuernecillos, y el poderoso macho que los capitaneaba, lanzando un penetrante grito, se lanzó al galope, seguido de toda la manada.
No tardamos en oír una detonación, y entre el humo producido por el disparo, vimos levantarse de una peña, suspendida en el borde del desfiladero, a otro cainejo, que, corriendo tras el rebeco despeado, le alcanzó, le remató y le degolló, y aplicando sus labios a la herida, bebió largamente y con delicia la caliente sangre del gallardo habitante de los precipicios. Desde entonces, en todas mis expediciones a la montaña, me he hecho acompañar por los cainejos. Al poderoso brazo de uno de ellos debo el poder contar lo que ahora escribo.
Picos de Europa. Contribución al estudio de las montañas Españolas por Pedro Pidal (Marqués de Villaviciosa de Asturias y José F. Zabala).-
Madrid 1918.-
Un conseyu
Zagales de Robellada,
pastorinos de mio puelu,
los que curiaís la reciella
allá pel valle Estremeru;
los qu´al llau de Peñasanta
vivís xuntos col robecu,
y, por estar cerca d´ellí
se vos marcha ´l santu al cielu,
non brindando cuando llega
a la vera ´l forasteru;
a prepósitu del casu,
vos quiero dar un conseyu
pues según dicime acaba,
un vecín n´Arnaedu,
que, por más señes dirévos
qu´emberengó n´Arnaedu,
hasta la güestra mayada,
en el pasadu xunetu;
llegó una tarde cansáu,
descalteníu, sedientu;
¡y non huestes pa brindalu
con migaya d´alimentu!
Yo bien sé que non tenés
roñosu temperamentu,
y que si non lu brindastes,
sin duda que hue por miedu
a que l´home dispreciase
güestro condumio modestu,
polo cual vengo a dicevos,
pa que vos sirva d´ exemplu
que todos los que subiemos
cuando rapaces, per Fresñu,
con el zurrón tras del llombu,
corizas, palu y mantiellu,
por mucho que la corramos,
del uno al otru hemisferiu,
y prebemos llambionadas
hechas con gustu y esmeru,
cuando golvemos a ésa,
non dispreciamos el quesu,
nin los platos de cuayada,
nin la borona, ni ´l sueru,
nin la mantega ni ´l pote
de castañes en inviernu.
Esto decivos quería,
pastorinos de mio pueblu
los que curiaes la reciella,
allá pel valle Estremeru.
Francisco de la Vega Robellada (Onís)(1893-1957).-
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Tras el rebeco en Asturias. Los Picos de Europa.
Las tierras de alrededor pertenecían principalmente a nuestro anfitrión, que fue recibido con una especie de respeto feudal. Viejos derechos incluían (según nos contaron, aunque nosotros no lo vimos) el privilegio de besar a todas las muchachas guapas de la zona. La región es lo suficientemente primitiva como para que perviva esa agradable costumbre. Este detalle en una obra seria puede parecer frívolo en comparación, pero refleja el genius loci.
Este fue el lugar en que tuvimos que empezar a subir la montaña. Nuestros equipos fueron cargados en jacas, y uniéndose a nosotros tres cazadores de rebecos, nos pusimos en camino, siguiendo el curso del río Cares. Esta garganta del Cares, junto con el valle hermano del Desfiladero del Deva, constituyen dos de los cañones más magníficos de toda Asturias, y quizá existen pocos como ellos en el resto del mundo. El camino iba por repisas rocosas colgadas en la ladera de la montaña, bajando luego hasta que llegamos cerca del torrente del Cares, que aquí se arremolinaba en rápidos espumosos alternando con profundas pozas de agua tan cristalina que se podía ver a las truchas nadando a veinte pies de profundidad. El agua variaba entre un blanco diamantino y un verde esmeralda, según la corriente fluyera sobre la blanca caliza o sobre rocas más oscuras.
Al irnos acercando a Bulnes el sendero se hizo verdaderamente espantoso, zigzagueando de derecha a izquierda, subiendo por una montaña casi vertical. Aquí era imposible ir a caballo. Bastante complicado era ya ir de pie, doblando ángulos donde el borde exterior colgaba sobre una escarpada pendiente de cientos de pies hasta el torrente de abajo, y sin protección alguna para salvar a caballos o personas en caso de un resbalón o paso en falso. No sin estremecimientos los subimos y llegamos a Bulnes, una docena de casas de piedra sin ventanas, agrupadas en un escarpe. En tono guasón se le llama el “Pueblo de Arriba”, y supimos que otro grupo de casuchas escondidas en algún lugar inferior constituía el “Bulnes de Abajo”.
Penetramos en la morada de la edad de piedra de mejor aspecto, y descubrimos que constituía la casa parroquial del cura de Bulnes, una extraña mezcla de refugio alpino y ermita gótica. Losas de áspera piedra que sobresalían de paredes sin labrar servían de mesas, mientras que cajones de roble toscamente tallados cumplían ala vez la doble función de asientos y armarios. La cama del cura ocupaba una esquina, y en las paredes colgaban una escopeta y un rifle junto con equipos de caza: bolsas, cinturones y zurrones, todos hechos de piel de rebeco. A primera vista toda la casa olía más a caza que a santidad (quizás sea demasiado fuerte decir que olía a caza). Nos fue asignada una habitación interior, sin ventanas e iluminada por el débil parpadeo de una mariposa que recordaba a los candiles de la época medieval, y a la que, a propósito, sólo se podía acceder a través de otras estancias que parecían la morada de las vacas y la cocina respectivamente.
El padre se encontraba en los riscos superiores cortando heno, pues combinaba la agricultura con el cuidado de las almas, poseía muchas vacas y hacía el queso tan celebrado llamado de “Cabrales”. Finalmente se reunió con nosotros en su aposento de piedra, y desde un principio se reveló, por sus francos y sinceros modales, que luego demostró la experiencia, como un verdadero deportista, y un compañero de lo más desinteresado. Su Reverencia inmediatamente preparó todos los detalles para organizar nuestra cacería, y mandó a su sobrino a que fuera a por los muchachos de la montaña, ordenando a algunos que pasaran la noche, no sabemos cómo, en los riscos de la Peña Vieja, mientras que les dijo que se reunieran con nosotros por la mañana.
Mientras cenábamos rebeco ahumado y vino rosado se dedicó a preparar las armas, municiones y calzado para unos cuantos días en el monte. Al haber estado ya prevista nuestra llegada pronto cogimos el camino hacia arriba, por sinuosos senderos que conducían a las cumbres de los Picos de Europa, algunas de cuyas altitudes son las siguientes: Peña Vieja, 10.046 pies; Picos de Hierro, 9.619 pies; Pico San Benigno, 9.329 pies. Dejamos abajo todo el equipaje pesado, sólo nos quedamos con la tienda de campaña, las mantas, las escopetas y los cartuchos, que fueron subidos, no sabemos cómo, hasta la mitad del camino a lomo de dos burros. Como provisiones contábamos con la leche y el pan de los queseros que viven allí en lo alto, y de modo parecido a los campesinos noruegos en sus saeters o chozas de verano en Sfield. Cerca de la cabaña de estas honestas gentes pusimos nuestra tienda, a una altura de 5.800 pies.
Con el alborear de la aurora, tras beber un poco de leche, iniciamos la ascensión, nuestro anfitrión el cura, Bertie y yo.
Con nosotros venían diez cabreros que tenían que flanquear la batida, los otros ya estarían ocupando las posiciones que les tocaron, no sabemos dónde. Tres horas de subida (con el esfuerzo habitual, sólo que peor) nos condujeron a la primera línea de “pasos” muy por encima de los últimos rastros de vegetación y entre la poca nieve que queda aquí en verano. En esta “batida” teníamos muchas posibilidades de éxito, y nos informaron que habían sido vistos cuatro animales en la bruma, aunque ningún rebeco se puso a tiro, y tuvimos que afrontar otras dos horas de escalada antes de alcanzar el segundo grupo de puestos.
Este tramo, sin embargo, frustró definitivamente por el momento mi carrera como cazador de rebecos, tal era el estado resbaladizo, vertical y enormemente peligroso de las rocas. Quince días antes había subido la Plaza de Almanzor en la Sierra de Gredos, pero estos pináculos de Los Picos sobrepasaban mis posibilidades. Esta decisión, al margen de mis palabras, evidencia la naturaleza de estos picos cántabros. Me quedé aquí abajo en un saliente de vértigo a 8.000 pies, mientras el resto del grupo, en fila por una escalera de rocas, se perdió de vista a las quince yardas.
Enfrente de mi se alzaba con un pico tras otro de alturas atrayentes la totalidad de la vasta cordillera cantábrica, una de las glorias de las formaciones montañosas.
Abel Chapman y Walter J. Buck
(1851-1929)
Asturias vista por viajeros. Volumen I.-
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Peña Santa
La componen dos peñas: Peña-Santa de Castilla y Peña-Santa de Asturias. Sobre la cumbre de esta última se divisa casi en su totalidad el Principado. ¡Cuantos años hacía que no había visto a mi peña querida! ¡Cuantos años que no había dormido al pie de tus nieves, ni cazado el rebeco en tus laderas! ¡Cuantos años que tus aristas colgantes no me habían despertado al mundo de las emociones, del escalamiento y de los precipicios!…
Aun recuerdo el febril anhelo y las ansias y el ardor infinito conque yo subía, y subía sin cesar, desde Covadonga, cargando con mi rifle por la áspera pendiente y las pintorescas majadas que dan acceso al lago de Enol, para desde allí alcanzar las últimas chozas, habitables por el verano, en la Ronciella.
Mas arriba, empieza la región de los precipicios, de los rebecos y de las nieves, y allí en plena soledad, en plena montaña, me sentía yo en pleno paraíso, rodeado de musgos, de líquenes y de rododendros, expuesto al riesgo de sorprender un robeco a dada asomada, de verlo coronar algún pico, de descubrir un nuevo valle, de tropezar alguna gruta, de tener que salvar un mal paso.
Todo eran emociones, y yo en medio de aquellas rocas, me creía el superhombre, porque luchaba cuerpo a cuerpo con la Naturaleza, como pudiera hacerlo cualquier antepasado de la Edad de Piedra…..
Así es que, all llegar a dar vista al Requexón, en las faldas de Peña-Santa con su Forcadona y su Forcadina, por donde escapan los rebecos, se redoblaba mi entusiasmo, y “¡Arriba!,, “¡Arriba!,, parecía gritarme una voz interior, que me arrojaba a lo alto, al azul del firmamento, cortado por la caliza clara de la Peña esbelta en cuya falda dormían glaciares de nieve inmaculada…”¡Arriba!,, “¡Arriba!,, parecían decirnos los puntos apenas perceptibles en que nuestros gemelos veían las gamuzas…. “¡Arriba!,, decían las águilas y los buitres que se cernían majestuosamente en el espacio…
Siete años hacía que no había yo estado en Peña-Santa, en el grupo occidental de los Picos de Europa; pues el grupo central, el de los Urieles, el Naranjo de Bulnes, Peña Vieja y Cerrado, el de los Tiros del Rey, me había robado la atención por completo. Vuelto a mis antiguos amores, salí de Covadonga con mis hermanos entonando cánticos a la dicha suprema que renovaba mis emociones puras de la edad sencilla, y mientras la catedral y la cueva se iban quedando allá abajo, nuevas cimas surgían de todos los puntos del horizonte. Al dar vista a la pintoresca Vega de Comeya un ¡hurra!, con el sombrero en la mano, desde nuestros caballos, fue el saludo entusiasta a la súbita, aunque lejana aparición de los Urrieles.
Al final de la Vega de Comeya, una cuesta, un cable, unas torres y unos calderos de la The Asturiana Mines Limited. Todo un transporte áereo. ¿Quién dijo miedo? ¡Al caldero!
Dejamos nuestros caballos, nos metimos cada uno en un cajón de hierro, y mucho peor que si fuésemos en globo, pues el ruído del cable en que íbamos colgados no tenía nada de halagüeño, salvamos unos cuantos precipicios y llegamos arriba, a la Picota, a la casa gerencia de las minas de manganeso de los ingleses, donde Mr. Makencie, el simpático ingeniero gerente, pretende tener el mejor balcón del mundo. Este balcón enfoca directamente a Peña-Santa.
De esta casa partió el año pasado un notable geógrafo francés, el conde de Saint-Saud, que hizo la topografía de aquellos lugares. Este año un alemán, M. Schulze, estudia la geología con toda la calma y seriedad propia de su raza. Es un joven muy simpático, alpinista distinguido, y, uno de los siete fundadores de los alpinistas de la Academia, tan extendida hoy por toda Alemania. Se prepara para entrar de profesor en la Universidad y sus oposiciones consisten en un trabajo geológico sobre los Picos de Europa.
De esta casa partimos al día siguiente todos, en compañía del alemán, después de haber dado gracias a los ingleses por su amable hospitalidad, y los dirigimos a los Picos.
No había mucho tiempo que habíamos dejado el lago de Larcina, cuando el alemán, rompiendo con el martillo que llevaba una piedra, gritó: -¡Oh, esto ser muy interesante! Yo decírselo a los ingleses: ¡el manganeso viene da arriba! Al poco tiempo mis hermanos gritaban: -¡ Los rebecos, los rebecos! Ell alemán me coge por el brazo y me dice: -¡Allí va, allí va! -¿Quién?- le pregunté, ¿el rebeco? -No: el filón.
Los unos, corrieron por la derecha; el otro tomó por la izquierda, y yo, que ya venía encandilado con Peña-Santa, tomé el frente:la majestad de sus formas, la blancura de su nieve y el azul el cielo me atraían sobremanera. Cuando la miré con el anteojo, los rebecos estaban sobre la cumbre.
Por todas partes se había subido a Peña-Santa menos por el Este. Por este lado había que subir, y subí tan sigilosamente como pude, a fin de sorprender a los rebecos. Solo tuve dos malos pasos: uno no me atreví a pasarlo, porque el Mauser en la espalda me impedía escurrirme en mi emparedamiento por la grieta, y tuve que bajar unos veinte metros; el otro lo pasé a modo de serpiente; esto es, arrastrando el busto sobre un lomo cubierto de hierba, de medio metro de ancho por dos de largo, con pared lisa a la derecha y precipicio más que regular, a la izquierda. Estaba cerca de la cumbre, y al pasarlo así sentí muy cerca de mí hendir el aire; el buitre o el águila que pasó hubiera muy bien podido despeñarme.
Una vez arriba, los robezos habían desaparecido. ¿por donde? no lo sé. Acaso estuvieran debajo de mí; pero no era cosa de indagar mucho, echando el cuerpo fuera, a aquellas alturas. Me sentí a contemplar el paisaje pues tenía a mis pies media Asturias: desde Peña Obiña y la Cigalia y el Aramo, hasta mí, veía todos los montes y la mar de pueblos sepultados en lo más profundo de los valles: los de Pajares, Aller, Caso, Ponga y Amieva; veintitantos términos y cincuenta y tantos valles al Oeste. Por el Norte, subía el mar tanto como yo, y desaparecían minúsculos, el Sueve, y la cordillera de Cuera. Al Este, se levantaba la formidable barrera de los picos centrales: Llambrión, Urrieles, Cerredo, Cabrones, Neverón y el Trave. Y al Sur, los montes de León y Peña-Santa de Castilla. Los primeros términos eran verdes, los segundos azules y los últimos rojos. No sabía separarme de allí, y debía hacerlo; pues llevaba cerca de dos horas sobre la cumbre y el sol no estaba lejos de llegar a su ocaso.
¿Por dónde debo bajar?, me pregunté. Por el Norte: primero, porque es la bajada más corta; segundo, porque es la dirección hacia donde deben estar las tiendas de campaña, y tercero, porque si me deslizo por el enorme ventisquero de cemba vieya (glaciar viejo), vuelo al pie de la peña.
En Gavarnie, debajo de la Brecha de Roldán, acostado sobre la nieve y sujetando poderosamente el rifle con las manos, me escurrí por un gran ventisquero, frenando mi caída la culata de mi escopeta, que bajaba mordiendo la nieve. Así llegué al pueblo una hora antes que el guía. ¿Por qué no había de intentar ahora lo mismo? Veinte minutos debí tardar en bajar desde la cumbre de la peña a la parte superior del ventisquero. La nieve tenía unos cuatro o cinco metros de espesor o de altura, y metro y medio escaso la separarían de la roca por donde yo bajaba. Se me ocurrió dar un salto, pero lo juzgué excesivamente temerario. Cuando, una vez abajo, empecé a subir los cuatro o cinco metros de espesor, comprendí cuál hubiera sido mi locura. ¡La nieve estaba helada! A fuerza de golpes de culata de Mauser hice una hendidura para mis alpargatas, hasta cabalgar sobre el vértice del gran nevero helado.
Una vez arriba, empezó a helárseme la sangre, pues falto de botas con clavos, y de piolet con que tallar los pasos, ni siquiera tenía, como en Gavarnie, un rifle muy pesado, con placa de hierro en la culata. Así es que estaba enfrente de un dilema: dar vuelta atrás y desandar lo andado, o ensayar una glissade o resbalamiento sobre la nieve, que no estaba lisa y aparecía llena de ondulaciones o achaflanamientos.
Quise, echándome de la parte de afuera, ensayar un poco si agarraría la punta de la culata del Mauser, y para ello di dos o tres vueltas al portafusil en el brazo izquierdo y dos o tres golpes en la nieve. Resbalé y …. ya no había dilema: salí como una flecha, procurando moderar la velocidad con el arma. Aquello no fue deslizamiento; aquello fue una serie de golpes de culata del fusil, debidos al achaflamiento u ondulaciones de la nieve, y cada vez mayores, a medida que mi caída aumentaba.
Cada golpe era más fuerte que el anterior; cada sacudida mas brusca; el Mauser se me rompió en dos pedazos, chocando contra mi cabeza, y en vano procuré retenerlos: nuevos golpes me los arrancaron de las manos, y entonces, solo, abandonado, sin medios, sentí que volaba, que mi cuerpo inerte se sacudía brutalmente contra la dureza del suelo, y que dentro de unos segundos sería una masa inerte e inconsciente. “Yo lo quise-pensé-: me estoy despeñando, y al primer embite contra la peña me voy al otro mundo sin darme cuenta de ello”. Porque la peña me rodeaba por todas partes: peña a la derecha, peña a la izquierda, peñas en medio y peñas abajo para recibirme. Me di por muerto. Veía de un momento a otro el choque fatal, terrible, que me desvencijara por completo, que rompiese mis huesos y aventara mis sesos, si es que me quedaba alguno por haberme metido en trance semejante, y a pesar de tales seguridades fúnebres de mi espíritu, el instinto trabajaba siempre por mi hasta el último momento, impidiendo que bajase la cabeza y convirtiendo mis extremidades heladas en verdaderas garras de felino……
¿Como fue? Yo no lo se; lo cierto es que con ansias supremas de muerte y crispadura de dedos, logré detenerme en la nieve, cuando faltarían quince metros para llegar abajo… Febo, sin duda, había lamido a su paso la parte inferior del ventisquero y había ablandado la nieve. Inmóvil, incrustado en la pared blanca, sentía caer la sangre de mi cara. No sé cómo, me puse de espaldas, y una vez así, bajé los quince metros a de taconazos y de codos.
Cuando me puse de pie sobre la peña, y me cercioré que no había mas rotura que las de la piel, me encontré con los pantalones en la cintura y con el chaleco y la chaqueta en los sobacos. El rifle, el sombrero y el reloj habían desaparecido. Al ir en busca de mis compañeros me encontré con el alemán, que, alma buena y caritativa, con botas y clavos y con piolet, volvió al cabo de dos horas al campamento con mis objetos recuperados.
-Rodar usted doscientos cincuenta metros- me dijo-. ¡Usted querer matarse!
Le di un abrazo, las primicias de nuestras conservas y mi cama. Yo dormí al sereno, sobre el santo suelo, metido en un saco de piel de oveja y contemplando las estrellas.
Para estrella la mía.
4 Octubre 1907.
El Naranjo de Bulnes
Peña-Santa.
Pedro Pidal. Marqués de Villaviciosa de Asturias.
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Preciosa ruta y están muy acertados los textos elegidos.
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