Luanco (Gozón)

Textos:
-La boroña.




Luanco.-
Capital del concejo de Gozón. Situada en la zona oriental del municipio. Su población  es de 5.383 habitantes, que se reparten  entre la villa de Luanco  y los barrios de Aramar, Balbín, Legua, Mazorra, Moniello, Perolo  y Santa Ana. El centro de la villa ha sido declarado  conjunto histórico en 1991, y en él destacan la calle de la Riba, con viviendas de los siglos XVIII y XIX, el pequeño puerto y la plaza de la Baragaña, donde abunda la arquitectura marinera de tipo popular. La iglesia parroquial de Santa María es una obra barroca construida entre los años 1728  y 1735. -
Boroña 
En la carretera de la costa, en el trayecto de Gijón á Avilés, casi a mitad de camino, entre ambas florecientes villas, se detuvo el coche de carrera, al salir del bosque de la Voz, en la estrechez de una vega muy pintoresca, mullida con infinita hojarasca castaños y robles, pinos y nogales con los naturales tapices de la honda pradería  de terciopelo verde oscuro, que desciende hasta refrenar  sus lindes en un arroyo  que busca de prisa y alborotando el cauce del Aboño. Era una tarde de Agosto, muy calurosa aún en Asturias; pero allí mitigaba la fiebre que difundía el ambiente una dulce brisa que se colocaba por la angostura del valle, entrando como tamizada por entre ramas gárrulas é inquietas de robledal espeso de la voz, que da sombra a la carretera en un buen trecho. Al detenerse el destartalado vehículo, como amodorrado bajo cien capas de polvo, los viajeros del interior que dormitaban cabeceando, no despertaron siquiera. Del cupé saltó, como pudo, y no con pies ligeros ni piernas firmes, un hombre flaco, de color de aceituna, todo huesos mal avenidos, de barba rala, á que el polvo daba apariencias de cana, vestido con un terno claro, de verano, traje de buena tela, cortado en París, y que no le sentaba bien al pobre indiano, cargado de dinero y con el hígado hecho trizas. “Pepe Francisca”, don José Gómez y Suárez en el comercio, volvía a Prendes, su tierra, después de treinta años de ausencia; treinta años invertidos en matarse poco á poco, a fuerza de trabajo, para conseguir una gran fortuna con la que no podía ahora hacer nada de lo que él quería: curar el hígado y
resucitar á “Peña de Francisca de Francisquín”, su madre. De la baca del coche sacó el zagal, con gran esfuerzo, hasta cuatro bailes de mucho lujo todos y vistosos y una maleta vieja, remendada, que “Pepe Francisca”, conservaba como una reliquia, porque  era el equipaje con que había marchado á México, pobre, con pocas recomendaciones, pocas camisas  y pocas esperanzas. Dió Pepe a los cocheros  buena propina  y á una señal suya siguió su marcha el destartalado vehículo, perdiéndose pronto en una nube de polvo. Quedó el indiano solo, rodeado de baules, en mitad de la carretera  cortaba ahora el Suqueru, el prado donde él, á los ocho años, apacentaba las cuatro vacas de “Francisquín de Pola”, su padre. Miraba á derecha e izquierda; monte arriba

monte abajo: todo estaba igual. Sólo faltaban algunos árboles y …… su madre. Allá enfrente, en la otra ladera del angosto valle, estaba la humilde casería que llevaban desde tiempo remoto los suyos. Ahora vivía en ella su hermana Rita, su compañera de linda en el Suqueru, casada con Ramón Llantero, un indiano frustrado, de los que van y vuelven  á poco  sin dinero, medio aldeanos y medio señoritos, y que tardan  poco en sumirse de nuevo en la servidumbre natural del terruño y en tomar  la pátina del trabajo que suda sobre la gleba. Tenían cinco hijos y por las cartas que le escribían conocía el ricachón que la codicia de Llantero se le había pegado á Rita y había reemplazado el cariño. Los sobrinos no le conocían siquiera. Le querían como á una mina. Y aquella era toda su familia.  No importaba; quisiéranle ó no, entre ellos

quería morir: morir en la cama de su madre. ¡Morir! ¿Quién sabía? Lo que no habían podido hacer las aguas de Vichy, los médicos famosos de Nueva-York, de París, de Berlín, las diversiones del mundo rico, los mil recuerdos del oro, podría conseguirlo acaso el aire natal; pobre frase  vulgar que el repetía siempre para significar muchas cosas distintas, hondas complicaciones de un alma á quien faltaba vocabulario sentimental y sobrada riqueza de afectos. Lo que  él llamaba  exclusivamente el aire natal era la pasión de su vida, su eterno anhelo; el amor al rincón de verdura en que había nacido, del que le habían arrojado casi á patadas, la codicia aldeana  y las amenazas del hambre. Era un chiquillo  enclenque, soñador, listo, pero débil, y se le dió á escoger entre hacerse cura de misa y olla ó emigrar; y como no sentía vocación de clérigo, 

prefirió el viaje terrible dejando  las entrañas en la vega de Prendes, en el regazo de Pepa de Francisca. La fortuna, después de grandes luchas, acabó por sonreírle; pero él la pagaba con desdenes , porque la riqueza que procuraba por instinto de imitación, por obedecer á las sugestiones  de los suyos, no le arrancaba del corazón la melancolía. Desde Prendes le decían sus parientes: ¡No vuelvas!  ¡No vuelvas todavía!¡Más,  más dinero! ¡No te queremos aquí hasta que ganes todo lo que puedas! Y no volvía; pero no soñaba con otra cosa. Por fin sucedió lo que él temía: que faltó su madre antes de que él diese la vuelta, y faltó la salud; con lo que el oro acumulado tomó para él  color de ictericia. Veía con terrible claridad de moribundo la inutilidad de aquellas riquezas, convencional ventura de los hombres sanos que tienen la ceguera de la vida inacabable, del bien terreno

sólido, seguro, constante. Otra cosa amarilla también le seducía a el, le encantaba en sus pueriles ensueños de enfermo que tiene visiones de vida sana y alegre. Le fatigaban las ideas abstractas, sin representación visible plástica, y su cerebro  tendía a simbolizar todos los anhelos  de su alma, los anhelos  de vuelta al aire natal, en una ambición bien humilde, pero tal vez  irrealizable…. La cosa amarilla que tanto deseaba, con que soñaba en Puebla, en París, en Vichy, en todas partes, oyendo a la Patti en Covent Garden, paseándose en Nueva York por el Broadway, la cosa amarilla que anhelaba saborear era…. un pedazo de torta caliente de maíz, un poco de boroña, el pan de su infancia, el que su madre le migaba en la leche que él saboreaba entre besos. ¡Comer boroña otra vez! Comer boroña en Prendes junto al llar, en la cocina de la casa! ¡Qué dicha  representaban aquellos bocados  ideales


que se prometía! Significaba el poder comer boroña, la salud recuperada, las fuerzas devueltas al miserable cuerpo, el estómago restaurado, el hígado en su sitio, la alegría de vivir, de respirar  las brisas de su colina amada y de su bosque de la Voz. ¡Veremos! se dijo Pepe, plantado en mitad de la carretera, cubierto de polvo, rodeado de bailes en que traía el cebo con que había de comprar á sus parientes, salvajes por el corazón, un poco de cariño, á lo menos cuidados y solicitud, á cambio de aquellas riquezas  que para él ya eran como cuentas de vidrio.  Tardaba en llamar á los suyos, en gritar ¡Ah, Rita!,  como antaño, para que acudiesen á la carretera y le subieran á casa el equipaje…. y á él mismo, que de seguro sin apoyo  no podría dominar la cuesta. Tardaba en llamar porque  le placía aquella soledad de su humilde valle estrecho, que le recibía apacible, silencioso, pero amigo; y temía que los hombres le recibiesen peor, enseñando  la codicia entre los pliegues de la sonrisa obsequiosa con que de fijo acogerían al ricachón sus 


presuntos herederos. ¡Ah, Rita! gritó como antaño, cuando lindaba en el Suqueru y desde el prado le pedía la merienda á su hermana que estaba en casa.  A los pocos minutos, rodeado de Rita, de Llantero, su esposo, y de los cinco sobrinos, “Pepe Francisca” descansaba en ella corredor de la casucha, en un sillón de cuero, herencia de muchos antepasados. Pero el aire natal no le fué propicio.  Después de una noche de fiebre, llena de recuerdos y del extraño malestar que produce el desencanto  de encontrar frío, mudo, el hogar con que se soñó de lejos, “Pepe Francisca” se sintió atado al lecho, sujeto por el dolor y la fatiga. En vez de comer boroña, como anhelaba, tuvo que ponerse á dieta. Sin embargo, ya que no podía comer aquel manjar soñado, quiso verlo, y pidió un pedazo del pobre pan amarillo para tenerlo sobre el embozo de la cama, y contemplarlo y palparlo. l¡Con mil amores! Toda la boroña que quisiera. LLantero, el cuñado codicioso, el indiano  fallido, estaba dispuesto a cambiar toda

la boroña de la cosecha por las riquezas de los bailes y las que quedaban por allá. Rita, como había temido su hermano, era otra. El cariño de la niñez había muerto; quedaba una matrona de aldea, fiel á su esposo, hasta seguirle en sus pecados; y era ya como él avarienta, por vicio y por amor de los cinco retoños. Los sobrinos veían en el tío la riqueza  fabulosa, desconocida, que tardaba  en pasar á sus manos, porque  el tío no estaba tan á los últimos como se había esperado. Atenciones, solicitud, cuidados, protestas de cariño no faltaban. Pero Pepe comprendía que, en rigor, estaba solo en el hogar  de sus padres. Llantero  hasta disimulaba mal la impaciencia de la codicia  y eso que era un reposo de los más solapados del concejo.  Cuando pudo, Pepe abandonó el lecho, para conseguir, agarrándose á los muebles y á las paredes, bajar al corral, oler los perfumes, para él exquisitos, del establo, llenos de recuerdos de niñez primera; le olía el lecho  de las vacas al regazo de Pepa Francisca, su madre.


Mientras él, casi arrastrando, rebuscaba los rincones queridos de la casa para olfatear  memorias dulcísimas, reliquias invisibles  de la infancia junto á la madre, su cuñado y los sobrinos iban y venían al rededor  de los bailes, insinuando  á cada instante  el deseo de entrar á saco en la presa. Pepe, al fin, entregó las llaves; la codicia  metió las manos hasta el codo; se llenó la casa de objetos preciosos y raros cuyo uso no conocían con toda precisión aquellos salvajes avarientos; y en tanto el indiano, sentenciado á muerte, procuraba asomar el rostro á la huerta, con esfuerzos inútiles, y arrancar migajas de cariño  del  corazón de su hermana de aquella Rita  que tanto le había querido. La fiebre última le cogió en pié, y con ella unió el delirio suave, melancólico, con la idea y el ansia fijas de aquel capricho  de su corazón…. comer un poco de boroña. La pedía entre dientes, quería probarla; llevaba hasta

los labios y el gusto del enfermo la repelía, pesara á sus entrañas. Hasta nauseas le producía aquella pasta grosera, aquella masa viscosa, amarillenta y pesada, que simbolizaba para él la salud aldeana la vida alegre en su tierra, en su hogar querido. Llanero, que ya tocaba el fondo de los bailes y se preparaba a recoger la pingüe herencia, agasajaba al moribundo, seguía  el humor á la manía; y, todas las mañanas, le ponía delante de los ojos la mejor torta de maíz, humeante, bien tostada como el quería. ….. Y un día, el último, al amanecer, “Pepe Francisca” delirando, creía saborear el pan amarillo, la boroña  de los aldeanos que viven años y años respirando el aire natal al amor de los suyos: sus dedos, al recoger ansiosos  la tela del embozo, señal de muerte, tropezaban con pedazos de boroña y los deshacían, los

desmigajaban…. y…… ¡Madre, torta! ¡Leche, y boroña, madre; dame boroña!  suspiraba el agonizante, sin que nadie le entendiera. Rita sollozaba á ratos, al pié del lecho; pero Llantero y los hijos revolvían en  la malucha contigua el fondo de los bailes,y se disputaban los últimos despojos, injuriándose  en voz baja  para no resucitar al muerto. Leopoldo Alas (Clarín).- 






























































































































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