Marejada en Gión


Texto:
-Cuadros de viaje. Ortega y Gasset.

Cuadros de viaje- 
Debe haber en mi corazón algo así como una nao con las velas rotas y los obenques segados, porque  de otro modo no acierto a explicarme  la atracción que sobre mi ejercen los puertos.  Sentado en uno de estos  norays de hierro donde se amarran los vapores y  que llevan impresa  en relieve la marca de la fábrica, yo me estaría unos cuantos siglos, como dicen que oyendo a un jilguero  estuvo cierto santo eremita. Y mas que en ningunos otros, hallo complacencia en estos puertos españoles, que son todos un poco tristes, porque son todos un mucho pobres.
Así en este puerto de Gijón, tan sin aventura, que ni siquiera es el puerto de Gijón. Enfrente de él, a unas cuantas millas de distancia, avanza sobre el mar, como una lengua que se lame su espalda inquieta, un cerro oscuro. Los ingenieros fueron allí, desventraron el cerro y, a la fuerza, lo convirtieron en el puerto del Musel. 
Puesto a elegir, yo me declaro partidario del viejo puerto gijonés. ¿Por qué? Por casticismo, por tradicionalismo. En nuestra raza lo castizo fue siempre ponerse de parte del vencido. El primer poema  que un español compuso -La Farsalia, de Lucano -cantaba a un vencido, y el héroe de nuestra mejor novela  personifica la enrome capacidad del hombre para ser derrotado. Por esto prefiero el puerto antiguo de Gijón,  que es de los dos el vencido. Apenas si  se hace caso de él, y hasta don Faustino Rodríguez Sampedro,  que es propietario de uno de los muelles, se afana por desprenderse  de su propiedad y quiere vender  a toda costa el muelle al Ayuntamiento.
Todos los días, entre doce y una,  vengo a visitar el pequeño puerto humillado. Suele haber media docena de vapores o poco más  que van ingurgitando por sus anchas escotas las vagonetas cargadas de carbón. Algunas balandras  y quechemarines aguardan aquí y allá, movidos levemente por la respiración  del mar que se contrae y se dilata en ritmo jamás roto,  como un pecho infinito. Atracada  junto a un montón  de tablas y unos toneles  de éter  yacentes sobre el muelle, está la goleta Luisa, tan blanca y tan menuda, dejando ver todas sus intimidades.  Es ya una amistad, contraída por el azar de un encuentro, como todas las amistades. Tiempos vendrán en que se avergüence  el hombre de haber ejercitado sin método y al acaso este supremo modo del sentimiento que llamamos amistad. Un día la amistad se organizará  científicamente. Entretanto nos hacemos amigos de un hombre como de una goleta, porque lo hemos encontrado en nuestro camino. Cada siete u ocho días la goleta Luisa llega de Santander, rasgando la fina piel del mar, y se adhiere  al muelle del Sr. Rodríguez Sampedro. En la cubierta  picotean unas gallinas , se desliza  un gato de piel luminosa  y hace sus bellaquerías  un mico que el patrón compró en Lisboa. La admiración hacia  el Prometoide encadenado suele reunir sobre el muelle un tropel de muchachos   que le azuzan con grandes gritos agudos: ¡Portugués, portugués!
Uno de los mayores encantos  que para el hombre  de tierra ofrece la vida del hombre de mar es la extrema alternativa entre  máxima actividad y completa inercia  que aquélla trae consigo. Hombres de tierra adentro  serían igualmente incapaces de soportar los febriles  afanes de la hora  de tormenta o la en que culmina  la pesca  y la profunda inacción de los días en el puerto. Nadie sabe  estarse tan heroicamente inmóvil horas y horas como los pescadores.
Estos pescadores no son asturianos. Me ha parecido observar  que la raza asturiana  vive en cierto modo de espaldas al mar, por lo menos,  que no tiene los instintos piscatorios.  He oído que prefieren la navegación de altura,  que son, en gran número , pilotos y fogoneros. Así será:  pero en toda la costa  que he recorrido no he visto más que un pueblo que tenga alto  estilo de las razas pescadoras.  Se llama Cudillero, y es un terrible nido hincado en la peña, apto sólo para que de él  se lancen al mar  sus hombres como recios cormoranes, “el cuello tendido, el ala silbando”.
Pero estos pescadores a que me refiero son vascos.  ¡Pobre puerto viejo  de Gijón! No ha bastado  el destino humillarle  supeditándole  al joven puerto del Musel, tan petulante, con sus grúas aparatosas  y sus transatlánticos, allá enfrente,  bajo el cerro tajado.  Este es, al fin y al cabo, una humillación económica y administrativa, una preterición y mengua de orden civil. Y a un temperamento delicado y digno, con vitalidad recogida e íntima, le trae siempre  un poco sin cuidado todo lo civil y administrativo. Los hombres  más finos han sentido siempre un secreto placer en verse  pobres y nadies. Los rangos económicos y los sociales   se fundan en un principio de utilidad, y  el hombre exquisito sabe desde hace dos mil años que a las cosas óptimas del universo les acontece ser inútiles.
José  Ortega y Gasset. (1883-1955) Asturias vista por viajeros. Tomo II.-







































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